Por: Raúl Prada Alcoreza. 18/02/2025
Vamos a usar la figura del tiempo otoñal como metáfora de la vejez. Esas dos palabras separadas tiempo y otoñal pueden, a su vez, tomarse como dos metáforas. Cuando hablamos de tiempo en este caso nos referimos al tiempo en las trayectorias de vida, también al tiempo madurado. A las distintas etapas del ser humano, en su prolongación vital, desde que nace hasta que muere; se habla de infancia, de adolescencia, de madurez y de vejez. Queremos referirnos a la vejez de los personajes principales de Cien años de Soledad. Su edad es centenaria, Úrsula Iguarán muere pasados los cien años, se cree que se muere a los ciento veinticinco años. José Arcadio buen día también muere lóngevo. Se podría decir que muere antes que Úrsula, entonces a una edad menor, sin embargo, su vida se prolonga. Sus últimos días los pasa en el árbol de castaño, amarrado, después, casí al final de sus días, Úrsula lo desamarra y lo lleva a la casa, donde finalmente muere. Otra centenaria es Pilar Ternera. El coronel Aureliano Buendía también muere de muy mayor. El que murió, más bien joven, es su hermano mayor José Arcadio, de un disparo, que no se sabe de quién. Otro que murió después, ya en edad avanzada, es su amigo y camarada de guerra el coronel Gerineldo Márquez.
Rebeca también muere ya de muy vieja, olvidada por todos. Con ella, en una desaparición prolongada, se extinguió antes su casa, desvencijada. Hija adoptiva de José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán, llegó al pueblo desde Manaure, se cree que es prima segunda de Úrsula. Se casa con José Arcadio Buendía Primero en contra de los deseos y temores de su familia adoptiva. Después de que José Arcadio muere, ella permanece recluida en su casa, olvidada lentamente por el pueblo.
Petra Cotes también es centenaria, Aureliano Segundo, con el que vive en concubinato, compartiéndolo con Fernanda del Carpio, muere antes, pero de viejo. Amaranta Buendía Iguarán también muere en avanzada edad. Aureliano Segundo y José Arcadio segundo, hermanos mellizos, mueren casi al mismo tiempo y los entierran juntos en distintos ataúdes. Vuelven a ser parecidos en la muerte como iguales fueron cuando nacieron.
Melquiades envejeció muy rápido, debido a las enfermedades que contrajo en sus viajes por el mundo. Aureliano Segundo se dio cuenta de que estaba envejeciendo cuando vio un atardecer prematuro desde un mecedor. Sobre la concepción de la vejez en el Coronel Aureliano Buendía, en la obra citada, se dice que el secreto de una buena vejez es un pacto honrado con la soledad. Falleció de muerte natural mientras orinaba, recostado contra el tronco del árbol de castaño. Gerineldo Márquez murió de viejo durante un diluvio, pensando en Amaranta y esperando la pensión vitalicia que nunca llegó.
Podemos decir que la vejez es la conclusión del ciclo centenario de Cien años de soledad. Macondo también va envejeciendo al final de este ciclo; no era necesaria la tormenta que se llevó al pueblo. De todas maneras, el ciclo de Cien años de soledad corresponde a una constelación de ciclos singulares, correspondientes a las trayectorias de vida de los protagonistas. Los personajes viven así en un tiempo polivalente, su presente es simultáneamente pasado y también una leve proyección al futuro. Los recuerdos, los presagios, la presencia de los Buendía, no terminan de configurar del todo a la genealogía familiar, esto debido a que la recorren a saltos y a trechos, armando el rompecabezas.
Ocurre como si el tiempo tuviera vida, se trata de un tiempo climático, que hace como atmósfera, que afecta todo lo que contiene, a los seres que son asumidos, que forman parte del mismo tiempo, de su desenvolvimiento temporal, al ser contenidos en el mismo clima tempestuoso. Es como si todos pertenecieran a la misma integralidad atmosférica y territorial, al mismo acontecimiento planetario. En lo que respecta a la condición otoñal, no sólo climática, sino genealógica y hasta corporal, podemos observar esta situación reiterativa que viene apareciendo en la narrativa de Gabriel García Márquez, desde La hojarasca hasta Cien años de Soledad, incluso después, en El otoño del patriarca.
El otoño es eso una estación, que se da lugar después de la exuberancia del verano y anticipa el frío invierno. El otoño corresponde al desprendimiento de las hojas, a la formación de alfombras de hojas amarillentas. Todo se parece como un anunciado crepúsculo en la esfericidad misma de la concavidad planetaria. En La hojarasca se trata de la inmanencia del replegamiento en la subjetividad reflexiva. En cambio en Cien años de Soledad se trata de lo que llama Mario Vargas Llosa la novela total, la novela integral, el acontecimiento mismo narrativo, la narración completa, configurada consolidada y acabada en esa esfericidad espacio-temporal de Macondo.
La vejez en Aureliano Buendía es consciente, una claridad numismática se expresa en su manera de ser, sobre todo después de la guerra. En cambio la vejez en Úrsula Iguarán es apocalíptica; ella es más que el ciclo de su vida. Su ancianidad desborda el siglo, su memoria senil llega incluso mucho antes de su propio siglo, se acuerda de las raíces mismas del árbol genealógico de los Buendía e Iguarán, cuándo se empezó a transmitir el mito de los nacimientos con cola de cerdo de los que se casan entre parientes, entre primos, cometiendo incesto. Es más, la muerte de Úrsula anuncia la muerte misma de Macondo, la desaparición del pueblo.
La muerte de Rebeca es patética, muere en el más absoluto abandono, en la más absoluta soledad. Se trata de una soledad abrumadora, la cual ocasiona y donde se refugia después de la muerte de José Arcadio, su esposo. Aunque Amaranta expresa la trayectoria de mayor soledad entre los Buendía e Iguarán, no muere sola, no muere en la absoluta soledad, ni en el absoluto abandono. Ella decide cuando morir. Ella prepara su mortaja para su propia muerte, incluso invita al pueblo a mandar cartas a sus muertos, ella será el correo.
Estamos hablando del tiempo otoñal, del tiempo padecido como decrepitud. Se trata de una desolación corporal, una soledad biológica, del abandonó mismo de las facultades del cuerpo, incluso en algunos casos de la pérdida de lucidez. Como es el caso de la locura en José Arcadio Buendía, también en el caso de Úrsula, a pesar de algunos momentos de lucidez. El tiempo otoñal es meteorológico y orgánico. Se siente la devastación de Macondo. Se puede decir que el comienzo del fin empieza con la muerte de Úrsula Iguarán. Antes, ella tiene premoniciones de lo que va a ocurrir.
“Úrsula tuvo que hacer un gran esfuerzo para cumplir su promesa de morirse cuándo escampara. Las ráfagas de lucidez qre eran tan escasas durante la lluvia, se hicieron más frecuentes a partir de agosto, cuando empezó a soplar el viento árido que sofocaba los rosales y petrificaba los pantanos, y que acabó por esparcir sobre Macondo el polvo abrazaste que cubrió para siempre los oxidados techos de zinc y los almendros centenarios. Úrsula lloró de lástima al descubrir que por más de tres años había quedado para juguete de los niños. Se lavó la cara pintorreteada, se quitó de encima las tiras de colorines, las lagartijas y los sapos resecos y las camándulas y antiguos collares de árabes que le habían colgado por todo el cuerpo, y por primera vez desde la muerte de Amaranta abandonó la cama sin auxilio de nadie para incorporarse de nuevo a la vida familiar. El ánimo de su corazón invencible la orientaba en tinieblas. Quienes repararon sus trastabilleos y tropezaron con su brazo arcángelico siempre alzado a la altura de la cabeza, pensaron que a duras penas podía con su cuerpo, pero todavía no creyeron que estaba ciega. Ella no necesitaba ver para darse cuenta de que los canteros de flores, cultivados con tantos esmero desde la primera reconstrucción, habían sido destruidos por la lluvia y arrasados por las excavaciones de Aureliano Segundo, y que las paredes y el cemento de los pisos estaban cuarteados, los muebles flojos y descoloridos, las puertas desquiciadas, y la familia amenazada por un espíritu de resignación y pesadumbre que no hubiera sido concebible en sus tiempos. Moviéndose a tiendas por los dormitorios vacíos percibía el trueno continuo del comején taladrando las maderas, y el tijereteo de las polillas en los roperos, y el estrépito devastador de las enormes hormigas coloradas que habían prosperado en el diluvio y estaban acabando los cimientos de la casa. Un día abrió el baúl de los santos, y tuvo que pedir auxilio a Santa Sofía de la Piedad para quitarse de encima las cucarachas que saltaron del interior, y que ya habían pulverizado la ropa. ‘no es posible vivir en esta negligencia’, decía . ‘A este paso terminaremos deborados por las bestias’. Desde entonces no tuvo un instante de reposo. Levantada desde antes del amanecer, recurría a quien estuviera disponible, inclusive a los niños. Puso al sol las escasas ropas que todavía estaban en condiciones de ser usadas, aumentó las cucarachas con sorpresivos asaltos de insecticida, raspó las venas del comején en puertas y ventanas y asficció con cal viva a las hormigas en sus madrigueras. La fiebre de restauración acabó por llevarla a los cuartos olvidados. Hizo desembarazar escombros y telarañas en la habitación donde a José Arcadio Buendía se le secó la mollera buscando la piedra filosofal, puso en orden el taller de plantaría que había sido revuelto por los dos lados, y por último pidió las llaves del cuarto de Melquiades para ver en qué estado se encontraba. Fiel a la voluntad de José Arcadio Segundo, que había prohibido toda intromisión mientras no hubiera un indicio real de que había muerto, Santa Sofía de la Piedad recurrió a toda clase de subterfugios para desorientar a Úrsula. Pero era tan inflexible su determinación de no abandonar a los insectos ni el más recóndito inservible rincón de la casa, que desbarató cuántos obstáculos le atravesaron, y al cabo de tres días de insistencia consiguió que le abrieran el cuarto. Tuvo que agarrarse del quicio para que no la derribara a la pestilencia, pero no le hicieron falta más de dos segundos para recordar que ahí estaban guardadas las setenta y dos bacinillas de las colegiadas, y que en una de las primeras noches de lluvia una patrulla de soldados había registrado la casa buscando a José Arcadio Segundo y no habían podido encontrarlo».
«¡ Bendito sea Dios! – Exclamó, como si lo hubiera visto todo -. Tanto tratar de inculcarte las buenas costumbres, para que terminaras viviendo como puerco.” [1]
Después de la muerte de Úrsula, Macondo se vio como en un cuadro que representa las ruinas de una ciudad improvisada. Desvastado y desolado, carcomido por sus propios recuerdos, cada vez más lejanos, viajado sin destino esperaba la muerte del pueblo, su propia desaparición. Fue todavía una larga espera; hubieron intentos fuertes de restauración vital desde la llegada de Amaranta Úrsula.
Ahora bien como en el caso de la soledad, que siempre viene acompañada, no viene sola, también, en este caso, la vejez no deja de recordar su propia vitalidad anterior, en otra edad, en otro tiempo. También la vejez misma, incluso solitaria, está vinculada con intentos desesperados de renovación, de restauración de vitalidad recordada.
Con la llegada de Amaranta Úrsula, por lo menos, la casa se va a ver renovada, a pesar de que el pueblo ya está definitivamente padeciendo su propia decadencia irreversible. Esa renovación viene acompañado por la repetición de una inclinación reiterada de los Buendía al incesto. El penúltimo Aureliano, cuyo padre es Mauricio Babilonia y cuya Madre es Meme, Renata Remedios, hija de Fernanda del Carpio y Aureliano Segundo, delira apasionadamente por la tía; al final se entraban locamente en un amor carnal y descomunal entre sobrino y tía, del que va a nacer el último Aureliano, la conclusión de la estirpe, un bebé que nace con cola de cerdo.
El tiempo también envejece, es un ser orgánico. ¿Se puede decir entonces que el tiempo muere? El tiempo de Macondo muere. Una vez que se lo llevó el viento tormentoso borra todas sus huellas, ya nadie puede decir con certeza que existió un pueblo llamado Macondo. Paradójicamente después de que Gabriel García Márquez, el deicida, según Mario Vargas Llosa, acabará con Macondo, en el último capítulo de Cien años de soledad, arrojando un cataclismo atmosférico que se lleva Macondo, el pueblo es convertido en mito literario, va a transformarse en la memoria reconfiguradora de la lectura, en una eternidad, rumiada por la reinvención narrativa, lograda por millones de miradas, que van a recorrer los laberintos entrelazados de la trama del realismo mágico.
Mario Vargas Llosa dice, en Historia de un deicidio, que en Cien años de soledad Gabriel García Márquez sustituye a Dios, por lo tanto lo mata, para convertirse en el creador de la totalidad narrativa, la esfericidad misma de Macondo. El tiempo otoñal se pliega, recogiendo sus anteriores estaciones, en el descurso de su tiempo añejo. Se repliega no solamente en el tiempo primaveral, sino en lo que podemos llamar los orígenes mismos del tiempo. En contraste, el tiempo otoñal se despliega más allá de su propio crepúsculo, en la muerte.
La muerte de Pilar Ternera, tatarabuela de de Aureliano Babilonia, de la misma manera, cierra el ciclo del siglo de los Buendía y de las historias centenaria de Macondo. La novela concluye con la muerte de todos los fundadores de Macondo, abarcando a todos sus descendientes, incluyendo al último de la estipe, que se llama, en esta clausura del desenlace, Aureliano, hijo de Aurelia Babilonia y Amaranta Úrsula Buendía del Carpio. Repitiendo el nombre de la fatalidad convocada.
Cien años de soledad recoge en su composición y entramado las novelas anteriores, los motivos, los personajes, las situaciones de las novelas que le anteceden, desde La hojarasca hasta La mala hora, pasando por El coronel no tiene quien le escriba. Las novelas anteriores adquieren el atributo de la integralidad y de la articulación compuesta, como piezas de un puzzle, en el panorama completo de la novela en cuestión. Desde esta perspectiva, la novela Cien años de soledad no puede interpretarse solo a partir de su propia totalidad lograda, sino también recurriendo a toda la obra de Gabriel Garcia Márquez. Cuando se publica Cien años de soledad podemos recurrir al recorrido del intinerario anterior de esta escritura; en la medida que vienen escritos posteriores a Cien años de Soledad, la interpretación de la novela puede modificarse a partir de otras lecturas, enriqueciendo la interpretación. Por ejemplo, desde El amor en los tiempos del cólera podemos interpretar el significados de la vejez en la novela, de cómo el amor se puede lograr, precisamente en esta etapa crepuscular de los protagonistas que se han amado siempre, se han recordado y añorado siempre, que sólo pudieron realizar su amor tardíamente.
El tiempo otoñal en Cien años de soledad es el anuncio de la desaparición de Macondo. Desaparición que tiene que ver con un acontecimiento apocalíptico. Con el cumplimiento fatídico de una premonición escrita en sánscrito por Melquiades e interpretada, al final, por Aureliano Babilonia. La interpretación coincide con el fin. La escritura coincide con la realidad ficticia de la narración.
El tiempo otoñal, la metáfora, es también un recurso narrativo. Expresa la imagen del deterioro irreversible y de la despedida crepuscular, la imagen de la decadencia y del fin del ciclo de una civilización, la moderna, que se da en la periferias de la geografía del sistema mundo moderno, aunque también se da en el centro de este sistema mundo, pero de distinta manera, quizás complementaria. En la novela este centro del sistema mundo moderno es una referencia en las correspondencias y en las alusiones de viajes, también corresponde al lugar lejano de donde provienen algunos de los personajes de la novela.
La figura del tiempo otoñal se combina con otras figuras, la del tiempo primaveral, cuando Macondo florece, emerge en la selva y a orillas del río como una comunidad joven. También se combina con la figura del tiempo veraniego, cuando Macondo ingresa a una atmósfera candente y febril, de mucho sopor y espesor de eventos y sucesos, inclasificables e innumerables, de abigarradas mezclas y composiciones, que lo cambian definitivamente todo. No hay exactamente un tiempo invernal, sino más bien algo así como la desaparición del tiempo, cuando la tormenta, el cataclismo, se lleva a Macondo, cuando ya no queda nada, ni siquiera la muerte, ni sus huellas, ni sus recuerdos. Podríamos decir que el tiempo invernal es el tiempo del silencio, aunque también se da lugar a la combinación de algo parecido al tiempo de la desolación, cuando la gran mayoría de los habitantes se va del pueblo. Entonces, concluyendo, podemos decir el tiempo otoñal expresa la vejez, empero combinada con las reminiscencias de otros tiempos, no solo recordados sino contenidos, de manera inherente, en la misma experiencia del tiempo otoñal.
Notas
[1] Gabriel García Márquez: Cien años de soledad. Real Academia Española. Págs. 379-381.
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Fotografía: FILOSOFÍA&CO