Por: Martín Bergel. NUEVA SOCIEDAD. 29/10/2020
¿Hasta qué punto participa el pensamiento latinoamericano del diálogo global sobre la crisis civilizatoria? En la actualidad, esa participación parece ser limitada. Pero hace exactamente un siglo, en otro contexto de trastornos mayúsculos, tres de los más importantes intelectuales latinoamericanos se inmiscuyeron en los debates que la situación suscitaba. En este ensayo, se reconstruye esa dimensión poco atendida del itinerario de José Ingenieros, José Vasconcelos y José Carlos Mariátegui, en la idea de que ese espejo puede resultar inspirador para las reflexiones que puedan desarrollarse desde América Latina sobre la crisis global en curso.
I. En el prefacio a su reciente libro The Crises of Civilization. Exploring Global and Planetary Histories [Las crisis de la civilización. Explorar las historias planetaria y global], el reconocido historiador indio Dipesh Chakrabarty sugiere que la noción de civilización, a pesar de ser un concepto gastado y bastardeado ideológicamente, tiene todavía un papel importante por jugar en la actualidad. En un mundo atravesado por violencias de todo tipo y amenazado por regímenes autoritarios de diversa naturaleza, la vieja idea proveniente de la Ilustración de poder gozar de una vida civilizada, ordenada por relaciones basadas en la tolerancia, el intercambio de ideas y el ejercicio público de las facultades de la razón, debería seguir siendo un horizonte deseable para pensar la posibilidad misma de la vida en común. Chakrabarty trae allí a colación un ensayo de 1941 de Rabindranath Tagore titulado precisamente «The Crisis of Civilization» [La crisis de la civilización], en el que, sobre el final de su vida, el célebre escritor también de origen indio lamentaba el modo en que Europa había echado por la borda las promesas iniciales de la utopía civilizatoria. La Segunda Guerra Mundial y la barbarie nazi a la que entonces se asistía no eran las únicas culpables de ese estado de situación; ya el imperialismo y el colonialismo habían sido procesos que, en nombre de esos ideales civilizados, habían esparcido violencia y dominación en todos los rincones del mundo. No obstante, a pesar de esa historia aciaga, Tagore reconocía en la noción ilustrada de civilización un ideal sublime, infelizmente traicionado por el curso posterior de los acontecimientos. Dos décadas después, continúa Chakrabarty, era Frantz Fanon, uno de los máximos exponentes intelectuales del pensamiento anticolonial, quien retomaba el lamento de Tagore. También para él la cultura europea había sembrado promesas emancipatorias dirigidas a erradicar distintas formas de opresión, pero que habían naufragado por el racismo y el colonialismo.
Tagore y Fanon coincidían entonces en ser críticos de la tesis europea de la «misión civilizatoria», que en los hechos había funcionado como cobertura ideológica de procesos que habían impulsado la empresa imperialista europea produciendo injusticias y dolor en el mundo; pero se guardaban de preservar el concepto original de civilización de sus posteriores usos y derivas. Todavía más, llegaban a proclamar que la antorcha del horizonte civilizatorio ilustrado concebido en Europa podía ser retomada en el mundo poscolonial, acaso una mejor vía de realización de sus ideales de igualdad y de libertad1.
¿Y América Latina, qué? ¿Participa el pensamiento latinoamericano de lo que aquí me gustaría llamar «conversación global» sobre las crisis civilizatorias? Tanto el libro de Chakrabarty como mis propios interrogantes sobre esa materia son anteriores a la crisis mundial del covid-19. Si la problemática del cambio climático y la emergencia internacional de una ola de extrema derecha ya otorgaban a la época un perfil sombrío, la pandemia desatada a comienzos de año se posicionó como un «momento global total» (un momento sin antecedentes en cuanto a la sincronicidad planetaria del desafío sanitario que supuso, el tenor de las respuestas epidemiológicas que salieron a su cruce y sus efectos derivados en un rango que va de los factores macroeconómicos a la vida doméstica de comunidades, familias e individuos), que profundizó y dotó de facetas nuevas a la crisis civilizatoria precedente de maneras que recién estamos comenzando a procesar. Casi de inmediato, no obstante, comenzaron a circular elucubraciones sobre la situación excepcional que habitamos y sus posibles derroteros futuros provenientes de algunas figuras consagradas del pensamiento mundial. Por caso, fueron muy comentadas las intervenciones del italiano Giorgio Agamben, el esloveno Slavoj Žižek o el coreano Byung-Chul Han. Las meditaciones latinoamericanas, en cambio, demoraron en llegar, y cuando lo hicieron en general ofrecieron reflexiones más modestas en relación con la escala global de la crisis y los actuales dilemas civilizatorios.
Este ensayo se propone discutir esa presunta dificultad del pensamiento latinoamericano para implicarse en la escena global de las crisis. Lo hace a través de un rodeo histórico que nos sitúa en un momento acaecido hace exactamente un siglo, a la salida de la Primera Guerra Mundial. Es conocido que esa contienda bélica fue vivenciada como un derrumbe civilizatorio que tanto para muchos contemporáneos como luego para los historiadores ofició de clausura del largo siglo xix. Lo interesante es que, junto a los célebres diagnósticos que desde esas circunstancias tematizaban una «crisis del espíritu» –como el francés Paul Valéry– o incluso la «decadencia de Occidente» –como el alemán Oswald Spengler–, desde América Latina algunas importantes figuras asumieron también la tarea de pensar e intervenir sobre las mutaciones globales que se adivinaban en esa coyuntura. El argentino José Ingenieros (1877-1925), el mexicano José Vasconcelos (1882-1959) y el peruano José Carlos Mariátegui (1894-1930) fueron tres de los intelectuales latinoamericanos de mayor peso en la década de 1920. Sus respectivos perfiles, sin embargo, han quedado en general asociados a sus naciones de origen, y a lo sumo son ubicados en un contexto continental. Menos conocidas son sus intervenciones sobre el teatro de la crisis mundial que sobreviene con la Guerra del 14 –y con la Revolución Rusa como borde exterior de salida hacia la nueva era emergente–, un doble acontecimiento que impactó decisivamente en sus itinerarios intelectuales. El ejercicio que propone este texto busca entonces llamar la atención sobre esa faceta que ha recibido menor atención de estas tres figuras de relieve de la historia intelectual del continente, a la vez que alimentar un contrapunto que –sin obviar por supuesto los contextos diferenciales que enmarcan dos situaciones históricas separadas por un siglo de distancia– contribuya a una evaluación de las disposiciones y posibilidades del pensamiento latinoamericano a la hora de afrontar la crisis civilizatoria en curso.
II. Me detengo entonces en primer lugar en José Ingenieros2. Integrante de una familia de migrantes sicilianos, perteneció a los primeros núcleos intelectuales argentinos que no provenían de estratos patricios o de abolengo. Siendo joven frecuentó los círculos del modernismo literario de Ruben Darío, quien entonces vivía en Buenos Aires, y se involucró en el socialismo, que se acababa de constituir en partido. Por entonces abrevaba en sus vertientes de izquierda, que disonaban con el reformismo parlamentarista del líder Juan B. Justo, y desde ese enfoque prohijó en 1897, junto con Leopoldo Lugones, el periódico La Montaña. Pero hacia el cambio de siglo la trayectoria de Ingenieros experimenta importantes cambios. A partir de allí asume una perspectiva resueltamente positivista, desde la que desarrolla una serie de estudios en áreas como la sociología, la psiquiatría y la criminología, dominios en los que se convierte en una figura de primera referencia. La mirada cientificista y evolucionista que despliega entonces a menudo conectaba con una visión darwiniana de lo social, que no lo privó del léxico de la selección natural y hasta de entonaciones abiertamente racistas. A distancia de su socialismo juvenilista, el prestigio que adquirió en su condición de impulsor de saberes especializados lo proyectó a ocupar distintos cargos institucionales en los gobiernos de la República Conservadora. Hacia 1911, sin embargo, la carrera de Ingenieros3 dio un nuevo viraje, luego de que a instancias del propio presidente Roque Sáenz Peña se viera inhibido de ganar un concurso de profesor titular en la Universidad de Buenos Aires para el que era favorito. Abandona entonces Argentina, y en 1913 compone el ensayo El hombre mediocre, un verdadero suceso que, al tiempo que supone una relativización del prisma positivista que hasta entonces profesaba, lo instala como una figura de renombre continental. Allí, retomando un motivo de juventud popularizado luego por el uruguayo José Enrique Rodó, opondrá la noción de ideal –encarnada en individuos o minorías selectas, en general conformadas por jóvenes– a la masa amorfa y mediocre.
La proyección latinoamericana que otorga a Ingenieros este célebre ensayo pronto va a coincidir con la renovada atención que deposita en sucesos de la arena internacional. Es cierto que, como señalara en su momento Oscar Terán, aun en su etapa más acendradamente positivista el pensamiento sobre la realidad nacional argentina fue uno de los motores del pensamiento de Ingenieros. Desde 1915, además, se embarcará en un proyecto editorial que, ya desde su nombre, «La cultura argentina», se propuso intervenir en el diseño del canon de textos que debía informar el debate sobre las tradiciones y rasgos de la cultura nacional (un propósito que sustentó también en una serie de ensayos del periodo)4. Pero en paralelo a ello, Ingenieros será uno de los primeros intelectuales latinoamericanos de renombre en hacerse velozmente eco de los dos grandes procesos que en sucesión conmovieron al mundo: la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa.
En efecto, apenas desatada la contienda bélica en agosto de 1914, el autor de El hombre mediocre publicaba en la revista Caras y Caretas un resonante artículo titulado «El suicidio de los bárbaros». En ese breve ensayo ubicaba ya el cataclismo que acababa de precipitarse como un acontecimiento de profundas implicancias, que lo llevaban a tomar franca distancia del eurocentrismo del que había hecho gala hasta entonces: «La civilización feudal –comenzaba el texto–, imperante en las naciones bárbaras de Europa, ha resuelto suicidarse, arrojándose al abismo de la guerra (…) Tuvo sus glorias; las admiramos. Tuvo sus héroes; quedan en la historia. Tuvo sus ideales; se cumplieron»5.
En verdad, tal como advertía Terán, la autoridad que Ingenieros le confería a Europa se erosiona solo parcialmente con la guerra6. Pero el ensayo es significativo porque inaugura en la trayectoria del intelectual argentino, y más en general en la del pensamiento latinoamericano, un movimiento análogo al que Chakrabarty percibe en Tagore y Fanon. «Esta crisis marcará el principio de otra era humana», sentenciaba Ingenieros en su texto, y luego: «la actual hecatombe es un puente hacia el porvenir»7. En esa precoz fe en el futuro se entrevé que otras regiones del mundo podían tomar la posta de la marcha civilizatoria que había encallado en Europa. La última etapa del itinerario intelectual de Ingenieros, que lo muestra reconciliado con su izquierdismo de juventud, sería solidaria con esa premisa. Porque mientras despliega allí un antiimperialismo que, invirtiendo sus posturas de la primera década del siglo, lo lleva a simpatizar con movimientos anticoloniales como el de Abd-el-Krim en Marruecos en su conflicto con España y Francia, saludará en la Reforma Universitaria iniciada en Córdoba en 1918, y mirará con entusiasmo en la Revolución Rusa comenzada un año antes, las señales de la nueva era que había entrevisto en 1914.
Que «El suicidio de los bárbaros» hacía las veces para Ingenieros de preludio del fenómeno bolchevique se evidencia en que es el texto que elige para abrir la compilación en la que, bajo el significativo título de Los tiempos nuevos, reúne en 1921 un conjunto de ensayos en los que en años anteriores se había dedicado a escrutar las novedades que llegaban del país de los sóviets. Esa serie se había iniciado también precozmente en 1918. Uno de esos textos estaba dedicado a examinar la economía de la Rusia revolucionaria; otro, a precisar el nuevo tipo de democracia que a su juicio se estaba tejiendo allí8. Pero más allá de esas dimensiones económicas y políticas, a Ingenieros le interesaba subrayar la trascendencia universal del nuevo experimento. En su mirada, la Revolución Rusa había traído aparejado el despertar de lo que denominaba «nuevas fuerzas morales», un plusvalor cultural potencialmente reapropiable en cualquier lugar del globo.
Esa perspectiva es la que preside su ensayo «Significación histórica del movimiento maximalista», un texto que resulta de una conferencia que dicta en el Teatro Nuevo de Buenos Aires en noviembre de 1918. Allí, a un año de haberse producido la toma del Palacio de Invierno, Ingenieros hipotetizaba:
Sin mucho don profético puede preverse que ahora vendrá lo que desde antes de la guerra se miraba como su consecuencia: una transformación profunda de las instituciones en todos los países europeos (…) El resultado será un bien para la humanidad, como el de la precedente Revolución Francesa (…) Los resultados benéficos de esta gran crisis histórica dependerán, en cada pueblo, de la intensidad con que se definan en su conciencia colectiva los anhelos de renovación. Y esa conciencia solo puede formarse en una parte de la sociedad, en los jóvenes, en los innovadores, en los oprimidos, pues son ellos la minoría pensante y actuante de toda la sociedad9.
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Fotografía: NUEVA SOCIEDAD.