Por: Jacques Coste. 29/12/2022
Hay otras acepciones de militarismo que empleamos poco en el debate público mexicano, pese a que resultan fundamentales para la vida pública nacional.
Por fortuna, la militarización y el militarismo son conceptos cada vez más importantes y comunes en la discusión pública mexicana. Luego de ver pasar la militarización frente a nuestros ojos e ignorarla largamente, por fin le estamos prestando la atención que merece.
Después de lustros de silencio y hasta complicidad —salvo honrosas excepciones— frente al empoderamiento de las Fuerzas Armadas y el debilitamiento del gobierno civil, hoy vemos estos fenómenos como grandes riesgos para la estabilidad de nuestra democracia y nuestra república, y como amenazas para nuestros derechos y nuestras libertades.
Normalmente, entendemos la militarización como la transferencia de tareas y responsabilidades públicas ajenas a la seguridad nacional del gobierno civil a las Fuerzas Armadas, o bien como la adopción de una lógica militar para la solución de problemas públicos o para la ejecución de programas de gobierno.
A su vez, en la discusión pública mexicana, se suele comprender el militarismo como la incidencia de las instituciones castrenses en la toma de decisiones gubernamentales, los debates legislativos y el juego político, en ámbitos más allá de la seguridad nacional.
No obstante, hay otras acepciones de militarismo que, a mi entender, empleamos poco en el debate público mexicano, pese a que resultan fundamentales para la vida pública nacional. De acuerdo con la brillante historiadora de la universidad de Oxford, Margaret MacMillan, el militarismo es el enaltecimiento de los militares como los miembros más admirables de la sociedad y la difusión de los valores castrenses —por ejemplo, la disciplina, la lealtad y la obediencia— entre la población civil.
Así pues, el militarismo, tal como lo entiende MacMillan, termina por menguar a la democracia, pues limita la deliberación pública, el pensamiento crítico, el pluralismo y la capacidad de diálogo. Eso está ocurriendo lenta y gradualmente en México.
Alguna vez empleé erróneamente la expresión “democratizar a las Fuerzas Armadas”, refiriéndome a la necesidad de insertar a los cuerpos castrenses en el sistema de pesos, contrapesos y rendición de cuentas que requiere cualquier régimen democrático para funcionar. Con cierta razón, un militar me recomendó no usar esa frase, puesto que los Ejércitos, en sí mismos, son jerárquicos, verticales y valoran especialmente el sentido de obediencia y disciplina.
En pocas palabras, por su naturaleza y sus responsabilidades —ante todo, salvaguardar la seguridad nacional—, las Fuerzas Armadas son instituciones sin democracia interna y con espacios muy acotados para los cuestionamientos, el debate y el análisis independiente. El problema para la democracia llega cuando estas características se fomentan en los ciudadanos y cuando se promueve la admiración a la lealtad y la disciplina de los militares en la sociedad.
En primer lugar, siguiendo a MacMillan, el antiintelectualismo caracteriza a las sociedades militaristas: si los ciudadanos admiran la obediencia, en automático repudiarán el pensamiento crítico y las ideas distintas a las convencionales.
En consecuencia, las sociedades militaristas son antipluralistas: si la cohesión, el espíritu de cuerpo y la unidad se enaltecen, es probable que la divergencia de opiniones se vea con recelo o, incluso, como amenaza.
Más aún, las sociedades militaristas se caracterizan por el nacionalismo exacerbado, pues la disposición castrense a defender la patria hasta las últimas consecuencias se observa como una actitud notable y aspiracional.
MacMillan no argumenta que el respeto de los ciudadanos de un país a sus Fuerzas Armadas represente una actitud antidemocrática. Eso sería descabellado. Más bien, arguye que, cuando el enaltecimiento público de las virtudes castrenses es desmedido, las sociedades tienden adquirir rasgos militares, lo cual disminuye la pluralidad y obstaculiza la deliberación.
En otras palabras, hay una línea delgada entre el respeto cívico al Ejército y la admiración social a sus valores y principios. Mientras que el primero no representa una amenaza para la democracia, la segunda contribuye a crear sociedades más homogéneas y sumisas.
Por tanto, resulta preocupante que el presidente López Obrador enaltezca al “pueblo uniformado” con tanta frecuencia y energía, y que agradezca continuamente la entrega y el compromiso del Ejército con su “cuarta transformación”. Es igualmente alarmante que el mandatario declare cotidianamente que las virtudes políticas que más valora son la lealtad y el acatamiento de instrucciones (incluso si éstas contravienen la ley).
En mi opinión, el rasgo autoritario más notorio del gobierno de López Obrador no radica en su carácter populista —pues, como dice Nadia Urbinati, el populismo se gesta en regímenes democráticos y, como arguye Pierre Rosanvallon, el populismo puede ampliar la democracia en ciertos casos—; reside, más bien, en su pulsión militarista.
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Nota del editor: Jacques Coste (Twitter: @jacquescoste94) es historiador y autor del libro ‘Derechos humanos y política en México: La reforma constitucional de 2011 en perspectiva histórica’, que se publicó en enero de 2022, bajo el sello editorial del Instituto Mora y Tirant Lo Blanch. También realiza actividades de consultoría en materia de análisis político. Las opiniones publicadas en esta columna pertenecen exclusivamente al autor.
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Fotografía: Politica expansion