Por: Daniel Seijo. Nueva Revolución. 16/06/2018
Suele decirse que todos poseemos un marcado instinto de supervivencia desde el preciso instante en el que nacemos, una especie de automatismo del que no podemos huir, un signo más fuerte que los demás, capaz incluso de dominar nuestro cuerpo en ese instante previo a la muerte y guiar a su vez gran parte de nuestra vida. Pero eso es lo que suele decirse, puede que en realidad parte de nosotros luchemos por otro tipo de supervivencia, una realidad que simplemente intenta evitar la lenta agonía diaria que parecemos buscar sin descanso.
Resulta curioso comprobar como mientras arrasamos nuestro entorno en busca de sensaciones artificiales de bienestar, esa necesidad de sobrevivir a toda costa nos sigue acompañando. Parecemos empeñados en ganarle segundos al reloj sin saber realmente si merecen la pena ser vividos. Desde pequeños heredamos un concepto de la vida que no debemos discutir si queremos encajar y ser tratados como uno más en este gran sistema que es la sociedad, un concepto que debemos cumplir a toda costa para no ser tratados como unos inadaptados a los que en el mejor de los casos la sociedad simplemente ignorará. Uno sabe que si se convierte en uno de esos perdedores, se quedará fuera del juego en donde se reparte el pastel y pasará a formar parte de una realidad diferente. Una realidad en la que encontrar el más mínimo halo de luz entre toda la oscuridad que nos rodea se convertirá en una lucha en si mismo por la supervivencia.
El miedo a caer en ese mundo nos lleva a aceptar la regla de esta sociedad: la competitividad en su significado más despiadado. La lucha por la supervivencia ya no es simplemente una lucha por la libre convivencia sin sobresaltos, no, ahora el egoísmo ha transformado esa lucha en algo más aciago.
Desde muy pequeños se intuye en nuestro entorno una imperiosa necesidad por convertirnos en el mejor en todos los aspectos posibles, una necesidad que nuestros propios padres nos inculcan al repetirnos constantemente sütras destinados a que interioricemos que somos los más guapos, los más listos y los mejores de entre todos nuestros amigos. ¿Y que si no somos los mejores en nada?, ¿Nos interesa realmente participar en una competición que no tiene sentido más allá de la mera huida de las necesidades ajenas?, ¿Vale realmente la pena pasarnos la vida intentando encajar en un marco que cada vez se estrecha más?
¿Realmente creéis que es la felicidad lo que buscamos tras cada nuevo billete que ganamos?, ¿Consideráis que sois libres para vivir vuestras vidas?
Me produce una infinita tristeza ver a jóvenes cuyo único interés desde muy pequeños es lograr alcanzar un estilo de éxito prefabricado en donde el último móvil, los amigos más populares o la pareja con el canon ideal de belleza parecen suponer tramites tan obvios como lo es el mero hecho de levantarnos cada mañana. Realmente muchos de nosotros no nos hemos parado nunca a preguntarnos si los pasos que estamos dando en nuestra vida nos hacen realmente felices, todo parece ir demasiado rápido, sin darnos tiempo para dudar o reflexionar sobre nuestras verdaderas metas, sobre nuestro entorno, ¿Realmente creéis que es la felicidad lo que buscamos tras cada nuevo billete que ganamos?, ¿Consideráis que sois libres para vivir vuestras vidas?, ¿Que el poseer y almacenar montañas de objetos a lo largo de vuestra vida os va a servir para no arrepentiros de nada durante ese último suspiro que a todos nos espera?
Crecemos víctimas de un instinto de supervivencia que nos aboca a intentar sobrevivir a toda costa, nos empeñamos en alcanzar la mayor cantidad de bienes posibles y el mayor existo para alcanzar el reconocimiento entre nuestros congéneres humanos, todo para poder alcanzar la felicidad, pero cuanto más avanzamos en esta espiral sin sentido, mayor es el sentimiento de soledad que nos invade en nuestros últimos suspiros.
Todo hasta que un día comprendamos que nos queda poco tiempo. En ese instante miraremos a nuestro alrededor y no encontraremos consuelo en ninguna de nuestras propiedades, serán los recuerdos de las caricias, los besos, las miradas…, será el recuerdo de ese primer te quiero y la enorme pegada inmaterial de nuestra vida, lo único capaz de hacernos ver que de todos los segundos que le hemos ganado al tiempo, tan sólo unos pocos habrán merecido la pena ser vividos.
Demasiados son los segundos que pierde el hombre embriagado en su racionalidad, olvidando de ese modo que como el resto de animales somos víctimas del fruto de nuestras pasiones. Meros títeres de una mirada, de un suspiro, de unos labios. Eternamente cruel es aquel que dotándonos de una capacidad única, nos permite perderla por tan poco.
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Fotografía: Nueva Revolución