Por: Raquel Gutiérrez. 24/09/2022
Hay experiencias que, a modo de cicatrices, a una se le quedan en el cuerpo para toda la vida. La
mayor parte de las veces tales marcas nos recuerdan heridas viejas; mantenemos hacia ellas una
relación mala, asociada a sensaciones de dolor o vergüenza y, con frecuencia, gastamos parte de
nuestra energía y nuestro tiempo en ocultarlas. El sutil disimulo u olvido selectivo de eventos que,
querámoslo o no, cargamos en nosotras/os como historia personal, a modo de coloridos u oscuros
estambres con los cuales seguimos tejiendo el vasto lienzo de nuestra existencia; suele inhibir o
dificultar una parte importante de nuestro propio crecimiento, del largo camino de aprendizaje y
maduración personales que, en última instancia, es cada vida singular.
Desandar el laberinto es, básicamente, un registro reflexionado de las marcas y heridas que yo tenía
en el cuerpo y en el alma —¡hace once años ya!— durante el verano austral de 1999. En aquella
época llevaba 20 meses fuera de la Cárcel de Mujeres de Obrajes y estaba en La Paz, Bolivia, en
medio de una profunda confusión vital. No sabía entonces lo decisivo que para mí sería este libro.
Por aquellos días trabajaba mucho para, entre otras cosas, organizar y consolidar el grupo Comuna,
que se proponía contribuir, desde el flanco intelectual, con la todavía más general disputa por
“conformar un sentido común de la disidencia”. Trabajaba con tres compañeros varones a quienes
quería mucho, y estaba casada con uno de ellos. Era mucho el empeño que poníamos cada uno de
nosotros para analizar y comprender los múltiples sucesos que comenzaban a hacer visible la ola de
dignidad y lucha que se levantaría vigorosa y enérgica poco tiempo después, a partir de 2000.
Sin embargo, en términos estrictamente íntimos, también me encontraba atravesada por un
persistente y viscoso malestar en mis relaciones más cercanas: tanto en la de pareja como en la que
se configuraba siendo yo la única mujer del inicial grupo organizador de Comuna. A mí un sinfín de
sucesos me resultaban extraños, molestos a veces; y si bien, en nuestra interacción, las asperezas y
eventuales incomodidades encontraban casi siempre pronta solución, tal cosa resultaba distinta
cuando salíamos al “espacio público”. En ese terreno no podíamos ni simular ni pretender
colectivamente que las diferencias y jerarquizaciones de género no existían. Ahí se nos imponían
con la abrumadora pesadez de la “naturalidad”, una y otra vez. Lo hablábamos, lo discutíamos y
reflexionábamos sistemáticamente, aunque era vivido de manera distinta en cada una de las
innumerables ocasiones en que acontecía: de una forma por mí, de otra por ellos. Yo lo sentía
intensamente como incomodidad, como presión social, como exigencia injusta, como confusión,
como irritación permanente.
LEER EL ARTÍCULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ