Por: Wilson Honório da Silva. LIT-CI. 24/09/2019
Cuando llegué a la facultad para dar clases, anoche, supe de la lamentable historia de un joven de 17 años (llamado E., por la prensa) que, al ser agarrado robando barras de chocolate, fue preso en un cuartito, humillado y brutalmente torturado en el supermercado Ricoy, en la zona sur de San Pablo.
Por una de aquellas coincidencias de la vida, la disciplina era Historia del África, y el tema era la relación entre el tráfico negrero y las ideologías racistas creadas para justificar la esclavitud, transformada en pieza clave para el proyecto de acumulación de capital por la burguesía, y el desarrollo del capitalismo en su primera etapa, el llamado mercantilismo.
No tenía cómo el asunto no salir a la luz en la sala de clase. Y el texto que sigue refleja un poco de esa conversación inicial que tuve con mis alumnos, ampliada por la rabia, la indignación y el profundo odio que se acumularon en mí después que, llegando a casa, me vi obligado a asistir a las escenas y leer los reportajes sobre este episodio de pura barbarie racista.
Ver los pocos segundos registrados en el video es de doler el estómago, principalmente por saber que aquello se extendió por 40 minutos. Un estallido violento y cruel de racismo que tuvo como palco un “mercadito” en uno de los barrios más empobrecidos de la periferia de San Pablo (Vila Joaniza, en la Ciudad Ademar), pero que refleja toda la perversidad de un sistema que surgió asentado en la criminal práctica de mercantilizar gente.
Crujidos de látigo, desesperación y llanto ahogado que hacen eco a siglos de “pelourinhos” y “chibatas”[1]. Escenas de tortura registradas por los propios verdugos con un placer sádico alimentado por la casi total garantía de impunidad en un país que, de la misma forma en que nunca reparó los crímenes de la esclavitud, jamás prestó cuenta con aquellos que, en las décadas recientes, transformaron la tortura en práctica cotidiana.
Deshumanización: la esencia del racismo
En la clase, la conversación comenzó cuando empecé a discutir cómo, en los años 1500, las bases de la ideología racista fueron creadas como justificación para las necesidades económicas de la ascendente burguesía, vinculadas no solo al uso de la mano de obra esclava en la explotación de las colonias, sino también de tráfico negrero, transformado, él mismo, en uno de los negocios más rentables de la historia de la humanidad.
Un proyecto de esclavitud completamente distinto de cualquier otro (sea en la antigüedad greco-romana o entre los indígenas americanos, asiáticos e, incluso, africanos) porque partía de un principio que se transformó en la esencia del tipo de racismo que se vuelve particularmente contra los descendientes de la diáspora negra: la permanente tentativa de deshumanización, cosificación, animalización, etc.
O, como decía Marx, de la “reificación”; la forma más radical de alienación (en el sentido de “separación”) del ser humano en relación con su propia humanidad y que se basa en la tentativa de “transformación de los seres humanos en seres semejantes a cosas, que no se comportan de forma humana, sino de acuerdo con las leyes del mundo de las cosas”, como fue definido por el Diccionario del Pensamiento Marxista (Tom Bottomore, 2001, p. 314).
Una tentativa hecha sobre medida para satisfacer el proyecto burgués. En Capitalismo y Esclavitud, el historiador marxista Eric Williams recuerda que la elección de negros y negras para ese proyecto no se dio, en principio, en función del color de nuestras pieles. Y, de hecho “la razón era económica, no racial”. Para los gananciosos ojos europeos, el África era una alternativa llena de “ventajas”, por ejemplo, la proximidad geográfica, la población vastísima, e incluso la existencia de sociedades que tenían excelente dominio de la metalurgia, centro del proyecto financiero mercantilista.
Así, para la burguesía, el África Negra surgió como la solución “mejor y más barata” para suministrar millones y millones de hombres y mujeres que pudiesen ser “transformados” simultáneamente en moneda (colocados en un circuito de compra, venta, alquiler, préstamos, etc.), herramienta (cuyo “desgaste” poco importaba, en tanto produjese al máximo), y objeto (pudiendo ser usados tanto para el trabajo como para placeres sádicos, abusos sexuales, entretenimiento o lo que sea que pasase por la cabeza de los señoritos).
Hombres, mujeres, niños, jóvenes o viejos que podrían ser tratados como cualquier cosa. Menos como gente. Y, por eso mismo, como también destacó Eric Williams, las ideologías racistas y los preconceptos asociados a ella comenzaron a ser creados alrededor de la descalificación de todo lo que aproximase a negros y negras al resto de la humanidad, sobre la base de la construcción de estereotipos sobre cosas como el “aspecto físico de los hombres, su cabello, su color y dentadura, sus características ‘subhumanas’ (…)”, etc.
Es por esto que, hasta hoy, todo en nosotros [negros] es “menos” o “no” humano. Nuestro cabello es de “bombril”[2]. Nuestra nariz, “de batata”. Nuestras mujeres son potrancas. Nuestros hombres, burros de carga. Y nuestras espaldas, lomos. Carne revestida de una piel negra que, a partir de entonces, es vista como señal de que el ser que la habita no es digno de ningún tipo de tratamiento humano.
E, incluso hasta por el momento en que vivimos, es preciso recordar que esta fue una enseñanza impuesta por la Iglesia Cristiana. Algo que no puede ser desconsiderado cuando nos vemos amenazados por un gobierno cuyo fundamentalismo religioso es heredero directo de los peores inquisidores medievales y de los mismos “doctores” que tuvieron la “gran idea” de usar un versículo bíblico para, a través de los púlpitos y la imposición doctrinaria, convencer al pueblo de que negros y negras eran todos “Canitas”, o sea, descendientes de Cam [Can], el hijo de Noé y, por lo tanto, destituidos de aquello que, en la concepción cristiana, hace de alguien un ser humano: el alma.
Para quien conoce la historia que hace parte de la mitología judaico-cristiana, según un versículo del Génesis, Cam habría sido maldecido por Dios después de haber ridiculizado a su padre, al verlo embriagado y desnudo. Para que fuese reconocido, Cam habría recibido una “marca”. En el siglo XVI, la Iglesia divulgó la idea de que esta marca sería la piel negra de los pueblos africanos que, consecuentemente, tendrían el mismo estatus de las “cosas y los animales” (igualmente desalmados).
En el supermercado, representantes de un poder minúsculo e ilusorio cuando comparado con el de aquellos que de hecho se benefician y lucran cotidianamente con el racismo, los dos guardias trataron al joven como un animal cuya vida no vale nada o muchísimo menos que el chocolate que originó la aprehensión, algo evidente en los gritos que pueden ser oídos entre un latigazo y otro. “Vas a tomar uno más. Nosotros te vamos a matar, pendejo. ¿Vas a volver? Sos corajudo (…) Si acaso dices algo para alguien, voy a matarte”.
La naturalización de la violencia
Repito, aquí, la misma pregunta que hice a mis alumnos después de contar esta historia: “¿Los guardias de seguridad habrían hecho lo que hicieron si el joven que hurtó chocolates fuese blanco?”. ¡No, con certeza! La furia sádica que ellos demostraron jamás sería “admisible” contra alguien visto mínimamente “igual” o de la misma especie.
Cosificación y animalización son puertas de entrada para la naturalización y la banalización de la violencia contra negros y negras. Algo, incluso, que la Iglesia (movida no por la fe del pueblo sino por sus intereses económicos y políticos con la colonización) también ayudó a justificar. Y de una forma particularmente hipócrita, al intentar asociar la sumisión a la violencia con la “reconquista del alma” o de la gracia divina perdida con Cam.
Uno de los mayores defensores de esta idea fue el famoso escritor y padre Antonio Vieira (1608-1697) para quien, “los negros fueron elegidos por Dios y hechos a semejanza de Cristo para salvar a la humanidad a través del sacrificio”, o sea que la esclavitud era “un estado de milagrosa felicidad, por medio de la cual el africano podía salvarse del infierno”.
Una tesis excéntrica pero muy perniciosa, que el padre desarrolló con todas las letras en su “Sermón 14”, pronunciado en 1633 a los esclavos de la Hermandad de los Negros de un ingenio: “En un ingenio sois imitadores de Cristo crucificado (…) porque padecéis en un modo muy semejante lo que el mismo Señor padeció en su cruz, y en toda su Pasión (…) Los hierros, las prisiones, los azotes, las llagas, los nombres afrentosos, de todo eso se compone vuestra imitación, que si fuera acompañada de paciencia, también tendrá merecimiento de martirio”.
En suma, para los poderosos de la época, negros y negras no deberían solo quedarse callados frente al sufrimiento, las humillaciones y la violencia. Deberían ser gratos. Y si es verdad que, por mayores estragos que las ideologías provoque, la “negrada”, temprano o tarde percibe que no nació para sufrir y que, mucho menos, merece ser golpeado por todo y todos, también es un hecho que, en todas partes, corre suelta una persistente naturalización de que las cosas son así mismo. Que nuestra carne no solo es la más barata del mercado, como también la “más buena” para golpear.
Con el correr de los siglos, esa idea no podía sostenerse solo en una ideología religiosa construida a través de un versículo bíblico e, inevitablemente, en la medida en que las formas de ser y los intereses del capitalismo fueron cambiando, también fueron creándose nuevas justificaciones para banalizar la violencia contra negros y negras.
En nuestra historia, una de las teorías que cumple un papel fundamental para enmascarar y, al mismo tiempo, contribuir para que episodios como el de Ricoy se repitan, es el mito de la democracia racial, sintetizado por Gilberto Freyre, particularmente en Casa Grande & Senzala (1933). No cabe aquí discutir los muchos aspectos del mito que, de forma ultra sintética, se basa en la tentativa sistemática de enmascarar y negar la existencia del racismo.
Pero, para entender hasta dónde se puede llegar para naturalizar escenas como la de Ricoy, basta recordar que, en la obra, Freyre hace un verdadero malabarismo intelectual, con distorsiones absurdas de las ideas psicoanalíticas que comenzaban a circular en la época, para intentar convencernos de cómo su tesis central (la casi inexistencia de conflictos raciales) puede ser aplicada en un país en que negros y negras fueron torturados diaria y sistemáticamente por casi 400 años.
Al final, ¿cómo explicar los pelourinhos, si, en las palabras del autor, “la sociedad brasileña es de todas las de América la que se construyó más armoniosamente en cuanto a las relaciones raciales, dentro de un ambiente de casi reciprocidad cultural” (p. 91)? ¿Cómo justificar los grilletes, los collares de clavos, las cadenas, los látigos, los miembros cortados, etc., si los portugueses trataban a los esclavos como “si fuesen agregados o personas de la familia”?
Incapaz de responder esto sobre la base de los hechos históricos o de forma mínimamente lógica, Freyre (al mejor estilo Bolsonaro y sus ministros) literalmente apeló, defendiendo, como fue sintetizado por Elide Rugai en un ensayo sobre el libro, que, en el Brasil, las relaciones señor/esclavo estuvieron “marcadas por el sadismo del primero y el masoquismo del segundo”.
El sadismo estaría en la raíz del “simple y puro gusto de mando, característico de todo brasileño nacido o criado en la Casa-grande del ingenio”, mientras el masoquismo de los oprimidos sería consecuencia del “gusto por la dominación”. Al final, “en lo íntimo, lo que el grueso de lo que puede llamarse ‘pueblo brasileño’ todavía goza es [de] la presión sobre él de un gobierno viril y valientemente autocrático”.
No tengo la menor duda de que Bolsonaro siquiera llegó cerca del libro de Freyre, pero no es preciso mucho para percibir cuánto su milicianismo[3] machista y autoritario se asemeja a las ideas del autor que, dígase de paso (y como prueba de las “vueltas” de la Historia), estaban completamente sintonizadas con las necesidades y perspectivas del represivo, autoritario y conservador Estado Nuevo de Getúlio Vargas[4].
El problema, no obstante, es que Bolsonaro es representante solo de aquellos que llevan los delirios reaccionarios de Freyre a los extremos del conservadurismo. La idea de que nacemos para que nos golpeen es de tal forma difundida que se manifiesta hasta en las situaciones más inusitadas.
Un ejemplo que siempre recuerdo ocurrió en junio de 2015, cuando el entonces técnico de la selección nacional, Dunga, en una entrevista dada en el Paraguay, prácticamente citó a Freyre para reclamar sobre el tratamiento que venía recibiendo de la prensa: “Todo lo que hacía era malo, entonces, yo hasta creo que soy afrodescendiente, de tanto que me pegaron y me gusta que me peguen. Los tipos te miran y te golpean”.
Por más absurda que sea la analogía saliendo de la boca de un sujeto como Dunga, el hecho es que la “negrada” sabe muy bien cuánto de verdad existe en ello. En la “perifa” [periferia] es así… “los tipos miran y golpean… No hay pregunta, “no tiene ‘pero’ ni ‘por qué’”. Es cachetazo en la cara. Es trompada en el estómago. Es caño en la boca.
Y cuando surge la oportunidad… es Ricoy, es Candelária, es Carandiru, es Eldorado dos Carajás, es el “boteco de la quebrada”, es Marielle[5], es la trans negra apuñalada, es el mendigo quemado, es el joven estrangulado en el Extra [hipermercado], es Claudia arrastrada por las calles como basura por un patrullero de la policía militar de Rio de Janeiro. Es un cuerpo más tirado en el piso y, de preferencia, dejado en plaza pública como ejemplo.
Porque, para el racista (así como para el lgbtfóbico y el machista) no es solo la golpiza o la brutalidad del asesinato lo que importa. La intensidad de la violencia también es fundamental. Es preciso, más allá de destrozar el cuerpo, herir la esencia del ser y no dejar dudas sobre quien “manda”. De la misma forma, es preciso exponer la masacre. Cosas que, dicho sea de paso, también son tan viejas cuanto las ideologías racistas, como comprueban dos testimonios de religiosos de la época colonial.
Uno de ellos, en 1758, defendía que “el primer hospedaje que les dan después de comprados (…) es mandarlos azotar rigurosamente, (…) inculcándoles, que solo ellos nacieron para competentemente dominar esclavos, y para ser por ellos temidos y respetados, (…) y para que desde el principio se hagan, y sean buenos”. Una lección que hacía eco de la dejada por el jesuita Jorge Benci, que, en 1700, cuando se presentaba como defensor de castigos moderados, pregonaba: “Haya azotes, haya cadenas y grilletes, todo a su tiempo y con regla y moderación de vida y veréis cómo en breve tiempo queda domada la rebeldía de los siervos; porque las prisiones y azotes (…) les abaten el orgullo y quiebran los bríos”.
Los latigazos como control social
Como ya fue discutido ampliamente por gente como Clóvis Moura y Frantz Fanon, la violencia contra negros y negras tiene que ser, siempre, “espectacular”. En el pelourinho. En medio de la plaza. Es siempre un acto de “terror” en la pura acepción de la palabra: tiene como objetivo causar miedo constante y generalizado a través del empleo sistemático de la violencia (física y/o psicológica).
Y en una historia como la nuestra, esa práctica siempre fue facilitada por el Estado, ora recubierta por una legalidad criminal; ora bendecida por la complicidad y la impunidad garantizadas por los propios gobernantes y sus instituciones. Como recordé ayer a mis alumnos, vivimos en un país donde, durante caso cuatro siglos, la tortura, la violación y la pena de muerte no solo eran “legales” como también recomendables en lo que se refiere a la gigantesca mayoría de la población.
Como tampoco hay cómo no oír el estallido de los cables eléctricos en la espalda del joven de Vila Joaniza y no sentir los ecos de las “chibatas” que (hasta que el Almirante Negro y sus marineros se rebelasen) comían, literalmente, el cuero de nuestro pueblo. En noviembre de 1910, el marinero negro Marcelino Rodrigues Menezes, el “Baiano” fue condenado a recibir 250 “chibatadas” [latigazos] por, supuestamente, haber llevado dos botellas de cachaça[6] para adentro del navío. Pasados 109, un puñado de chocolate sirvió como justificación para más decenas de azotes.
En ambos casos, estamos frente a un tipo especial de violencia. Algo que va más allá de la típica violencia del Estado capitalista, centrada en la defensa de la propiedad privada y el mantenimiento del monopolio de la burguesía en el poder. La violencia racista es destinada al control social, particularmente frente a la constante resistencia y la lucha incesante que, desde la época de los quilombos[7], han caracterizado la historia de negros y negras en el Brasil.
Es una violencia “preventiva” (y, por eso mismo, no justificada) que también busca destruir la identidad, la dignidad y los vínculos sociales como forma de exacerbar tanto la opresión como la explotación.
Una necesidad tan grande que, en el caso de Ricoy, fue lo que, al final de cuentas, permitió que el caso saliese a público. Al final, entre las muchas cosas absurdas en esta historia está el hecho de que el crimen ocurrió hace un mes. Y como circuló en todos los noticieros televisivos, el responsable de que el joven no haya hecho la denuncia es el temor a la represalia. Como también es evidente que la filtración del video fue obra de los propios verdugos o gente próxima a ellos, muy probablemente motivados no solo por la sensación de impunidad como también por la voluntad de mostrar lo que habían hecho.
Volver los cañones contra el látigo: derrotar el capitalismo
Sería difícil creer (si no hubiese tantos hechos y ejemplos que demuestran lo contrario) que alguien pueda ver las escenas del joven siendo brutalmente chicoteado, desnudo, con las manos amarradas y la boca amordazada, sin sentir la menor empatía por el joven y rebelarse contra el mundo que lo arrojó a las calles cuando tenía apenas 12 años, poniéndolo en una situación de tamaña vulnerabilidad que incluso hasta una barra de chocolate puede volverse cuestión de vida o muerte.
Pero, lamentablemente, incluso hasta por todo lo discutido arriba, sabemos que la cosas no son así. Y, antes de terminar, creo que no da para dejar en abierto la impresión de que lo que ocurrió en Ricoy es una expresión más, exclusiva, de la actual coyuntura, y una consecuencia directa de la Era Bolsonaro. Aquí, como en relación con tantos otros aspectos nefastos de nuestra realidad actual, no da para aplicar la apocalíptica y limitadísima lógica del “a.B/d.B”[8].
Es evidente que la llegada de Bolsonaro al poder y sus sistemáticas, furiosas y asquerosas manifestaciones de racismo, machismo, lgbtfobia, xenofobia, etnocentrismo, fundamentalismo y todo lo que hay de más opresivo y deshumano, ha servido como combustible para elevar a los extremos todas y cualesquiera formas de opresión y violencia.
También es obvio que canallas como los de Ricoy (propietarios incluidos) son cotidianamente estimulados por el carácter lumpen-miliciano de un gobierno donde las personas se saludan haciendo señales de porte de arma y actúan constantemente como una verdadera cuadrilla que ve, con cinismo descarado, su relación con el Estado como garantía de impunidad.
Todo esto es un hecho. Pero, no es en vano que tengamos que volver a los años 1500 para entender la profundidad y la gravedad de episodios como estos. El sumergirse en la Historia tiene una única razón: la constatación de que las cadenas, látigos y mordazas que caracterizan las prácticas racistas desde la esclavitud se confunden con las raíces de un sistema, de un modo de concebir el mundo: el capitalismo.
“No hay capitalismo sin racismo” no es un mantra inspirado en Malcolm X. Es el punto de partida para que se entienda que cualquiera que gobierne sin enfrentarse con este sistema estará mintiendo al decir que se enfrenta con el racismo o que tiene un proyecto para, de hecho, poner fin a la violencia racial.
Bolsonaro y su gobierno son particularmente odiosos y peligrosos, porque dicen abiertamente que no quieren hacer el mínimo esfuerzo para cambiar esta historia. Por el contrario. Son explícitos en la defensa de que la opresión tiene que ser aún más radical. Y sabemos que, hoy, no están solos en esto. Son parte de una extrema derecha mundial cuya pudrición es típica de momentos de profunda crisis económica, como la actual. Gente, desde Trump a sus similares en Europa o en el resto de las Américas, dispuesta a usar la opresión como mecanismo cotidiano para el aumento de la explotación y la tentativa de mantenimiento de las tasas de ganancia.
No obstante, si queremos realmente construir un proyecto de sociedad en que escenas como la de la Ciudad Ademar no se repitan, no podemos vender la ilusión de que “antes era TOTALMENTE diferente”. Algo que incluso los datos de la realidad no permiten afirmar. Y basta citar una fuente como ejemplo, el Atlas de la Violencia/2019, publicado por el Instituto de Pesquisa Económica Aplicada (IPEA) y el Foro Brasileño de Seguridad Pública.
Analizando los índices de homicidios entre 2007 y 2017 (o sea, desde mediados del segundo mandato de Lula hasta que el vice de Dilma, Michel Temer, asumió la presidencia), el Atlas constató que en la década investigada, en términos globales hubo un significativo aumento de cerca de 24% en las tasas de homicidios, pero, combinados con el factor racial, los números demuestran que la violencia continúa teniendo color. Y cada vez más.
Según el relevamiento, en 2017, 75,5% de las víctimas de homicidios fueron individuos negros (definidos como la suma de individuos pretos [negros] o pardos, según la clasificación del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE)), lo que significa que la tasa de homicidios por 100.000 negros fue de 43,1, al tiempo que la tasa de no negros (blancos, amarillos e indígenas) fue de 16,0. Resumiendo, en 2017, por cada individuo no negro que fue asesinado, aproximadamente 2,7 afrodescendientes fueron muertos.
En la década en cuestión, los índices son todavía más asustadores. Entre 2007 y 2017, la tasa de negros muertos violentamente creció 33,1%; la de no negros presentó un pequeño crecimiento de 3,3%.
Analizando específicamente el caso de las mujeres, el carácter epidémico de la violencia resultante de la combinación de racismo y machismo, también salta a la vista. Mientras durante la década analizada, la tasa de homicidios de mujeres no negras tuvo un crecimiento de 4,5%, entre las mujeres negras creció 29,9%. Como es destacado por el Atlas, “en números absolutos la diferencia es aún más brutal, ya que entre no negras el crecimiento es de 1,7% y entre mujeres negras, de 60,5%”, lo que es determinante para entender el porqué del “66% de todas las mujeres asesinadas en el país en 2017” (pp.37-38).
Rescatar estos números evidentemente no puede servir para cubrir de normalidad la actual situación. Sería absurdo e imposible, incluso hasta porque, no tenemos dudas, las próximas ediciones del Atlas, lamentablemente, indicarán saltos alarmantes en estos datos.
Sin embargo, ellos son importantes para recordar algo que nosotros, del PSTU, principalmente a través de las elaboraciones de los compañeros y las compañeras que actúan alrededor de los temas de las opresiones, hemos destacado hace tiempo: si es verdad que Bolsonaro es un agente directo del racismo, del machismo y de la LGBTfobia, también es un hecho que, al haber pregonado la “convivencia pacífica”, la conciliación de clases y gobernado con lo que peor que había de la burguesía hasta entonces (Maluf, Kátia Abreu, Kassab, Sarney’s, oligarcas del Nordeste, y banqueros, empresarios y latifundistas por todos los rincones), los gobiernos petistas engañaron al pueblo cuando dijeron que estaban combatiendo el racismo.
El mantenimiento y la ampliación del abismo en los datos que constatan el corte racial en lo que se refiere a la violencia son lamentables pruebas de que incluso las medidas compensatorias que incidieron de alguna forma positiva sobre la calidad de vida de la población, nunca fueron siquiera suficientes para sacar a la mayoría de ella del área de vulnerabilidad social que alimenta la violencia y expone a millones a la muerte.
Sin podar el mal por la raíz, sin hacer que el capitalismo pague la deuda que tiene para con la humanidad, no solo es imposible garantizar calidad de vida para los sectores históricamente marginados. Es imposible garantizar siquiera que ellos vivan.
Recordar esto no tiene que ver solamente con acertar las cuentas con el pasado. La barbarie arrojada en nuestras caras por el video que muestra la sesión de tortura, grita por posturas concretas y acciones urgentes en el presente.
Y esto, innegablemente, ahora, significa unir todas las fuerzas en el repudio al episodio, en la exigencia de justicia (incluso con la punición de los propietarios del mercado que, ahora, de forma irritantemente hipócrita, fingen que nunca supieron de la historia), y en el combate a un gobierno que estimula de forma odiosa el aumento de la opresión.
Y, en este sentido, es importante, desde ya, contribuir para la construcción del Acto contra el racismo y la tortura, que está siendo convocado por la “Red de Protección y Resistencia Contra el Genocidio”, para el sábado 7 de setiembre, a las 12 horas, frente al mercado Ricoy, en la Avenida Yerbant Kissajikian, 1918, Vila Joaniza.
Pero no podemos parar por ahí. La única forma de poner un punto final a este tipo de historia es la destrucción del sistema que lanzó sus raíces, las naturalizó, y hasta hoy las utiliza para garantizar sus beneficios y regalías. Y para hacer esto, el pasado reciente lo comprueba, no hay atajo reformista o soluciones “acordadas” y “negociadas” con la burguesía.
La mención de la “Revolta da Chibata” [Revuelta del Látigo][9] no puede limitarse a los castigos impuestos. Es preciso recordar también el camino encontrado por los marineros para poner fin a ellos: tomar todos los barcos de la marina de guerra brasileña, volver los cañones para la capital del país, y mandar bombas. Tan simple como eso. Y el resultado podría haber sido mucho mejor si, en aquel momento, ellos hubiesen conseguido unificar a los demás sectores de los trabajadores y la población alrededor de sus banderas.
Más que nunca, socialismo o barbarie se contraponen como los únicos dos caminos planteados a la humanidad. E impedir que la barbarie que corre suelta desde la Ciudad Ademar hasta la Amazonia tome cuenta de todo es una lucha difícil. No somos ingenuos.
Sin embargo, estamos entre aquellos que creen que esta es una lucha que podemos vencer. Y, para la cual, ningún esfuerzo, sacrificio, obstáculo o dificultad puede ser comparado, siquiera por un segundo, con el sufrimiento enfrentado por el joven en el Ricoy, y todos(as) los demás que, cotidianamente, enfrentan situaciones iguales o peores en todo el mundo, y tampoco con los millones de nuestros antepasados y ancestros que también sufrieron en la punta del látigo.
Y por eso es que decimos que en defensa de la juventud negra y contra las manifestaciones de racismo, nuestra lucha será siempre de “raza y clase”. Será siempre una lucha por la revolución socialista.
Notas:
[1] Los “pelourinhos” eran columnas de piedra o de madera con agujeros para la cabeza y las manos, donde las negras y los negros esclavizados eran castigados con centenas de “chibatadas”, latigazos, cuando supuestamente no cumplían o se rebelaban contra las órdenes de sus «señores», ndt.
[2] Bombril [buen brillo] es una empresa brasileña del sector de higiene y limpieza doméstica, cuyo principal producto es una lana-ovillo de acero que es utilizada como producto de limpieza particularmente de ollas, ndt.
[3] En el contexto de la criminalidad brasileña, milicia designa un modus operandi de organizaciones criminales que poseen control armado y se mantienen con recursos financieros provenientes de la extorsión a la población, a la que, a cambio de protección, distribución de gas, conexiones clandestinas de TV, etc. le cobran tasas hasta semanales. Muchos milicianos son habitantes de las comunidades y cuentan con el respaldo de políticos y dirigentes locales. Diversos políticos son notorios milicianos o tienen profundas ligazones con esos grupos paramilitares, ndt.
[4] Getúlio Vargas (1882-1954). Fue dos veces presidente del Brasil, líder de la revolución de 1930 que puso fin a la República Vieja, depuso al presidente Washington Luís e impidió la posesión de Júlio Prestes. Gobernó entre 1930 y 1945; y entre 1937 y 1945 lo hizo tras un golpe de estado del que surgió el Estado Nuevo. El según período en la presidencia fue de 1951 a 1954, cuando se suicidó, ndt.
[5] La “chacina da Candelária” [masacre de la Candelaria] ocurrió en 1993, en las proximidades de la Iglesia de la Candelaria, en el centro de Rio de Janeiro, cuando milicianos atacaron y mataron a ocho personas, la mayoría adolescentes, que dormían en la calle.
Carandiru era una “Casa de Detención” en San Pablo, que en 1992 fue intervenida por la Policía Militar del Estado, que, para contener una rebelión de detenidos, produjo la muerte de 111 personas.
La masacre de Eldorado do Carajás se produjo en 1996, en el municipio homónimo, en el sur de Pará, tras el accionar de la policía del Estado contra 19 personas del Movimiento Sin-Tierra (trabajadores rurales).
El “boteco da quebrada” [bar de la periferia] en Belém, Pará, es en el que se produjo una masacre que dejó 11 muertos tras la invasión de siete personas que entraron en el lugar. Cuando la policía llegó los criminales ya habían huido. Se denominan así los bares de barrios pobres, en las laderas de los cerros, en las curvas de los caminos de sierra, etc., donde se juntan pobladores para beber y conversar.
El asesinato de Marielle Franco, concejal del PSOL en Rio de Janeiro, tuvo lugar en marzo de 2018, cuando un automóvil emparejó con el suyo y disparó varios tiros, acabando también con la vida de su chofer, Anderson Gomes, ndt.
[6] Cachaça es un aguardiente de caña de azúcar producido en el Brasil, de manera artesanal, por alambique u otras modalidades, que constituye la bebida por excelencia de muchos brasileños, ndt.
[7] Quilombos son los refugios donde se escondían los esclavos negros que huían de las haciendas, o los que eran liberados. Aún existen muchas de esas comunidades en el Brasil, y sus habitantes son llamados “quilombolas”, ndt.
[8] a.B/d.B, método de lógica simple del punteo de guitarra u otros instrumentos musicales, ndt.
[9] La “Revolta da Chibata” tuvo lugar en noviembre de 1910 como un motín naval en Rio de Janeiro, como resultado del uso del látigo para castigar a los marineros de origen afro-brasileños y mulatos por parte de los oficiales navales blancos, ndt.
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Fotografía: Sin prominas