Por: Democracia Abierta. 27/05/2021
Después de 16 días de paro dos cosas quedan claras: A Iván Duque se le fue el país de las manos y es imposible ignorar la ruptura social por más tiempo
En Latinoamérica el fútbol es rey. Poco, si acaso nada, une al pueblo del Sur como el culto a ese deporte en el que 11 jugadores definen la vida en 90 minutos. El 12 de mayo, sin embargo, esa historia cambió. En medio de las protestas que vive Colombia, se jugó el partido de la Copa Libertadores entre el Junior (equipo colombiano) versus el River Plate (equipo argentino). A los dos minutos de haber comenzado el partido, Leonardo Ponzio, mediocampista de River, se detuvo con el balón en la mitad de la cancha y oyó, como todos los presentes, una explosión seguida por una ráfaga de disparos. Minutos después, los gases lacrimógenos invadieron el campo de juego hasta tal punto que el partido se interrumpió. La misma historia se repitió la noche del 13 de mayo cuando el América de Cali se enfrentó al Atlético Mineiro, equipo braisleño. El partido tuvo que ser parado seis veces e incluso fue suspendido una vez porque los jugadores tuvieron que abandonar la cancha por la filtración de gases lacrimógenos en el estadio; gases que la Policía estallaba afuera del estadio, contra los manifestantes.
Los barranquilleros, habitantes de la ciudad donde se jugaron los partidos, no se quedaron quietos: salieron a manifestar su descontento frente al autismo de un partido que no se debió haber jugado ante la situación de emergencia social y política que atraviesa el país.
Este episodio es una metáfora elocuente de lo que pasa hoy en Colombia: mientras la ciudadanía pide salud, educación, protección y equidad, sus dirigentes permanecen impasibles, jugando su propio partido de fútbol a sus espaldas.
Este episodio es una metáfora elocuente de lo que pasa hoy en Colombia: mientras la ciudadanía pide salud, educación, protección y equidad, sus dirigentes permanecen impasibles, jugando su propio partido de fútbol a sus espaldas.
Desde que democraciaAbierta reportó lo que pasaba en Colombia hace una semana, las cosas no han mejorado. Los enfrentamientos entre los civiles, que marchan y la fuerza pública, no paran. Y el Gobierno sigue siendo incapaz de encontrar la forma de acabar con el Paro.
Durante el fin de semana las ciudades siguieron protestando, especialmente Cali. El domingo, La Minga, guardia indígena del Cauca acostumbra a hacer presencia en las ciudades en señal de apoyo a las marchas, fue acusada de haber sido violenta con civiles. En horas de la noche, salieron a la luz a través de redes sociales, videos en los que se veía cómo civiles de Cali se bajaban de camionetas y carros con las placas tapadas y comenzaban a dispararle a miembros de La Minga y al menos 10 indígenas resultaron heridos de bala.
La Minga se despide de Cali.
Esto, como sumo, debe prender alarmas del gobierno y de los organismos internacionales que velan por los derechos humanos, ya que es un acto de paramilitarismo inaceptable.
Ese mismo día, después de los hechos narrados, Noticias Caracol, uno de los dos noticieros más grandes del país, contó la noticia con el título “ciudadanos e indígenas se enfrentan”, división que no tiene sentido ya que, aunque las etnias indígenas tienen sus propias leyes y viven en territorios aislados de las ciudades, sus miembros hacen parte de la ciudadanía colombiana.
Distinguir entre ciudadanos e indígenas sólo enfatiza la estigmatización y el racismo que han sufrido los pueblos indígenas desde siempre. Asimismo, el presidente Iván Duque les dijo que se devolvieran a sus resguardos, ya que no aseguraba poder protegerlos, y el presidente del partido Conservador, Omar Yepes Alzate, trinó que las organizaciones indígenas salían de su “hábitat natural” a perturbar la calma ciudadana. Estas posiciones ponen en evidencia hasta qué punto el racismo estructural está presente en Colombia.
La agresión recibida por La Minga incendió el sentir de los manifestantes, que reaccionaron manteniéndose en las calles las 24 horas, a pesar de ser conscientes de que es durante la noche cuando la violencia represiva se recrudece. La insensibilidad de las autoridades y de los sectores más reaccionarios en Cali ejemplifican hasta qué punto la situación en el país está fracturada.

Pero, ¿cuáles son las razones profundas?, ¿Por qué persisten las marchas? ¿Por qué tanta indignación? Más allá de la reforma tributaria, que actuó como detonante, los colombianos denuncian un problema estructural. Tanto la clase política hegemónica como los medios de comunicación tradicionales basan su discurso en una narrativa que reza que el pueblo es violento y que cualquier tipo de protesta tiene por objetivo el vandalismo, la violencia y la destrucción. Colombia ha sido, por años, un país de vacíos, empezando por su modelo económico. En palabras de la profesora de Filosofía de la Universidad de los Andes, Laura Quintana, en entrevista con democraciaAbierta, “Aunque es una economía que tuvo mucha estabilidad internacional, fue generadora de grandes deudas con la población, porque los programas económicos redujeron el Estado a un instrumento que podía asegurar estabilidad a la inversión extranjera, pero que precarizaron mucho más a la gente.”
El grito que hoy retumba en las calles es la expresión de una crisis social y política que se explica, al menos en parte, por los siguientes motivos:
Primero, el agotamiento de un modelo de desarrollo extractivista fallido, preponderante en los últimos 30 años y muy lesivo para las clases populares y el medioambiente.
Segundo, la falta de voluntad política para la ejecución efectiva por parte del gobierno actual del Acuerdo de Paz, que trajo un atisbo de esperanza para los distintos actores de la guerra, pero que solo ha traído más frustración, violencia, frustración y desengaño.
Tercero, la agudización de la pobreza y el desempleo, sin que hayan existido verdaderas políticas sociales capaces de hacerles frente.
Cuarto, la ineptitud gubernamental para manejar la pandemia, la corrupción, las formas de protesta social de los jóvenes, y al tratar de imponer unilateralmente reformas agresivas que solo precarizan la situación de los colombianos, ya muy golpeados por la Covid-19.
Y quinto, las élites económicas, políticas y militares no han entendido que buena parte de la ciudadanía ya no está dispuesta a soportar cualquier cosa y ha decidido salir a defender sus derechos.
Y quinto, las élites económicas, políticas y militares no han entendido que buena parte de la ciudadanía ya no está dispuesta a soportar cualquier cosa y ha decidido salir a defender sus derechos. Así se ha visto en toda la región y ya se hizo evidente durante las protestas que recorrieron Latinoamérica en 2019, lideradas por Chile, en donde los ciudadanos pedían apoyo social, el fin de la impunidad y de la corrupción política, soluciones ambientales, y soluciones a la inequidad rampante que azota la región.

La crisis colombiana pone en una situación muy difícil al presidente Iván Duque.Su figura es hoy, para muchos colombianos, el símbolo de la incapacidad, la desconfianza hacia las instituciones, la crisis de representatividad y, en suma, encarna los fracasos de un gobierno que se erigió sobre un presidente sin experiencia en cargos públicos, seleccionado por las élites económicas y políticas, específicamente el uribismo, como instrumento para dar continuidad al corporativismo, al extractivismo y, en suma, al autoritarismo que hemos visto en su reacción violenta y militarizada a las protestas.
Parece evidente la debilidad com la que arranca su fórmula de diálogo con el Comité del Paro. Ojalá fructifique, pero debería empezar por no seguir priorizando a la fuerza pública por encima de los colombianos. Para que el diálogo sea efectivo deberían intervenir organismos de verificación internacionales y entidades territoriales que logren frenar un balance estremecedor que hoy sigue enlutando el país. Solo una acción decidida en contra de la violencia en todos los frentes será capaz de hacer avanzar Colombia.
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Fotografía: Open democracy