Por: Luna Miguel. 08/07/2021
Luna Miguel
Escritora y editora. Su último libro es Poesía masculina (La Bella Varsovia)
¿Asistimos a un proceso de infantilización cultural? La ansiedad por llegar a nuevos públicos está llevando a empresas e instituciones a participar en redes sociales como Tik Tok. ¿Se banalizan? Responden César Antonio Molina y Luna Miguel
¡La culpa es de [inserte nombre de red social]!
Hacer pequeña la cultura es tener tanto miedo de “lo que viene” que no seamos capaces de apreciar “lo que ya está”.
Hacer pequeña la cultura es apropiarse de luchas sociales, de banderas de arcoíris, o de cánticos de artistas que antaño sudaron tinta y sangre combatiendo precisamente a las ideologías rastreras y colonizadoras que hoy intentan seducirnos.
Hacer pequeña la cultura es que una de las escritoras jóvenes más interesantes de toda España sufra una crisis de ansiedad por el acoso machista que recibe a diario en Twitter. Del mismo modo, hacer pequeña la cultura es que el mejor escritor vivo de toda España tenga que reducirse a rellenar páginas semanales con sandeces antifeministas o sobre debates que acontecieron una vez en una red social cuyo nombre, probablemente, ni siquiera sepa pronunciar.
Hacer pequeña la cultura es no conceder becas, ni ayudas, ni tan solo espacios de visibilidad en la agenda mediática a los creadores. Hacer pequeña la cultura es la maldita cuota de autónomos.
Hacer pequeña la cultura es tener explotado a un ejército de becarios. Hacer pequeña la cultura es no pagar adelantos. Hacer pequeña la cultura es no pagar royalties. Hacer pequeña la cultura es no pagar con monedas, sino con esas cosas tan fascinantes del “prestigio”, de la “visibilidad”, o del “esto será bueno para tu CV”.
Hacer pequeña la cultura es medirla por el termómetro del algoritmo, en vez de por la capacidad de su contenido para emocionar, debatir, fulminar, revolver o iluminar el mundo
Hacer pequeña la cultura es invitar a las poetas, a las artistas o a las cineastas sólo a debatir a mesas redondas sobre el papel de las poetas, las artistas y las cineastas. Hacer pequeña la cultura es no promover la diversidad de la misma. Hacer pequeña la cultura es utilizar el discurso de una escritora joven y precaria para vomitar nuestras angustias o nuestras envidias. Hacer pequeña la cultura es culpar de todo a la generación que viene. Hacer pequeña a la cultura es culpar de todo a la generación que nos precede.
Hacer pequeña la cultura es no saber apreciar ni lo de antes, ni lo de ahora, ni lo de mañana, pero repetir consignas que disparan contra lo de mañana, lo de ahora o lo de antes.
Hacer pequeña la cultura es ser un puto envidioso. Hacer pequeña la cultura es plagiar. Hacer pequeña la cultura es entrevistar a un artista sin haberte leído su libro, o visto su obra, o escuchado su disco. Hacer pequeña la cultura es que los creadores sólo puedan llegar a fin de mes si se abren un Patreon.
Hacer pequeña la cultura es exigir a los artistas que tengan muchos seguidores en redes sociales. Hacer pequeña la cultura es medirla por el termómetro del algoritmo, en vez de por la capacidad de su contenido para emocionar, debatir, fulminar, revolver o iluminar al mundo.
Hacer pequeña la cultura es pensar que la cultura no es política, que la cultura no moldea a nuestras sociedades, o que la cultura sólo puede ser alta o baja, grande o pequeña, como si la convivencia de lenguajes, de experiencias y de dificultades en ella no fuera precisamente el rasgo que definió siempre la viabilidad de su existencia.
César Antonio Molina
Escritor. Autor de ¡Qué bello será vivir sin cultura! (Destino)
Del Homo sapiens al Homo pantalicus
Hace más de medio siglo, la escuela de Frankfurt fue la primera que se refirió a la reproducibilidad de las obras de arte destinadas a un mercado de mayor consumo. Dos de los santos mayores de esta orden, Adorno y Horkheimer ya nos advirtieron de los males de la cultura masificada, aunque ni remotamente fueron capaces de imaginar los extremos sin retorno a los que llegaríamos. Aquellas voces de alarma se han convertido hoy en una gran amenaza y, cada vez más, la cultura revolucionaria de creación que se siente ajena al mercado está devorada inmisericorde por la cultura industrial, menos exigente, más accesible, menos elitista, más divertida, placentera, evasiva y conformista con todos los públicos a los que les proporciona evasión, entretenimiento y distracción vacía.
La cultura revolucionaria de creación que se siente ajena al mercado está devorada por la cultura menos exigente, más accesible, menos elitista, más divertida, evasiva y conformista
En una civilización así, ¿qué queda de los ideales humanistas sobre los que se levantó la cultura occidental? ¿En qué mundo estamos ya y cuál es aún el que se avecina? ¿Qué clase de ser humano producirá esta nueva “civilización”? El Homo sapiens se está transformando en el Homo pantalicus, absorbido por las pantallas de la televisión y los ordenadores, así como por los teléfonos móviles. El mundo ya solo existe por las imágenes que aparecen en estos dispositivos. El filósofo italiano Giorgio Agamben habla de dos nuevas clases sociales: los seres vivos (el ser humano) y los dispositivos, una especie de redes que sirven para capturar a los primeros y tiranizarlos. El ordenador, la televisión o el teléfono móvil tienen la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivientes. De la cultura como saber y conocimiento hemos pasado a la cultura como ocio y divertimento estéril. Todo ya es mercado. Bueno o malo ya da lo mismo pues el filtro de la crítica y la selección ya es considerado como algo antidemocrático. Un libro vendido, una obra artística, una obra teatral o musical, aunque sea una expresión extraordinaria del genio humano, si no se le saca un rendimiento económico, carece de futuro. Un comprador, un cliente, equivale a un votante. Todo se subasta, incluso esa invención estúpida de la reciente obra maestra envuelta en un círculo o en un cuadrado vacío.
Y como de casi todo, la culpa proviene de la mala educación, tanto en la familia como en las instituciones docentes. El filósofo francés André Comte-Sponville criticó lo que se denomina como aburrimiento en las escuelas. Se refiere al error de querer establecer una pedagogía sobre la base del placer o la diversión. Un profesor, según él, y yo lo comparto como docente universitario que fui, ni puede ni debe rivalizar con la televisión, el fútbol o los videojuegos. No se trata de divertir a los alumnos, sino de instruirlos, la obligación del profesor; y la de aprender, la obligación del alumno. Un maestro no está ahí para satisfacer una espera, sino para suscitar una atención. No para crear un deseo, sino para guiar una voluntad. No para seducir, sino para instruir. Pero para qué preocuparnos si los algoritmos y los robots lo van a arreglar todo. Todo lo que de humano quede confinado en el mundo.
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Fotografía: El cultura