Por: Claudio VÉLIZ. 25/02/2022
“Soy un marxista seducido por la insurgencia indígena”. Así suele definirse Álvaro García Linera. Ocurre que estando en México, se topó con la estela de las rebeliones campesinas de Guatemala y El Salvador, y con el impacto de la revolución nicaragüense. Su deseo de estudiar matemáticas lo había conducido hasta la más prestigiosa universidad mexicana, tras una estadía en su Cochabamba natal y más tarde en la ciudad de La Paz. Desde muy joven se sintió atraído por la magia ancestral del mundo indígena, y soñó con ver a un presidente indio en su país.
Le atraía la impronta de una comunidad que hablaba aymara (y no español), que se identificaba con personajes heroicos absolutamente ajenos a la tradición de los sectores medios urbanos, que recuperaba herencias extrañas a los linajes de Occidente, y que, por sobre todas las cosas, despertaba el odio y el pavor de las recelosas minorías blancas aferradas a los resortes del poder. Y sin embargo, García Linera rechaza, enfáticamente, las miradas idealizadoras de “lo indígena”, impugna la construcción de un indianismo de “postal”, de un “onegeísmo indigenista” que se baña en el agua bendita de un marxismo caritativo e incapaz de ver al otro como un igual. En esta particular visión del indio caracterizada por la marginalidad y la subalternidad, el odio racial de la sociedad pigmentocrática se amalgamaba con el elitismo culposo de la izquierda intelectual, con las pretensiones seudoizquierdistas de una “pureza originaria” no contaminada por la racionalidad occidental.
Este transitado lugar común del “pseudoizquierdismo de cafetín”1 solo alcanzaba a ver en el indio a un condenado de la tierra, al subalterno despojado hasta de su propia voz; y de este modo, invisibilizaba al indígena clasemediero, al ingeniero, al comerciante, al transportista, al académico que pudo formarse en las universidades públicas bolivianas gracias a las transformaciones operadas por esa anómala revolución democrática y plebeya del siglo XXI.
Linera fue tramando una trabajosa comprensión de la sociedad boliviana al calor de su propia experiencia comunitaria, y esta particular forjadura le permitió leer el presente como la exigencia de conjugar diversas narrativas revolucionarias, de fundir marxismo e indianismo, “forma valor y comunidad” (el título de una obra escrita, íntegramente, durante sus años de encierro forzoso). En Bolivia (o bien, en América Latina) –suele decir–, para ser marxista es necesario ser indigenista, y justamente por ello, decide integrar las filas del movimiento Túpac Katari, una adhesión que pagó con la cárcel.
La prisión, esa extraña ciudad en miniatura, también constituyó un auténtico laboratorio que le permitió observar a la humanidad desde un microscopio, entender el laberíntico entramado de las relaciones humanas, apreciar tanto las miserias recurrentes como los heroísmos cotidianos. La cárcel se convirtió en una verdadera bisagra en su vida: allí aprendió a “bailar con el tiempo”, a descubrir sus quiebres, sus rupturas, sus avisos de fuego, sus chispazos mesiánicos; allí logró concebir, paciente y laboriosamente, una particular mirada de la temporalidad.
En este contexto, un ingenuo radicalismo antiestatalista no haría más que contribuir a una dispersión muy peligrosa, a un éxodo lindante con el desamparo que lejos de alentar la potencia de la multitud, no haría más que acicatear las violencias corporativas. Y precisamente por ello, para pensar la actualidad de las políticas emancipatorias en/desde Nuestra América, tanto los aportes teóricos como las decisiones prácticas de una gestión de gobierno que García Linera comparte con el presidente boliviano Evo Morales, constituyen una fuente de inspiración inagotable.

García Linera es, sin duda alguna, un pensador de la tensión y la complejidad, de la traducción y los matices, de las mixturas y las herencias, de eso que Jacques Derrida solía denominar “la lógica de la contaminación”. Ha logrado leer la teoría marxista con el comunitarismo boliviano, el mundo obrero con la comunidad indígena, la asociación de los productores libres e iguales con los bienes comunes de las tradiciones ancestrales. El sugestivo hallazgo intelectual de las “tensiones creativas” consistió menos en el resultado de una obstinada investigación académica que en el corolario de una apasionada gestión gubernamental. Una tarea para la cual fue preciso asumir la infinita complejidad de una organización social concebida como Estado Plurinacional. En esta Inédita formación socio-cultural, las ambiciones autonómicas de los movimientos sociales, indígenas y campesinos necesitan convivir (una vez más) con (y no a distancia de) el amparo de un aparato estatal destinado a proteger, garantizar y ampliar los derechos conquistados.
En este contexto, un ingenuo radicalismo antiestatalista no haría más que contribuir a una dispersión muy peligrosa, a un éxodo lindante con el desamparo que lejos de alentar la potencia de la multitud, no haría más que acicatear las violencias corporativas. Y precisamente por ello, para pensar la actualidad de las políticas emancipatorias en/desde Nuestra América, tanto los aportes teóricos como las decisiones prácticas de una gestión de gobierno que García Linera comparte con el presidente boliviano Evo Morales, constituyen una fuente de inspiración inagotable.
Notas1 Nombre de la conferencia ofrecida en el II Encuentro Latinoamericano Progresista (ELAP): “Democracias en revolución por la soberanía y la justicia social”, Quito, 29 de setiembre de 2015.
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Fotografía: Redalyc