Por: Luis Armando González. 27/04/2025
“Tienes que leer a Mario Vargas Llosa”, me dijo Raúl Villafuerte. Y añadió, con ese estilo enfático y rebuscado que lo caracterizaba: “la narrativa de Vargas Llosa es extraordinaria; te voy a prestar uno de sus libros, La casa verde”. Y en efecto, pocos días después, Raúl puso en mis manos esta obra de Vargas Llosa, misma que leí con la avidez de un lector impaciente y primerizo que se adentra en un mundo irreal y real, en el cual –como me lo aclaré leyendo más y más al novelista peruano— de lo que se trata es de una construcción literaria en la que las mentiras se hacen pasar por verdades.
Este mi primer encuentro con la narrativa de Vargas Llosa –utilizo aquí esa expresión tan querida por mi profesor y amigo de aquellos años— se dio en un contexto singular para El Salvador y para mí en el plano personal. Sobre lo primero, eran los inicios de 1980, es decir, unos momentos políticamente densos (en los que la violencia y la tragedia iban de la mano con un optimismo esperanzado acerca del futuro) para el país. Unos meses después –el 24 de marzo— sería asesinado Monseñor Óscar Arnulfo Romero[1] y a finales de ese mismo año las distintas agrupaciones de la izquierda armada se prepararían para su “ofensiva general” de 1981, con la cual daría inicio formal la guerra civil salvadoreña.
Sobre lo segundo, a los 18 años –esa era mi edad a la muerte de Monseñor Romero— estaba ansioso de conocer y ser parte del universo político que se desplegaba ante mis ojos. Tal como lo descubrí entonces, la literatura era una puerta de entrada –una de las más enriquecedoras y liberadoras— al mundo de la política. No para acomodarse o ser complacientes con el poder, sino para desafiarlo y cobrar conciencia de su vulgaridad, endeblez, mezquindad y aberraciones. Las novelas de Vargas Llosa fueron una de las puertas a través de las cuales, joven e ingenuo, me asomé a una realidad política dura y violenta como la que se configuraba desde finales de la década de los años setenta en El Salvador.
Naturalmente que en esos años turbulentos no sólo estuvo a mi lado Vargas Llosa; también estuvieron, entre otros, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Mario Benedetti, Pablo Neruda, Roque Dalton, Fiódor Dostoyevski y León Tolstói. Pero, de entre todos ellos, un lugar preminente siempre lo tuvo –y nunca dejó de tenerlo— Mario Vargas Llosa. Y así, en lo inmediato en aquellos inicios de los ochenta, a La casa verde siguió la lectura de La ciudad y los perros, Los jefes y Los cachorros. Un par de años después, mi amigo y compañero de bachillerato Eugenio González me regaló Conversación en la catedral, La tía Julia y el escribidor y Pantaleón y las visitadoras. Eran tiempos de limitaciones económicas para mí, así que los libros regalados eran, nunca mejor dicho, “un regalo del cielo”. Por cierto, creo recordar que fue Félix Montano –amigo de siempre— quien me obsequió Los jefes, Los cachorros y La ciudad y los perros.
En fin, en los años y décadas siguientes, no dejé de leer –con especial preferencia— las novelas de Vargas Llosa. Obviamente, no voy a hacer aquí una anotación de ellas; y si mencioné a las anteriores es por la razón siguiente: en distintos ambientes he visto incubarse la idea de que Vargas Llosa era un intelectual derechista que, como tal, sólo era (y es) leído por personas de derecha. Pues eso, sencillamente, no es cierto en cuanto a sus novelas y también –así lo creo— a sus ensayos de crítica cultural y de teoría literaria. En mi caso, y no fui el único, las novelas de Vargas Llosa a las me referí fueron un incentivo para una crítica del poder decantada hacia la izquierda.
Y lo anterior, por supuesto, con independencia de las intenciones del autor peruano o de otras interpretaciones de su obra. Mi juicio es el de un simple lector que expresa la forma particular en la que Vargas Llosa se hizo presente en su vida. Por cierto, viene a cuento aquí un comentario del P. Ignacio Ellacuría[2] sobre Vargas Llosa. En algún momento de mediados de los años ochenta, en una de sus clases de filosofía, el P. Ellacuría, con La guerra del fin del mundo en sus manos[3], comentó que Vargas Llosa era en sus novelas un escritor revolucionario y en sus opiniones políticas y económicas un escritor conservador. Pienso que, como en otras muchas ocasiones, Ellacuría fue certero en su valoración. No sé si leyó los ensayos de crítica cultural de Vargas Llosa y, si lo hizo, cuál fue su opinión al respecto.
En lo que a mi concierne, los textos económicos y políticos (partidarios) de Vargas Llosa son irrelevantes. He leído uno que otro y he pasado de largo. En cuanto a sus ensayos (buena parte de ellos publicados en columnas periodísticas), me parece un autor ejemplar con su liberalismo crítico, su amplia (y abierta) visión cultural y la fineza con la que interpretó el papel del novelista y entendió el carácter de la novela. Vargas Llosa se ganó mi respeto más profundo con dos ensayos magistrales, uno sobre Juan Carlos Onetti (El Viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti. Madrid, Alfaguara, 2008), un autor verdaderamente grande en lo literario y lo humano; y el otro sobre Víctor Hugo y Los Miserables (La tentación de lo imposible. Víctor Hugo y Los miserables).
En lo que se refiere a su novelística[4], ¿qué puedo decir? Desde aquella primera novela suya que leí en aquel ya lejano 1980, no he dejado de disfrutar y sorprenderme con cada novela posterior que he leído. Creo que Vargas Llosa siempre trató de superarse a sí mismo, lo cual se tradujo en una innovación permanente en su estilo de escritura y en la estructura y las temáticas narrativas. De ahí que, para mí, cada lectura de una sus novelas –de las que he leído hasta ahora— haya supuesto una incursión en un mundo desconocido, lleno de sorpresas (agradables, tristes, amargas, deprimentes, joviales) a tenor de la vida, peripecias, aventuras y desventuras de los personajes ficticios-verdaderos de sus relatos.
He vivido las ficciones de Vargas Llosa como si fueran reales sabiendo que son ficciones. He tomado distancia de las miserias del mundo real, siendo partícipe de las vilezas y las virtudes de los habitantes de esa otra realidad que es la novela. En esa otra realidad, he visto de cerca a la muerte, he seducido a mi madrastra, he sido utópico y cínico, valiente y mendaz. He sido tentado por lo imposible y he querido ser como Pantaleón con sus visitadoras. O sea, he vivido en la verdad de las mentiras, y con ello creo que me he convertido en un ser humano menos miope acerca de la complejidad de la vida humana.
Que descanse en paz Mario Vargas Llosa. Que su particular viaje a la ficción no deje ser también nuestro propio viaje.
San Salvador, 22 de abril de 2025
[1] Ahora es San Oscar Arnulfo Romero, pero prefiero seguirlo llamando “Monseñor”, dado que es así como dejó su huella en la historia salvadoreña.
[2] Jesuita asesinado en 1989 por fuerzas militares salvadoreñas. Era profesor de filosofía y rector de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas. Junto con él, fueron asesinados 5 jesuitas más y dos colaboradoras suyas.
[3] Un libro de Vargas Llosa ciertamente complejo.
[4] Dejo de lado sus cuentos y sus escritos dramáticos, que hacen parte de su obra, pero con un peso menor respecto de sus novelas.
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Fotografía: política prosa