Por: Peter Sloterdijk. 05/10/2022
Señoras y señores,
el curso de la exposición nos ha llevado a una encrucijada de la que salen tres caminos. El primero nos conduce directamente a la salida, porque se podría pensar que estamos objetivamente en la meta y que hemos sacado del tema todo lo que se puede conseguir de él bajo las premisas actuales
Si eligiéramos ese camino podría cerrar el acta y darles las gracias en este mismo instante por su atención. Tomaríamos el segundo camino si siguiera un consejo de Max Bense, quien recomendaba que en medio de la reflexión abstracta se recurriera insistentemente a personalidades concretas de pensadores con el fin de «transformar esa apenas confesada inhumanidad del espíritu en una bella inmediatez». En ese caso esta conferencia debería terminar con el estudio de algunos ejemplos del entorno local: un plan del que por motivos fácilmente comprensibles desisto. Por último, caso de emprender el tercer camino, tendríamos la ocasión de llevar hasta el final la gran narración comenzada; y esto es lo que quiero hacer con la brevedad requerida. […]
Quiero referirme por última vez a la dramática imagen del angelocidio para describir qué destino preparó la modernidad cognitiva al monstruo sagrado de la antigua teoría del conocimiento, al muerto aparente retirado de la vida en pro del conocimiento.

Diez conjurados se unen, diez puñales se desenvainan para el gran ataque y, aunque no todas las puñaladas se asesten al mismo tiempo, sí se juntan en un efecto común. Renuncio a relatar escénicamente cómo se abatió al ángel de la teoría por los peldaños de la academia, pero permítanme al menos, señoras y señores, recorrer a toda prisa la serie de los agresores. Dado que hasta ahora no ha aparecido ningún Marco Antonio que estuviera dispuesto a pronunciar el discurso fúnebre en honor de la excelsa víctima de la conjuración epistemológica, alguien tiene que comenzar intentando llenar ese vacío. Pero dado que no quiero estimular ni al pueblo de Roma ni al de Tubinga a la venganza frente a los conjurados, sino que más bien solicito la comprensión para los motivos de los asesinos, sin denegar el respeto a la víctima —y sin hacer un juicio sobre su capacidad de resurrección—, me conformo con presentar la lista de los agresores y con insinuar sus motivos.
EN PRIMER LUGAR hay que mencionar el reimplante de la teoría en la praxis, que en Alemania se relaciona sobre todo con los impulsos provenientes de los neohegelianos. En ese viraje se anuncia una situación meteorológica general en la que se revoca el distanciamiento de más de dos mil años del bíos theoretikós. Se podría decir también con suave understatement: comienza el segundo experimento democrático, en tanto que la democracia, como se ha insinuado antes, sólo es otro nombre para significar la priorización de la vida práctica y política frente a cualquier otro proyecto de existencia. En ella, consecuentemente, las magníficas ficciones de la vida contemplativa se degradan a formatos modestos.
La gran palabra democracia señala la prioridad del common sense frente al pensar heroico: establece el prius de la solidaridad frente a los ideales de grandeza individual, anuncia la preeminencia del bienestar común frente a los intereses de felicidad de individuos prepotentes. Como representante de otros muchos pensadores de esa tendencia puede citarse el nombre de Karl Marx. Aunque puede que se trate sólo de un testigo dudoso a favor del interés por la democracia, no puede dudarse de su papel de precursor en la supeditación de la vida teórica a la práctica. Con su obra se relaciona la irrupción fatal de lo real en la esfera de la teoría. Fatal este giro, sobre todo, porque Marx interpretó la esencia de lo real no sólo como producción material, sino también como lucha por la apropiación de los productos, por consiguiente como lucha de clases perenne (hasta la victoria final de los productores), con el resultado de que todo pensar se vio forzado desde entonces a tomar postura en los frentes en cada caso actuales de la lucha más larga.
Resulta innecesario mostrar en detalle por qué no pudo haber otro reajuste más radical de la cultura de la racionalidad de la vieja Europa que el giro militante que para el historiador de las ideas va unido al principio fundamental del marxismo: donde había contemplación ha de haber ahora movilización. Con la introducción previa a la revolución de marzo de 1848 del militantismo y su apriori de guerra civil en la filosofía, comienza la catástrofe perenne de la teoría ya no pura.
EN SEGUNDO LUGAR, cito el alejamiento del pensar moderno de las ficciones del soberanismo epistémico. Aquí hay que mencionar antes que a nadie a Friedrich Nietzsche, cuyos impulsos teóricos desembocan en una crítica de la razón perspectivista. En sus aportaciones a la crítica de la razón Nietzsche suministró nada menos que la prueba de que todo conocimiento es de carácter local y de que ningún observador humano consigue una imitación tan perfecta del ojo divino como para trascender realmente el emplazamiento propio. Por eso el consejo de la nueva crítica del conocimiento es no salirse nunca más de la propia piel, haciendo honor al fantasma de una sabiduría suprapersonal, sino introducirse completamente en ella para agotar hasta el final la oportunidad cognitiva que conlleva la perspectiva incontestable de una existencia singular. Resulta innecesario explicar cómo debido a ello la ciencia se acerca a la bella literatura y la teoría se transforma en confesión; sin que se pueda decidir de antemano sobre la prioridad de lo uno o de lo otro.
EN TERCER LUGAR quiero abordar un ataque estrechamente emparentado con los dos anteriores: lo llamo la infiltración del principio clásico de «apatía» por el pensar partidista. Como representante de toda una armada de intelectuales que rindieron homenaje al principio del «partidismo» citaré aquí a Georg Lukács. Entre los pensadores del siglo XX le corresponde un rango tan sobresaliente como problemático, por cuanto tras su conversión al marxismo intentó hacer del principio de «conciencia de clase» el apriori de todas las actividades intelectuales moralmente aceptables. Con ello no sólo contribuyó lo suyo a bombardear la academia paleoeuropea con la categoría combativa de «ciencia burguesa», con cuya ayuda podía difamarse cualquier forma no marxista de configuración de teoría acusándola de complicidad con «lo dado», sino que, como apologeta de la política exterminadora de Lenin y Stalin, Lukács también tomó parte en la glorificación de la «violencia revolucionaria» en la Unión Soviética (cuyas víctimas alcanzan magnitudes de entre 25 y 40 millones de vidas humanas). Hizo todo lo necesario por desacreditar el pacifismo lógico, sin el que, como he insinuado antes, la heterotopía de la esfera académica —y su reflejo en el pacifismo civil de la república de los sabios— no habría podido existir. Desde este punto de vista, el humanista y clasicista Lukács, que con frecuencia fue tratado como un outsider por los organismos oficiales comunistas, es la figura clave, trágica y larvada, y por eso no expuesta a crítica directa la mayoría de las veces, del fascismo intelectual de izquierdas del siglo XX: el fascismo transvasado a la teoría, efectivamente, se basa sin excepción en la sobreelevación de la lucha a última instancia de realidad, igual da que se utilice la jerga de la derecha de lucha de razas o la de la izquierda de lucha de clases.
EN CUARTO LUGAR coloco la subversión de la cultura occidental de la racionalidad por el análisis fenomenológico, que asentaba toda teoría sobre el fundamento preteórico del «estado de ánimo». A este respecto hay que recordar sobre todo a Martin Heidegger. Este pensador pertenece inequívocamente al movimiento que salió de los tres atentados anteriormente citados contra la teoría pura. Cuando se achaca a Heidegger regularmente su proximidad transitoria a la «revolución nacionalsocialista» de 1933, tales recriminaciones sólo pueden valorarse de forma correcta si se las encaja en el contexto de la retirada del nuevo pensar de las tradiciones de la racionalidad contemplativa, a la que Heidegger, arrepentido, quiso retornar tras su caída. Su caso resulta instructivo sobre los peligros de la militancia que llevó a numerosos pensadores de la modernidad a querer convertirse en órganos de la «revolución», de la «historia» o del «acontecimiento». Mientras no contemos con una crítica profundamente aguda de la razón «encajada», incluso análisis tan minuciosos como los del innegable pecado original de Heidegger se quedan en un valor limitado. Habitualmente delatan más sobre la condición de los acusadores que sobre los motivos del acusado.
EN QUINTO LUGAR mencionaré la conmoción que en la creencia en el conocimiento desinteresado de las ciencias naturales modernas ocasionaron especialmente los acontecimientos de Hiroshima y Nagasaki. Con esos dos apocalipsis nucleares de agosto de 1945, la hasta entonces indiscutida disciplina reina de las ciencias naturales, la Física, perdió definitivamente su inocencia y se vio relegada de nuevo al disturbio de las luchas de titanes. Las consecuencias de eso las sacó sobre todo el físico-filósofo (implicado en el desarrollo fallido de la «bomba alemana») Carl Friedrich von Weizsäcker al acuñar la fórmula «ciencia y responsabilidad», imprescindible ya para todo futuro. Con ello no sólo formuló una máxima ético-cognoscitiva para las ciencias naturales en la civilización técnica, sino que puso también las bases de una tarea inagotable del pensamiento: la de redefinir la configuración de esoterismo científico y exoterismo político.
EN SEXTO LUGAR cito la voladura del pensar sistemático filosófico y de la cosmovisión científico-natural por el existencialismo. También este suceso remite a la primera mitad del siglo XIX: su escena primordial sucedió cuando Kierkegaard objetó contra Hegel que en la construcción de su sistema había olvidado al individuo realmente existente. Este punto de partida llegó a su culmen en torno a la mitad del siglo XX, cuando, bajo el estímulo de las fenomenologías de Husserl y Heidegger, Jean-Paul Sartre expuso su carismática doctrina de la existencia comprometida, que pertenece al complejo de las infiltraciones de la razón contemplativa por actitudes militantes, con la diferencia específica de que los comprometidos al modo de Sartre no invocan un mandato de la «historia» o de la «revolución», sino que se apoyan exclusivamente en una elección existencial abismática. Como es sabido, Sartre (antes de venderse a sí mismo de rebajas, deliberada y pelotilleramente, a la sociología marxista) interpretó la esencia del ser humano como un excedente de negatividad que se hace valer en un permanente despegue de lo fáctico y acostumbrado. La metáfora teatral del «compromiso» delata cómo, en el siglo XX, incluso una doctrina profunda de la libertad humana pudo ser utilizada para colaborar en la destrucción de la contemplación.
EN SEPTIMO LUGAR cito la infiltración del trajín discursivo académico por la sociología del saber, que desenmascaró la apariencia de teoría objetiva, demostrando la estricta vinculación de todos los discursos habituales con los patrones académicos de éxito y los juegos de lenguaje de las mayorías en el poder. Max Scheler fue el primero que ya a comienzos del siglo XX extrajo de estos análisis un resumen impresionante, al poner de manifiesto en sus estudios sobre sociología del saber la ligazón insuperable de los conocimientos a los intereses. De este modo, los tres tipos fundamentales de saber distinguidos por él: saber de formación, saber de salvación, saber de dominio, se corresponden con los tres grandes complejos, antropológicamente deducibles, de intereses en la formación, la salvación y el dominio. Con la palabra aparentemente inocua de «interés» —desde el siglo XVII un seudónimo civil de las pasiones— se consumó la catástrofe de la teoría pura. Forzó incluso a las formas más sublimes del conocimiento al reingreso en el escenario de la vida que toma postura. Mencionemos de paso dos conceptos y citemos dos nombres que siguen estando en boca de todos los académicos: la teoría de paradigmas de Thomas S. Kuhn y la teoría del discurso de Michel Foucault. No queda claro por el momento cómo hay que interpretar estas prospecciones, si como etnologías imparciales del campo teórico o como exposiciones críticas del conformismo discursivo.
EN OCTAVO LUGAR tomemos en consideración los intentos del feminismo de desenmascarar todas las ordenaciones discursivas que se han desarrollado hasta ahora como fabricaciones de una masculinidad dominante. De pronto se hizo evidente lo bien que desde siempre se las arregló lo masculino para hacerse pasar, también en el ámbito de la búsqueda de conocimiento, como personificación de lo humano. La infiltración de las ficciones de una ciencia hipotéticamente asexuada, de hecho casi exclusivamente masculina, por la investigación de los genders se remonta a los comienzos del movimiento de liberación de la mujer, aunque sólo en los años setenta del siglo XX llega hasta el punto de proclamar una epistemología feminista explícita. La tesis de la determinación genética del comportamiento epistemológico va acompañada por regla general de la alusión a su subestimada determinación corporal. La materialidad de lo corporal, a su vez, parece que depende siempre de manifestaciones de poder específicamente culturales. Baste aquí remitir al nombre de Judith Butler y a su influyente estudio Bodies That Matter (1993).
EN NOVENO LUGAR cito la refutación que de la apatía en la teoría lleva a cabo la neurología contemporánea, que ha aportado recientemente la prueba de que las conexiones entre lógica y emotividad están ancladas en las estructuras cerebrales humanas más profundamente de lo que consigue captar cualquier autoobservación por despierta que sea. Así, también los resultados de esta disciplina desembocan en la exigencia de dar carpetazo al sueño de una teoría apático-noética pura. En este punto hay que remitir ante todo a António R. Damásio, que con sus estudios sobre la organización de la conciencia humana y animal no sólo ha desenmascarado como insostenible el dualismo «cartesiano» de razón y sentimiento, sino que ha puesto de relieve asimismo el papel clave del sentimiento en todos los procesos cognitivos.
EN DÉCIMO y último lugar coloco la superación del mito del aislamiento del cognoscente en la investigación científica reciente. En este caso el nombre relevante es el de Bruno Latour, que es a la vez el artífice de la exigencia teórico-políticamente subversiva de la reinclusión de los expertos. Desde ahora, éstos ya no pueden presentarse como embajadores externos procedentes del mundo de las ideas, ya no son los emisarios de potencias ontológicas extranjeras como los átomos, las estrellas o los cuerpos platónicos, ni pueden ya apelar a su misión de representar un saber exterior en una sociedad de ignorantes. Más bien han de entenderse en el futuro como coproductores de conocimientos que se elaboran en las sociedades del saber y circulan en parlamentos diversos[72]. Como la técnica, también el saber científico hay que comprenderlo como «prolongación de las relaciones sociales con otros medios[73]». ¿He de explicar por qué el décimo puñal duele especialmente a la víctima ya abatida? Una vez más, el ser humano teórico levanta fugazmente la mirada y dice al último agresor, abrumado por un asombro perplejo: «¿También tú, mi Bruto?».
Partiendo de una sinopsis así en diez puñales, podría componerse una crítica de la razón teórica que sustituyera las propuestas hechas hasta ahora de redescripción de los campos científicos de los modernos. Algunas propuestas, no sin interés al respecto, presentó Pierre Bourdieu en sus estudios sobre la sociología del homo academicus, que quiso que se entendieran como una Crítica de la razón escolástica[74]. En mi opinión esos ensayos, por muy estimulantes que sean, no están realmente conseguidos porque permanecen en los límites de un sociologismo anticuado[75]. No obstante, se aprende de ellos en qué medida el escenario contemporáneo de la teoría, sobre todo el francés, que el autor conoció bien, se parece a una feria de las vanidades. Muestran cuán profundamente lo humano, demasiado humano, sobre todo la lucha por el prestigio y la preeminencia, marcan el comportamiento de la clase dedicada a la teoría. Bourdieu demostró claramente un darwinismo específicamente científico, en el que rige la ley de la supervivencia de lo más mediocre. Desveló además un hobbesianismo correspondiente, según el cual el teórico es un lobo para el teórico. Donde Bourdieu fija con más exactitud la mirada, ofrece una seria sátira de las costumbres del mundo académico. A veces se acerca tanto a la materia que las instituciones del saber, que consideradas a una distancia mayor parecen firmemente ensambladas, se descomponen en un mosaico vibrante de pequeñas batallas discursivas. […]
-Peter Sloterdijk, Muerte aparente en el pensar.
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Fotografía: Fundación filosófica.