Por: Luis Armando González. 23/05/2023
Por mucho que se hable de una “revolución digital”, a partir de la cual las “realidades virtuales” van a marcar (o, según los más optimistas están marcando ya) la pauta de la totalidad de las prácticas humanas, los individuos de carne y hueso –o sea, las personas reales, no virtuales— siguen necesitando cosas materiales (no virtuales) para vivir. Por su parte, los gobiernos, aunque proclamen haber instalado a sus sociedades en un “metaverso”, continúan por doquier atrapados en las garras de lo dinosáuricamente material en sus apuestas, proyectos y ambiciones. Y no hay nada más anclado en la materialidad que las apuestas modernizadoras que, llegadas a sus primeras citas –en distintas naciones— en el siglo XX, siguen igual de lozanas en este primer cuarto del siglo XXI.
Como se sabe, modernización significa planificar y ejecutar acciones para ponerse en la ruta de la modernidad. Por supuesto que la modernidad –esa etapa histórica de Occidente que sigue al Renacimiento, en la que fraguan el capitalismo industrial, la democracia liberal, las filosofías de la subjetividad, el individualismo, los derechos civiles y políticos, y la ciencia moderna— no fue planificada ni ejecutada por ningún gobernante en particular, sino que fue el resultado de decisiones, acciones y elaboraciones intelectuales —como las surgidas durante la reforma protestante y la Ilustración— de la más variada procedencia y sin un plan que las armonizara y diera sentido sobre el camino a seguir.
Con la modernización sucede justamente lo contrario: los modernizadores del siglo XX pretendían, con un plan en mano, tener una hoja de ruta para, precisamente, modernizar a sus sociedades, ya sea avanzando paso a paso hacia ella o bien alcanzándola en un corto tiempo y de una buena vez. Esta segunda opción fue la seguida por el estalinismo en la ex URSS; la primera fue del gusto de distintos gobiernos latinoamericanos, especialmente de los que se inspiraron en el ideario modernizador de la CEPAL cuando era regentada por Raúl Prébisch. Se podrá decir lo que se quiera sobre “lo nunca visto” como característica del presente, pero eso no aplica a las apuestas modernizadoras, que siguen hasta el día de hoy por cauces “tradicionales”.
Y esas apuestas, ahora como en pasado, tienen un costo material (entre otros, costos energéticos, medioambientales y humanos). Algunos de esos costos se pueden traducir en costos financieros; otros, como los humanos o ambientales es sumamente difícil, e incluso inhumano, calcularlos. Dicho de una manera directa, y sólo fijándose en lo financiero, modernizar cuesta dinero, y los avances o logros en modernización están condicionados fuertemente por los recursos financieros disponibles en un momento determinado.
¿Y la modernidad tuvo costos? Por supuesto que sí; y no sólo financieros o medioambientales, sino también humanos, tal como lo ponen de manifiesto la colonización y la esclavitud. En la misma línea, proyectos modernizadores ambiciosos como el estalinista –que buscaban alcanzar, “quemando etapas”, una modernidad industrial— tuvieron un impacto terrorífico para quienes lo vivieron.
Como se anotó, en América Latina, gracias al influjo cepalino, las ambiciones modernizadoras adquirieron, a mediados del siglo XX, un cariz progresivo, es decir, de avance gradual y ordenado en la planificación y realización de los proyectos y obras que irían concretando la modernización. Industrialización, cultura ciudadana, democracia y urbanización se convirtieron en los ejes dinamizadores del cambio económico, cultural, social y político promovido por la CEPAL y que distintos gobiernos asumieron en mayor o menor medida.
Lo que daba por supuesto era que: a) modernizar era una aspiración legítima, b) que la modernización tenía varios componentes que debían integrarse, c) que la modernización debía planificarse –no podían hacerse a tientas y a locas—, d) que cada Estado debía ser protagonista-rector en la modernización nacional y e) que se tenían que asegurar los recursos financieros suficientes para propiciar que los ejes arriba mencionados se hicieran realidad desde la infraestructura (presas hidroeléctricas, carreteras, puertos, tendido eléctrico, viviendas urbanas), las instituciones y las normas democráticas, la educación y la participación política.
De tal suerte que, para modernizar, además de una planificación adecuada basada en una filosofía de la modernización a la que se aspiraba, se requería una suficiente cantidad de recursos financieros –y obviamente también medioambientales— para: a) planificar la modernización, b) elaborar los proyectos para las obras modernizantes, c) ejecutar-realizar esos proyectos y c) cuidar y reparar las obras construidas o edificadas, a modo de evitar su deterioro y que, con el mismo, no pudieran ensamblarse con otros proyectos y obras.
¿De cuántos recursos financieros se trató en aquellos esfuerzos modernizadores nacionales? Naturalmente, de los que cada Estado pudo conseguir en un momento determinado, ya fuera desde la riqueza propia de la nación o desde préstamos o inversión extranjera. Esto condicionó sus sueños y empeños modernizadores, haciéndolos aterrizar en la realidad dura y cruda de los recursos financieros disponibles. Cualquier proyecto, por grandioso que fuera al momento de ser anunciado, no pudo menos que verse constreñido, para peor o para mejor, por las capacidades financieras realmente existentes.
Eso sigue siendo así también en el presente, por más que en el imaginario de muchas personas lo financiero sea algo prescindible en las fórmulas modernizadoras que se implementan por doquier. Pero eso es imposible: no hay cena gratis. Si el factor financiero (para elaborar los proyectos, para ejecutarlos y para, una vez ejecutados, cuidar de ellos) se saca de la fórmula lo más probable es que las obras modernizantes no se ejecuten, o se ejecuten mal o, una vez ejecutadas, se deterioren por falta de mantenimiento y cuido. Obras gigantescas de infraestructura –“faraónicas”, se dice en México— no integradas con otras que las complementen, y no sólo de infraestructura, sino sociales, culturales e institucionales-políticas— no suelen modernizar en el sentido de acercar a las naciones a la modernidad; más bien, las desarticulan, con la creación de polos de desigualdad extremos, y generan deterioros ambientales que pueden convertirse en irreversibles.
En fin, modernizar cuesta dinero. Lo mismo que cuestan dinero los pasteles de cumpleaños o los mariachis en las fiestas de quince años. Alguien tiene que pagar por ello; y si no hay quien pague, no habrá ni pastel ni mariachi, por más que los organizadores de la fiesta o los festejados así lo deseen. De aquí que cuando alguien, desde la esfera pública, ofrece realizar una obra majestuosa que será la envidia de propios y extraños las preguntas de rigor son, aunque feas y recalcitrantes, ¿cuánto costará y quién la pagará? ¿Qué se dejará de hacer si se invierte lo que se tiene, especialmente si es poco, en esto o en lo otro? ¿Si la apuesta es por un conjunto de obras, ¿cómo se articulan esas obras entre sí? ¿Cómo redundará esta obra, u otra, en un mayor bienestar social y una mayor justicia? Con las respuestas que se obtengan para estas u otras preguntas –o incluso si no se obtiene ninguna—, cada cual tiene la libertad de llegar a la conclusión que desee. San Salvador,
Fotografía: https://news.un.org/es/story/2022/04/1507862