Por: Tinta Limón Ediciones. LOBO SUELTO. 20/10/2020
A un año de la revuelta, publicamos una serie de entrevistas que realizamos en los meses posteriores al estallido en Chile. En esta primera entrega, la conversación con Vitrina Dystópica. Fotografías de Paulo Slachevsky.
El domingo 6 de octubre de 2019 entra en vigencia un nuevo aumento en las tarifas del Metro, en Santiago, el cuarto en menos de dos años. El “panel de expertos” que regula el precio del transporte público en la ciudad decide que a partir de ese día debían pagarse 30 pesos más para viajar. La medida genera fastidio en una población mayormente abrumada por el alto costo de la vida y cansada de los abusos.
La semana comienza con una convocatoria a concentrarse en algunas estaciones del metro para “evadir” los torniquetes y viajar sin pagar. La convocatoria la hace vía Instagram un grupo de estudiantes secundarios de uno de los colegios “emblemáticos” de la ciudad. En esos colegios la tensión era tal que los Carabineros dormían en sus techos.
En ese marco, el partido oficialista agudiza la represión y presenta un proyecto para sancionar penalmente a quienes evadan el transporte público. El miércoles 16, Clemente Pérez, ex presidente del Directorio de Metro durante el primer gobierno de Michelle Bachelet, dice en horario central a un canal de noticias: “Cabros, esto no prendió. No se han ganado el apoyo de la población”. Pero el descontento se viraliza y las evasiones se propaga: cada día se suman más personas.
El viernes, al grito de “Evadir, no pagar, otra forma de luchar”, cientos de estudiantes secundarios se autoconvocan en las bocas del metro, entran corriendo, en banda, de a cientos, y saltan los molinetes. Cantan, bailan, pintan las paredes de las estaciones y hasta queman algún vagón. El Gobierno invoca la Ley del Seguridad del Estado y anuncia severas sanciones contra quienes resulten responsables del ataque al metro. El descontento sale a la superficie.
Ese viernes 18 de octubre el transporte se suspende a las tres de la tarde y las personas que salen de trabajar deben volver a sus casas caminando. La ciudad está paralizada y, a la vez, se respira un aire de alivio. “No me importa tener que caminar para volver”, dice una mujer cuando descubre que el subte está cerrado. Otras y otros deciden quedarse en las calles a protestar. Y esa misma noche estalla la revuelta.
Suenan cacerolas, se toman las calles y las plazas, se montan barricadas, se atacan supermercados, centros comerciales, bancos y farmacias, todos identificados con abusos y estafas recientemente difundidos por la prensa. Se incendian, también, veinte estaciones de metro, una docena de buses y el edificio de ENEL, la empresa prestadora de servicios eléctrico.
El estallido se expande a lo largo de todo el territorio chileno. En Santiago, la ex Plaza Italia –ahora llamada Plaza de la Dignidad–, un lugar simbólico en la historia de las luchas sociales, se convierte en el epicentro de la protesta. El sólido neoliberalismo chileno se resquebraja: Chile despertó, dicen los propios chilenos. ¿Qué es lo que sucede? ¿Cómo se llegó hasta acá?
Una serie de respuestas, inspiradas y provisorias, las encontramos conversando con el colectivo Vitrina Dystópica. De las razones de los malestares a la genealogía de un movimiento recortado sobre una generación insubordinada: la generación del pinguinazo. La subjetividad antipolicíaca y el estar en bandas son marcas indelebles de esta fuerza de octubre. A continuación, las ideas más destacadas de ese encuentro.
Octubre estalla
(las luchas se transversalizan)
Chile reventó en octubre, ya no se aguantaba más. Fue una revuelta contra el saqueo organizado por los empresarios, contra un modo de vida insoportable, contra el “masoquismo del mérito” y la presión de ser reconocido, contra la violencia policial y contra todo un entramado político-institucional que en nuestro país es especialmente cruel. Hay mil motivos.
En Chile hay una privatización total de la vida. Hay un sistema masivo de endeudamiento. Los bancos y financieras, cada uno, te ofrece su tarjeta de crédito, las farmacias tienen su tarjeta, los supermercados tienen otra. ¡Sólo falta que las botillerías te den su propia tarjeta! Hay miles de líneas de endeudamiento y una flexibilidad muy grande. Y ante este problema, la única respuesta es más endeudamiento, una forma cada vez más fácil de hipotecarnos. Entonces cuando nos dimos cuenta de que no había respuesta posible, sucedió lo que está pasando ahora: todo estalla y se vuelve visible la lucha contra la privatización total.
De fondo, siempre está la idea de Chile como el “jaguar de Latinoamérica”, de que tenemos un modo de vida diferente al resto del continente. Está la figura, también, de la “barrera natural” que nos separa del resto de Latinoamérica, la Cordillera, un “cordón higiénico” de los pesares de la Argentina. “Somos distintos”, “estamos mucho más ligados a Europa”. Hay un deseo muy fuerte de ser blanco. Pero hace rato que todo eso se empezó a ir a la mierda.
La revuelta es, también, contra la corrupción. En los últimos cinco años hubo muchos casos en los que las policías y las fuerzas armadas aparecían robándose fondos públicos. Hubo casos de corrupción en el gobierno, sobre todo grandes transnacionales que estafan al Estado con muchísimo dinero y quedan impunes. Casos de colusión como el de los productores de pollos o el del papel higiénico. Pero, sobre todo, la sensación de que para los empresarios no hay ley, no hay penas. A lo sumo, los mandan a tomar clases de ética como ha quedado de manifiesto últimamente. Es muy indignante, porque es la impunidad total. Al mismo tiempo, la TV esconde bajo la alfombra estos casos haciendo un festín espectacular con “el flagelo de la delincuencia”, “que entran y salen por puerta giratoria”, buscando naturalizar las políticas de criminalización de la pobreza, especialmente contra lxs más cabros.
En 2007 se promulgó la Ley de Responsabilidad Penal Adolescente, una ley que habilita la penalización de menores. Concretamente, los jóvenes pobres van en “cana” y los ricos no entran a ninguna cárcel. La fecha en la que sacan esa ley no es arbitraria, porque en el 2006 fue el pingüinazo.[1] Y en 2007 Bachelet impulsa esta ley que vuelve punible a niñas y niños desde los catorce años ¡Una ley de Bachelet, no de Piñera! Pero lo hace a su manera, con cinismo: articulando todo un discurso de la protección de las y los niñxs. Y empiezan a meter en cana a lxs más chicxs. Se dan casos de alta connotación pública, como el caso de un niñito de ocho, nueve años, al que llamaron “Cisarro”, que tenía una serie de delitos que se hicieron mediáticos para justificar esta ley. ¿Y a dónde lo meten? Ahí pasamos a otra cuestión que ya era sabida, pero que se volvió muy central desde el estallido: la crisis y la corrupción en el Servicio Nacional de Menores (SENAME). Más de dos mil niños han muerto en los Servicios de “Protección” de la niñez. También se revelaron abusos sexuales, muchísimos maltratos e, incluso, venta de órganos.
Entonces, en octubre estalla el caso de SENAME, estallan los casos de corrupción, estallan los casos de robo al fisco de las Fuerzas Armadas, estallan las “zonas de sacrificio”[2] y la muerte indiscriminada del pueblo mapuche. Serán todos esos elementos los que se empiezan a conjugar en un malestar que ya no tenía dónde ser alojado más que en la calle.
Y, al mismo tiempo, hay un componente transversal a las luchas o a los malestares. En las marchas hay hartas banderas mapuches, hay un sensibilidad con la lucha de los pueblos ancestrales que no se reduce sólo al mapuche, sino que se extiende a otras territorios “sacrificados” por el capital. Las “zonas de sacrificio”, como Quintero y Puchuncaví, zonas desoladas por la extracción de hidrocarburos, que comienzan a organizarse como comunas para poder luchar contra este destructor de la tierra y destructor de la vida. Y empieza a haber un eco muy interesante entre las luchas territoriales de las zonas de sacrificio con el pueblo mapuche. Empieza a haber un común ahí. Hay una experiencia de lo común que es clave porque todos se empezaron a dar cuenta de que el problema es el neoliberalismo y las policías que lo protegen.
Quebrar el consenso del miedo
(¡Evadir, no pagar, otra forma de luchar!)
Si hacemos una lectura de las poéticas de la revuelta, el elemento gatillador de esa transversalidad es la jugada que hacen los estudiantes secundarios. El armazón frágil del endeudamiento que cargamos durante los últimos treinta años se cae cuando nos damos cuenta de que no hay enemigo interno, de que no hay delincuentes, de que no hay vándalos. Cuando se quiebra el consenso del miedo y dejamos de legitimar la campaña mediática contra los estudiantes de secundaria, cambia completamente la perspectiva. Nos tenían encerrados mirando la televisión: “mira los delincuentes”.
Un tiempo antes del estallido los pacos dormían en los techos de las escuelas, por miedo a que los “delincuentes encapuchados” salieran a quemar cosas en la mañana. Ya habían metido policías en el interior de las escuelas. Los estudiantes secundarios estaban en un conflicto permanente, encerrados en cada una de sus escuelas y los especuladores del miedo extrayendo valor de ese confinamiento. ¿Qué valor? El valor miedo. El valor miedo permitía que la gente, frente al endeudamiento y la precarización de sus vidas, frente a los casos de corrupción, pusiera la atención ahí. Hay una política del autofinanciamiento, del endeudamiento, de la privatización y de la capitalización individual que tiene por regla el estar confinado. Lleva tu malestar a tu casa, adminístralo tú mismo, sácale provecho por medio de la lógica del sacrificio y el mérito, pero no lo expongas.
Los estudiantes secundarios estaban, también, un poco presos de esa lógica de pelear contra la policía. Hasta que se dan cuenta y empiezan a organizarse, ya no para pelear contra los pacos, sino para fugarse de la escuela. Se escapan del confinamiento que permitía la extracción del valor miedo. Y lo interesante es que salen hacia el Metro. O sea, se meten abajo de la tierra, donde va toda la gente apretada, y rompen los torniquetes. De estar encerrados en el interior de las escuelas, salen, se fugan y abren los torniquetes permitiéndole a la gente pasar sin pagar.
Y si bien se organizaron para fugarse, no se puede decir que sean organizados desde afuera. Está la CONES –que es la Coordinadora Nacional de Estudiantes Secundarios, hegemonizada por el Partido Comunista–, pero no es que eso haya sido organizado por los partidos de izquierda. Tú vas a una escuela emblemática, como a la que van estos chicos y chicas, y lo que ves son chicas lesbianas, disidencia, punks, aros, tatuajes, los chicos con sus cortes de pelo. Las escuelas parecen casas okupadas. En el interior suele haber murales de lucha contra la policía. Y muchos murales de y sobre la lucha del 2006, que son los que no se pueden tapar. El resto está todo rayado.
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Fotografía: LOBO SUELTO.