Por: Gilberto González Colorado. 10/04/2018
Madre
Me diste tu postrer adiós bajo el calor
y la pasión de una Semana Santa;
y todo aquel espacio se llenó del luto,
de incienso, rezos, salmos y oraciones.
Te fuiste engalanada en una flor,
embalsamada en su esencia y su color
– el mismo que sacraliza el fúnebre ritual
de la pasión y el dolor eclesial
de la Semana Santa -,
impregnando en él tu amor
con la fragancia etérea de tus bendiciones,
que al esparcirse en cada floración
se depositan en mi alma y corazón,
pues hay una bendición en cada jacaranda.
Fue en un diez de abril cuando partiste,
cuando mi mano vaciló al cerrar tus ojos,
cuando mi voz en vano suplicó
pero al no escucharme tú,
no respondiste,
y ante ti, madre, me postré,
y ahogando mis sollozos,
contrito y a tus pies lloré de hinojos.
Y yo también te dije “adiós”,
cuando al final de tu camino
la cita fue puntual con tu destino
implacable, inexorable, y tú partiste.
Radiante de gloria te elevaste al cielo,
a rendir cuentas a Dios,
con una serenidad diáfana en tu rostro
y la pureza de tu alma como velo.
Esa es la imagen que de ti guardo con celo,
que es bálsamo de luz, que es mi consuelo.
Y en mis horas de aflicción
y de dolor, cuando suplico al cielo,
llegan prestas hasta mí, como en volandas,
una vez más tus santas bendiciones,
bañadas en el olor de fastuosas jacarandas.