Por: Quimey Roggero. 30/06/2025
El brutal ataque que sufrieron Inés y Ana en Balvanera no se trató de un hecho aislado: fue un intento de lesbicidio, premeditado y anunciado. La historia de esta pareja se entrelaza con el triple lesbicidio de Barracas, el abandono estatal y la urgencia de nombrar lo que quieren callar.
“Nos amenazaron de muerte por ser lesbianas. El sábado nos lo dijeron. El lunes lo cumplieron”. Así comienza Inés y reconstruye el intento de asesinato que sufrió junto a su pareja Ana, el 3 de marzo. El ataque fue ejecutado por dos vecinos del mismo edificio donde ellas viven, padre e hijo, Miguel Yanes y Julián Yanes. Los agresores ya las conocían, las hostigaban desde hacía semanas, entre insultos y agresiones a su mascota. Nada fue casualidad.
“Yo soy más negadora”, admite Inés. “Mi novia, Ana, lo advirtió. Yo no lo quise ver, no lo pude ver. Pero la violencia venía de antes, fue todo una oleada previa”. Ana había salido a comprar para la cena cuando fue atacada por la espalda con un palo. Luego, apareció un cuchillo. Inés escuchó los gritos y bajó corriendo a auxiliarla. Trató de dialogar con el agresor. No porque no supiera lo que pasaba, sino porque no tiene, como dice, el reflejo ante la violencia: “no la tengo internalizada. No soy una persona violenta. Por eso traté de hablar. Pero terminé con cinco puntos en el brazo, que podrían haber sido en el cuello”.
Ella recuerda la cara de Ana cubierta de sangre y una frase que todavía le duele en la memoria: “Qué linda se te ve la cara rojita”, dijo Julián Yanes. “Un psicópata de mierda”, repite. “Nosotras medimos 1.60. Ellos, casi 1.90. Hubo premeditación, alevosía, odio. No fue una pelea, nos quisieron matar”.
Pese a las pruebas, a las pericias médicas y a los antecedentes de amenazas, la causa fue caratulada como “lesiones leves”. “¿Cómo pueden decir eso cuando casi nos matan?”, se pregunta Inés. “Actuaron con alevosía, con violencia, los dos. Padre e hijo. Y los tenemos que seguir viendo. La jueza no quiere revictimizarnos, dice. Pero nos revictimiza cuando vulnera nuestros propios derechos. A mi no me interesa contar 5, 10, 100 o 200 veces lo que nos pasó, no me estoy revictimizando de esta manera, porque nos intentaron matar y no hay justicia por ningún lado. Revictimizada me siento cuando no atienden mi caso, cuando me dicen que no puedo ser querellante de la causa, cuando no me dicen todos mis derechos, y encima me quieren sacar a patadas de mi propia casa. Ahí estoy revictimizada”.
Desde el día del ataque, Inés y Ana viven encerradas. Comparten edificio con sus agresores, las puertas están separadas apenas por un metro de pasillo. La perimetral que la Justicia les otorgó es, en sus palabras, una ficción absurda: “¿De qué nos sirve un botón antipánico si los tenemos en la puerta de al lado?”. A esto se suma la imposibilidad de acceder a defensa legal gratuita, porque Inés es propietaria de la vivienda. Vivienda de la cual las están desalojando debido a un peligro de derrumbe: “no importa que me quieran echar de mi propia casa. No importa que no tenga ingresos comprobables. Por tener una propiedad, que no sé por cuánto tiempo más voy a tener, no tengo derecho a asistencia legal”.
El Estado las abandona. La policía que debería cuidarlas, a veces, les impide trabajar. Son vendedoras ambulantes, venden empanadas en la calle, pero como no tienen permiso formal, los mismos efectivos que están asignados a su custodia les impiden quedarse a vender.
“No puedo tener una tarjeta de crédito porque no tengo ingresos comprobables, no puedo tener asistencia legal gratuita porque tengo una propiedad y de mi casa me están echando todo el tiempo. ¿Cómo vamos a pagar un abogado si no podemos trabajar? Vivimos en un país muy injusto. Estoy harta en el plano económico, porque no tengo cómo sostenerme. Y harta en el plano espiritual, porque me rompieron. Yo era una mina dura. Ahora estoy sensible. Me destrozaron”.

Una violencia que crece, un gobierno que la habilita
El triple lesbicidio de Barracas, ocurrido en mayo de 2024, evidenció la brutalidad de los crímenes de odio hacia lesbianas en Argentina. Andrea Amarante, Pamela Cobbas, Roxana Castro y Sofía Castro Riglos fueron atacadas por Justo Fernando Barrientos, quien arrojó una molotov en la habitación del Hotel California donde residían. Andrea, Pamela y Roxana fueron asesinadas, en tanto que Sofía sobrevivió pero sufrió quemaduras en el cuerpo y un trauma de por vida.
A un año del crimen, el juez Edmundo Rabbione, titular del Juzgado Nº14, sigue sin considerar el hecho como un crimen de odio y determinó que no hubo violencia de género, para él se trató de un «conflicto vecinal». Justo Fernando Barrientos se encuentra imputado por el delito de homicidio doblemente agravado, por alevosía y peligro común. Siendo excluida, por momento, la carátula más importante: crimen de odio.
Tras el triple crimen de Barracas, emergió con fuerza la palabra lesbicidio, utilizada por activistas, periodistas y organizaciones feministas para nombrar con precisión lo ocurrido: el asesinato de mujeres por su orientación sexual. Sin embargo, el término fue cuestionado en algunos medios y espacios judiciales, donde se lo tachó de “excesivo” o “ideológico”. Este rechazo no fue menor: evidencia el intento sistemático de neutralizar el carácter político de los crímenes de odio. Nombrar lo que pasa es disputar sentido. Decir lesbicidio es reconocer que existen violencias específicas dirigidas a lesbianas por su forma de amar, por desafiar la heterosexualidad obligatoria, por salirse del mandato. El silencio o la renuencia a adoptar este término no solo invisibiliza a las víctimas, sino que también posterga la creación de políticas públicas que las protejan. El reconocimiento del lesbicidio es un acto de justicia simbólica, pero también una herramienta para la transformación social. Lo que no se nombra, no existe. Y lo que no existe, no se repara.
Desde la llegada de Javier Milei a la presidencia, y la imposición de la derecha a nivel global, los discursos de odio contra la comunidad LGBTIQ+ no solo se multiplicaron: fueron legitimados desde lo más alto del poder político. En enero de este año, en el Foro de Davos, Milei negó la existencia de políticas públicas orientadas a la diversidad sexual. Habló de la “ideología de género” como una amenaza. Afirmó que, en su “versión más extrema”, “constituye lisa y llanamente abuso infantil”, llegando a llamar “pedófilos” a quienes la avalan. Además, calificó las luchas feministas y LGBTIQ+ como parte de un supuesto plan de ingeniería social. Las afirmaciones fueron rápidamente desmentidas por organizaciones como Agencia Presentes y Amnistía Internacional, pero el daño simbólico ya estaba hecho.
En un país donde los discursos oficiales son de per sé, violentos, nada de lo que sucede es anormal: son el síntoma de una violencia social habilitada desde lo más alto. No se trata de casos aislados, sino como parte de una violencia estructural habilitada por discursos políticos que ridiculizan a la diversidad, niegan la perspectiva de género y desfinancian las políticas públicas destinadas a proteger a las disidencias.
Resistir con lo puesto
A lo largo de su relato, hay una frase que se repite como un latido: “Nos intentaron matar”. Porque eso es lo que ocurrió. Y aunque la Justicia lo niegue, aunque el Estado lo minimice, aunque cataloguen su causa como “heridas leves”, Inés sigue hablando. Aunque le duela. Aunque tenga que repetirlo cien veces. “Muchas veces odié la ayuda, pero hoy la necesitamos de verdad. Yo necesito ayuda para poder estar con Ana, que está peor que yo. Necesitamos pagarle a un abogado. Somos mujeres, perdimos derechos por serlo. Somos lesbianas, fuimos atacadas por serlo. Es un machismo atroz y misógino que creíamos haber apagado, pero sigue ahí, doliendo”.
Inés y Ana están juntando fondos:
ALIAS SABORARTE
CBU 1430001713030224650015
ANALIA ERENIA COCERES

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Fotografía: El grito del sur