Por: Capi Vidal. 03/05/2025
Resulta innegable que el término fascista, a estas alturas de la historia, sobrepasa su uso concreto referido a ciertos movimientos políticos totalitarios de los años 20 y 30 del siglo XX. De hecho, en su aplicación más general, no tardamos en definir a no pocos individuos, debido a su predisposición psicológica autoritaria, con el epíteto en cuestión. Pero, ciñámonos de momento a la historia para tratar de acercarnos a algo parecido a una definición, de la que es posible aprender mucho, aunque sin la facilona tentación de hacer sencillos paralelismos en la actualidad. En ocasiones, máxime desde una perspectiva libertaria, se han equiparado los totalitarismos fascistas con otros que se han definido como socialistas y, aunque de forma obvia existen rasgos comunes (caudillismo, centralismo, colectivismo, militarismo…), no querríamos simplificar en exceso sin más, colocando todo en el mismo saco. Parece poco cuestionable que los fascismos supusieron un retorno a la tiranía, después de los movimientos democráticos del siglo XIX, aunque ellos mismos bebieran en parte de la propia democracia y sus rasgos plutocráticos y oligárquicos, así como de los movimientos obreros transformadores; recordaremos el nombre de nacional-socialismo, que adoptó en Alemania, lo cual lleva a cierto delirio actual, intencionado por parte de la derecha, de catalogar el fascismo a la izquierda. Sin embargo, no está de más recordar que también fue usado el fascismo, por parte de la derecha y las clases privilegiadas, para anular los movimientos auténticamente transformadores. Otro asunto resulta en que se le escapara de las manos y tuviera, finalmente, que aliarse con la izquierda para frenar el fascismo. Esta especie de contrarrevolución preventiva, con la que algunos se empeñan en definir el fascismo, puede contener algo de verdad histórica, aunque se nos antoja sumamente reduccionista. No, no resulta nada fácil trazar los límites de unos fascismos, a veces reaccionarios, a veces con una faz revolucionaria.
No ha escondido el fascismo, contextualizado en cada lugar con rasgos y arquetipos diferentes, su fuerte nacionalismo apelando habitualmente a la tradición patriótica e imperial: el italiano, hundía sus raíces en la Antigua Roma adoptando sus emblemas; el alemán invocaba la grandeza de la raza tomando la esvástica de un símbolo indoeuropeo, mientras que, estrictamente, la dictadura franquista no puede calificarse de fascista, por su culto a la tradición católica, aunque también aparezcan rasgos nacionalistas que apelan a la exaltada historia de la patria. Que cataloguemos al franquismo de fascista, o no, no hace falta aclararlo, no lo convierte en menos cruento. En contraste con este aspecto ultranacionalista, se situaba el internacionalismo obrero del siglo XIX, al cual solo pareció ser finalmente fiel la corriente anarquista, por lo que para cuando nace el fenómeno fascista, bien entrado el siglo XX, el socialismo de origen marxista, convertido en un monstruoso Estado, ya apelaba igualmente a la grandeza nacional y patriótica. De nuevo, parecen inevitables ciertos paralelismos, aunque de forma paradójica uno de los rasgos primordiales del fascismo sea su anticomunismo; por supuesto, hablamos de un fenómeno que puede ser hijo de la derecha, pero sus rasgos aparecen en otros movimientos y sistemas autoritarios.
No puede tampoco dejarse a un lado, algo a lo que volveremos más adelante cuando abordemos el uso actual del término, que el comunismo internacional, en su momento, ya catalogó de fascista a no pocos opositores y movimientos, de tal manera que contribuyó a la vaguedad del concepto, de manera interesada, sin prever la equiparación histórica que llegaría. En lo más alto de la corporación fascista, hay también un líder carismático, que acumula en sus manos todos los poderes e igualmente se practica un feroz culto a la personalidad; la represión en estos sistemas es un hecho, a nivel gubernativo y administrativo, con una fuerte policía política y, claro, sin libertad de expresión. El fascismo suele ser proteccionista, ya que el Estado vela supuestamente por el conjunto de la sociedad, y se produce un constante adoctrinamiento para que cada persona forme parte del engranaje totalitario desde corta edad. Nos podemos esforzar en encontrar unos rasgos comunes, pero vemos que es complicado encontrar una definición satisfactoria para un fascismo genérico e incluso las teorías sobre su origen resultan controvertidas, repasemos algunas: una suerte de bonapartismo llevado al siglo XX, una consecuencia de relatos nacionales grandilocuentes, un producto de una crisis cultural y moral, el resultado de impulsos psicosociales enfermizos, una manifestación de los totalitarismos imperantes en el siglo XX, una resistencia a la modernización… En todas estas causas puede haber algo de verdad, pero resultan reduccionistas y no parecen enteramente satisfactorias, por sí solas, para explicar un fenómeno tan complejo y, insistiremos, contextualizable en cierta época y en determinados lugares, aunque por extensión se haya catalogado como tal a diversos regímenes autoritarios posteriores a la Segunda Guerra Mundial. No era posible repetir en sentido estricto el fenómeno fascista, ampliamente derrotado en su afán expansionista en 1945, aunque sus rasgos aparecieran en dichos despotismos de diversa condición y con cierta tendencia totalitaria.
Dicho todo esto, trataré de ceñirme ahora en este artículo al tendencioso abuso, siempre en el ámbito político, con el que se etiqueta como fascismo a no pocos partidos y figuras actuales, algunas de las cuales han logrado llegar al poder de modo «democrático». Santiago Gerchunoff, autor del reciente libro Un detalle siniestro en el uso de la palabra fascismo, considera que el excesivo empleo de la palabra fascismo es síntoma de una parálisis de la izquierda. Podemos estar muy de acuerdo, aceptando que otra urgencia en la actualidad resulta en una definición satisfactoria de lo que hoy consideramos izquierda y derecha, mientras que esa referencia constante a un movimiento totalitario del siglo XX es quizá producto de una impotencia para definir actualmente ideas auténticamente transformadoras. Pondré un ejemplo muy concreto, en el que gran parte de la izquierda internacional se ha visto en mi opinión perdida de manera lamentable, y es el de la Venezuela chavista, donde a la oposición no pocas veces se la ha calificado de fascista; claro, el término es tan grueso que cualquier otra opción parece mejor para cierto imaginario, incluso la de una revolución bolivariana con una deriva ya abiertamente autoritaria gobernando Nicolás Maduro. Por supuesto, el uso de fascista, tantas veces, no pretende ser un mero sinónimo de autoritario, ya que en ese caso no deberíamos dudar en tildar como tal al régimen venezolano y al propio Maduro, por mucho que se llenen la boca tan a menudo de proclamas antifascistas.
No cabe duda que, lejos de hacer una eficaz crítica al autoritarismo, la intención de la etiqueta suele estar cargada de ciertas connotaciones emocionales e ideológicas (vamos a llamarlas izquierdistas), refiriéndose a fuerzas supuestamente reaccionarias, pero entramos aquí en una pueril y cuestionable, a estas alturas de la historia, concepción del progreso. De hecho, es posible que los que apelan como fascista al adversario crean situarse en esa línea tan peculiar, “el lado correcto de la historia”, ya que así se ha escuchado en ocasiones, sin rubor por su parte, de boca de mediáticas figuras de la izquierda; pero, curiosamente, posicionarse en ese supuesto lado históricamente correcto se trata de una idea surgida de la derecha, según la cual el progreso se ha dado exclusivamente en Occidente proveniente de la razón griega y los valores judeocristianos. Por supuesto, hoy no podemos más que poner en cuestión teleologías, de una u otra índole, tan insultantemente maniqueas.
Resulta especialmente llamativo que se etiquete frecuentemente como fascista a un tipo como Milei, especialmente cuando es uno de los símbolos más visibles de esa indignante acaparación de lo libertario, que nos esforzaremos una y otra vez en combatir desde perspectivas emancipadoras, horizontales y solidarias. De manera obvia, el inefable presidente argentino no confía a nivel económico en el proteccionismo de Estado, algo que, como ya dije anteriormente y al menos en la teoría, sí sostenía la teoría fascista. La caracterización como liberal-fascista a Milei vendría a ser una suerte de oxímoron para alguien que, no obstante, representa la peor faz del liberalismo económico, que desconfía de cualquier forma de gestión colectiva y, una vez más, recordaremos para el caso la condición totalitaria, más o menos perversión del socialismo, que suponía el auténtico fascismo. A pesar de ello, no dejaremos de señalar la hipocresía del supuesto ideario de Milei, ya que siempre va a necesitar del Estado, quizá reducido a sus funciones más represivas de salvaguarda de los propietarios, algo que solo puede repugnar a los auténticos libertarios. El Estado propugnado por Milei, de corte que podemos llamar quizá liberal radical con cierto control democrático, no sabría decir si es un peligro autoritario mayor que otros, pero no es ni por asomo fascista; su recorte de los servicios públicos, una obviedad, tiene que hacernos preguntar si la alternativa es una mera socialdemocracia, cuyas políticas durante décadas están conduciendo ahora en tantos lugares a estas peculiares alternativas al poder.
¿Un vulgar demagogo populista de derechas como Trump, hoy de nuevo al frente de los Estados Unidos, tiene algún vínculo con el fascismo? Otra característica del fascismo fue su afán expansionista y el imperialismo estadounidense, gobierne quien gobierne, manu militari o por otros medios, es un clásico al respecto. Pero, rara vez, escuchamos calificar de fascista al ejecutivo ruso encabezado por Putin, ferozmente autoritario, que invadió Ucrania hace tres años. De hecho, Trump y Putin, no sé si ambos fascistas, han realizado ya algunos amagos para llegar a acuerdos geoestratégicos con el objetivo de repartirse la zona. En ocasiones, se ha considerado que Putin representa una nostalgia del antiguo imperio soviético; uf, autoritarismo y expansionismo, digno de reflexión. Caemos de nuevo en la equiparación inevitable entre totalitarismos, de una u otra índole, que uno ingenuamente tanto se esfuerza en evitar, si vamos más allá del calificativo despectivo de intenciones dudosas que nos ocupa. Vox, que ha mostrado su entusiasmo por el trumpismo y, por lo tanto, podría acabar formando parte indirectamente de una alianza con Putin, no cabe duda, es un partido abiertamente autoritario (esto, no tanto por querer reinstaurar una dictadura, sino por querer reforzar a los cuerpos policiales y fuerzas armadas dentro de un Estado liberal y democrático), reaccionario y nacionalista, aunque ellos mismos se definan como patriotas por diferenciarse del nacionalismo separatista en España. Por cierto, un pequeño inciso, tantas veces, como crítica a cualquier forma de nacionalismo, se le ha equiparado con poco menos que el nazismo; otro reduccionismo atroz, y lo digo yo, que soy un claro opositor a toda exaltación abstracta de la nación, tras la cual inevitablemente considero que nace un Estado, y un decidido partidario del cosmopolitismo y la fraternidad universal, pero por favor, no seamos simplistas en nuestras críticas.
No cabe duda que existe en la actualidad un auge de fuerzas políticas que, sin duda, podemos calificar de reaccionarias, presentándose como una verdadera alternativa al poder. Pero, la cuestión es la forma de combatirlo y el análisis de por qué tantas personas les acaban dando respaldo democrático. Vox en España, al que difícilmente se le puede calificar de fascista en sentido estricto, no deja de ser una escisión del Partido Popular, reducido a su esencia reaccionaria más pura. Es cierto que ambas en este país, derecha y ultraderecha, poseen cierta conexión moral con el franquismo y, por supuesto, hay que luchar fuertemente para vencer a ese relato histórico que, de manera directa o indirecta, justifica el golpe de Estado de 1936. No obstante, etiquetar de fascistas sin más a estas fuerzas políticas no corresponde en mi opinión a rigor analítico alguno ni, más importante, creo que ayude demasiado a un cambio cultural, ni mucho menos social. De hecho, el abuso del término provocó que la inefable presidenta de la Comunidad de Madrid asegurara algo así como que, “si te llaman fascista, es que lo estás haciendo bien”. No, no se trataba de un reconocimiento, a pesar de lo que sostuvieran algunos, más bien una burla del contrario, y es digno de reflexión si no se acaba banalizando y otorgando armas a esa derecha considerada abiertamente reaccionaria.
No quiero infravalorar el peligro de gobiernos como los de Trump o Milei, o de otras fuerzas reaccionarias en Europa, solo advierto que etiquetarles tan alegremente como fascistas, contenga mayor o menos dosis de falsedad, tampoco ha servido para evitar que lleguen al poder, ni en absoluto va a conjurar el peligro autoritario, ni el de ellos, ni mucho menos el que adopta un pelaje diferente. De hecho, es digno de reflexión, sobre todo para esa izquierda que sigue confiando en la conquista del Estado para no sé muy bien qué transformación política, económica y social, el hecho de que tantas personas hayan elegido democráticamente lo que ellos demonizan tan visceralmente de forma, quizá, más interesada que honesta por sus propias aspiraciones al poder. Debería ser el momento de ahondar en alternativas libertarias (esto significa, por supuesto, autogestión social) a esa democracia electiva, basada en la alternancia de fuerzas políticas de diverso pelaje, con cambios más bien cosméticos dando bandazos a un lado u otro sin verdaderos cambios de fondo. Es hora de verdaderos ejercicios subversivos con los que, seguro, combatiremos mejor el fascismo, formas neofascistas o cualquier otra práctica autoritaria.
LEER EL ARTÍCULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ
Fotografía: Redes libertarias