Por: Álvaro Acebes Arias. 05/06/2024
Álvaro Acebes Arias entrevista al escritor leonés con motivo de la publicación de su última novela, ‘Desposesión’, repasando el conjunto de su vida y trayectoria.
Alberto R. Torices (Guernica, 1972) acaba de publicar Desposesión, su nueva novela. Me recibe en su casa de Valdefresno a primera hora de la tarde de un viernes frío y que amenaza lluvia. Antes de mi llegada, estaba preparando el equipo para la competición de tiro con arco que tiene este fin de semana. Mientras nos ponemos al día, sirve unos cafés y me dice que es mejor hacer la entrevista en su despacho, en una habitación atestada de libros y que a mí me parece la cueva de Montesinos. Durante las próximas horas hablaremos de literatura y de su última novela, pero también repasaremos su biografía, su formación como escritor y los distintos elementos que estructuran su obra. Pasen y pónganse cómodos, están en su casa.
Naciste en Guernica, pero has residido toda tu vida en León. Háblame de tu infancia.
En realidad, no he vivido toda mi vida en León. En Guernica, viví hasta los ocho años y luego, después de tres años aquí, en León, entre los ocho y los once, estuve siete interno, que es un poco vivir deslocalizado, en una especie de no-lugar. De los años anteriores al internado, recuerdo mucho mis juegos en el entorno de la ría, en los prados cercanos o en la vía del tren que pasaba frente a nuestro bloque… Recuerdo a mi hermano mayor como una especie de dios o ángel tutelar; a Merche, la niña del cuarto, que fue mi primera amiga y mi primer amor; recuerdo el patio del colegio de monjas al que iba y la máquina de bolas de chicle que había en el camino, que me deslumbraba… Y recuerdo los veranos en el pueblo de mi madre, Villamayor, largos veranos llenos de sol y juegos, iluminados por la figura de mi prima Mari Jose, que fue también un primer amor, tengo varios…
¿Y después?
Después estuve interno con los Salesianos, primero en Astudillo, en Palencia, y más tarde aquí en León, en Armunia. Estar interno era un poco como estar fuera del mundo, sin arraigar en ningún sitio. Durante mucho tiempo, sobre todo durante los años de la juventud, tuve esa sensación de ser un desarraigado… No llegué a adquirir identidad en lo relativo a mi pertenencia a un lugar, no me sentía vasco ni leonés ni de ningún otro sitio. El periodo más largo que he vivido en León ha sido el reciente, desde que me establecí familiarmente aquí, en Valdefresno, pero tampoco en mi vida adulta he llegado a sentir que pertenezco a un lugar. En todo caso, a lugares que no existen.
¿Cuándo empiezas a escribir?
Es una pregunta para la que no tengo una respuesta muy clara. Sí recuerdo escribir de manera más metódica o continuada en los años en que viví en La Rioja, hacia los 21. Ahí comencé a escribir relatos breves con cierta intención artística, digamos, planteándome ya objetivos literarios. Antes de eso, recuerdo haber escrito algún cuentito, algún poema, como si fueran primeras tentativas o primeros indicios de algo que quizá pudiera surgir más adelante.
¿Te acuerdas de ellos?
De esa prehistoria literaria personal, recuerdo únicamente un cuentito que escribí cuando estudiaba lo que era entonces séptimo u octavo de EGB. Eso serían mis doce o trece años. Se trataba de un relato sobre la llegada de los primeros vehículos a un pueblo y consistía en una conversación entre un niño y su abuelo. Era un pequeño texto de tono evocador, planteado sobre la relación entre dos generaciones con mundos y referentes muy dispares, algo que luego ha reaparecido en mi escritura. Luego, en la adolescencia, escribí poemas de amor, como todo el mundo, y no sé si llegué a mostrárselos a alguna de las destinatarias, supongo que no… No obstante, creo que el germen de la escritura, en mi caso y quizá en el de cualquier escritor, es la lectura. Yo, esto sí lo tengo claro, como lector nací a los 14 años, justo cuando empecé a ser alumno de Ángel García Aller en «El Bosco».
¿Un profesor que te estimuló?
Sí, fue un profesor que a mis compañeros y a mí nos dio a conocer la lectura, nos convirtió en lectores. Hasta entonces yo no lo era. El año de primero de BUP, Ángel formó una biblioteca de aula y todas las semanas dedicaba la última hora de su asignatura, la del viernes, a leer. Traía una caja con libros y cada uno cogía el que quería. Si te apetecía, te lo podías llevar el fin de semana. Ahí empecé a leer con verdadero interés, diría que casi con voracidad. Gracias a don Ángel descubrí el placer de la lectura, hasta entonces no sabía lo que era eso. Y eso llevó más tarde a la escritura.
¿Cuáles eran tus lecturas entonces?
Eran novelas juveniles. Ahora, creo, este género ha seguido por otros derroteros, pero en los ochenta eran historias de iniciación, de descubrimiento del propio camino y de otros mundos, otras culturas… La biblioteca de aula se mantuvo el curso siguiente y entonces él, Ángel García, hizo ya una selección más dirigida y exigente, incluyendo a Cela, a Ferlosio, etc. Pero en el primer año, eran libros de aventuras, de la colección Gran Angular, por ejemplo, con títulos como El Zulo de Fernando Lalana que fue el primero que leí aquel año y el que considero mi primer paso como lector. Me he hecho con ese y con algunos más de aquellos libros, por cariño, por nostalgia… Son libros que leí con mucho gusto, con fascinación y ansiedad incluso, como El largo camino de Lucas B. de Willi Fährmann, El valle de los cerezos rotos de Lensy Namioka, La estrella de los cheroquis de Forrest Carter, Hrenski de Erich Wustmann, Tres veces Eleazar de José León Delestal… Esa fue mi botadura como lector y quizá la época de mi vida en la que he leído con más gusto e intensidad.
¿Hay algún libro que te hizo lector adulto o te empujó a ser escritor?
Sí, sí, de eso tengo una noción clara y subraya un poco lo que te decía antes, eso de que mis comienzos como escritor son también mis comienzos como lector. Ese libro es La sombra del ciprés es alargada de Miguel Delibes, que estaba entre las lecturas de la biblioteca de aula. Yo lo leí en torno a mis 15 años o por ahí y fue un libro que me conmovió. Me sentí muy identificado con el personaje. Recuerdo incluso la sensación de que aquella historia hablaba de mí. Tuve noticia, además, de que Miguel Delibes había ganado el premio Nadal con ese libro a los 27 años y yo creo que por entusiasmarme tanto con esa lectura y, sobre todo, por sentirme tan identificado con el personaje que narra esa novela en primera persona, si no recuerdo mal, se produjo también una especie de identificación con el autor. Empecé a leer más cosas de Delibes, El camino, Las ratas, etc. y creo que germinó mi vocación literaria. Algo parecido a cuando a esa edad, si te gusta el fútbol, quieres emular a los futbolistas que admiras. En aquel momento yo me propuse emular a Delibes. Casi nada… [Risas]
¿Había muchos libros en tu casa?
Muy poquitos, y de literatura nada. Había algún diccionario que se compró porque lo necesitábamos mi hermano y yo, alguna enciclopedia de las que vendían comerciales que iban por las casas de la gente… Había también un par de volúmenes que ojeaba a veces, uno de aves de España y otro de fauna salvaje. Creo que eran obsequio del banco… Cuatro cosas, en suma. Luego aparecieron los libros que tuvo que leer mi hermano en el instituto: Zalacaín el aventurero, las Rimas y leyendas… Y más tarde, ya con la voluntad de ir haciendo mi biblioteca personal, empecé a comprar libros con mis primeras propinas en ferias del libro antiguo, ediciones de bolsillo, ejemplares saldados y muy baratos, que conservo. También nos suscribimos en casa al Círculo de Lectores. De aquella iba a casa un comercial, a llevar la revista y recoger los pedidos, que creo que eran bimensuales. Ahí se acentuó mi deseo de adquirir y coleccionar libros. Ojear la revista del Círculo era como pasearse por un bazar. Algunos los perdí en una mudanza —yo creo que me los robaron—, una pérdida que todavía me duele, pero otros los conservo. [Señala a las estanterías] Ahí estoy viendo Canto de mí mismo y otros poemas de Walt Whitman, Antología total de Vicente Aleixandre, Las flores del mal… Son libros adquiridos en aquella época.
¿Te acuerdas de si en alguna ocasión has robado algún libro?
[Ríe] Yo creo que no y, si lo he hecho, he debido de sepultar ese recuerdo. Tampoco creo haber sentido el impulso de hacerlo, así como sí he podido tener el deseo quizá de hacerme con otras cosas cuando era niño y veía que otros tenían cosas que yo no. Algún juguete, alguno de esos objetos que a los ojos de un niño adquieren un fulgor irresistible… Pero diría que no, no he robado nunca un libro. Ya veremos lo que prueba el fiscal en mi juicio final… [Risas]
Digamos que en esos años encontraste en los libros una especie de brújula. ¿Puede ser la literatura una tabla de salvación?
Uno quiere verlo así, otra cosa es que la literatura pueda serlo. No lo sé. Hay carencias personales, muy íntimas, muy profundas que solo se pueden cubrir en ese ámbito personal, sin agarraderos. La literatura puede ayudar, pero puede hacer que te pierdas y te hundas más, puede brindarte una fabulosa batería de subterfugios e imposturas. Sobre esto tengo mis dudas y mis cambios de opinión.
Vamos a dejar atrás tu infancia. Antes hablabas del desarraigo, de una falta de identidad cuando eras niño. Ahora vives en Valdefresno, a pocos kilómetros de León. ¿Te sientes parte de la cultura leonesa?
Bueno, habría que definir primero qué es eso de la cultura leonesa. Desde luego no me siento identificado con el leonesismo, dicho en un sentido vago, tan vago como el concepto que tengo de ese asunto. Si por cultura leonesa entendemos algo supeditado ni restringido a la exaltación de lo regional, una cultura con vocación no tanto de reivindicarse a sí misma como de trascender, de ser abierta y receptiva, sí que podría sentirme parte de ello, pero creo que los tiros no van por ahí, ni en León ni en ningún otro sitio. Las fiebres identitarias actuales más bien parece que nos hacen más cerrados y egoístas, más obtusos, más trogloditas. Ninguna identidad local, regional o nacional me despierta simpatía, creo que todas son regresivas, excluyentes y un tanto ridículas.
Te ves al margen de todo eso…
Sí… También es cierto que por mi biografía y mi carácter tiendo a verme en la periferia de todo, también del núcleo de creadores que hay en León, y que por otra parte me merece mucho respeto y estima, en lo artístico y en lo personal. En León ha habido generaciones de escritores y artistas de diferentes ámbitos que han creado tradición e impulso creativo. Mi generación se ha sumado a eso, es heredera de ese legado y creo que también ha aportado algo. Otras generaciones posteriores han venido y han tomado el testigo y siguen haciendo cosas. Es algo que valoro y sí creo ser parte de eso, de esa caudalosa corriente creativa, aunque sea desde las orillas.
Formaste parte del Club Leteo, que podría considerarse parte de esa periferia de narradores o creadores que había en León. ¿Qué recuerdas de aquella experiencia que duró casi diez años?
Yo creo que el Club Leteo sí que estaba en el núcleo de esa tradición literaria y artística leonesa. Tomó el testigo de generaciones de autores anteriores y se lo entregó a otras que vinieron después. Yo estuve ocho o diez años vinculado al grupo y fue la época en la que me sentí más próximo esa efervescente «cultura leonesa» al ámbito creativo que hay en la ciudad y que te comentaba antes. Fueron unos años muy intensos, muy fructíferos y también un tanto agotadores…
«Los años que vivimos peligrosamente» …
[Ríe] Sí, sí, escribíamos mucho y creo que nos contagiábamos unos a otros las ganas de escribir y de hacer cosas. Estábamos muy atentos a lo que escribían los demás y nos apreciábamos mutuamente. Había incluso cierta competencia sana, un acicate para seguir leyendo y creciendo como autor. De esos años conservo recuerdos muy buenos y amistades que aún perduran. También te diré que discutíamos mucho, organizábamos actividades y teníamos nuestra pequeña editorial y en ese terreno había fuertes discusiones, a veces silbaban las balas. [Risas] Creo, sin embargo, que eso hacía que el grupo estuviera muy compactado y unido. En aquellos años se generaron muchas cosas y la ciudad se benefició de esa labor. Fue un trabajo que aportó a la comunidad.
Repasando a los premiados con el Leteo te encuentras con los nombres de Amélie Nothomb, Belén Gopegui, Antonio Gamoneda, Fernando Arrabal, Martin Amis, Michel Houellebecq… Conociste a muchos escritores durante aquella época. ¿Qué impresiones te dejaron?
Tengo recuerdos muy buenos, sí. Yo conecté con el Club en torno a 2002 y me sumé a sus actividades por el año 2003 o 2004. Leteo se había fundado unos años antes, ya había entregado los dos primeros premios de sus Jornadas. En las primeras en las que participé el premiado fue Fernando Arrabal. Conocerlo fue un deslumbramiento, creo que experimentamos un enamoramiento colectivo. Con Arrabal es con quien más claramente he tenido la sensación de estar ante un genio. Pocas veces he vuelto a tener esa impresión tan clara… Fue, además, un hombre muy generoso con nosotros, y muy cercano, afectuoso y amable. También fue estupendo conocer a Amélie Nothomb, que fue mi propuesta en 2006, y que transmitía esa misma sensación, la de estar ante una mente brillante y excepcional y, sin embargo, cercana, accesible y generosa. Fue una suerte conocer a Martin Amis, a Enrique Vila-Matas, o a otros que han venido después, como Cărtărescu, aunque a medida que pasaban los años y el Premio adquiría relevancia mediática, yo experimentaba cierta frustración porque íbamos perdiendo el contacto más estrecho con los autores, que es lo que al principio se buscaba y lo que daba sentido al Premio.
¿Y el recientemente fallecido Paul Auster? ¿Te interesa su obra?
Si no recuerdo mal, vino en 2008. Hubo como siempre un debate y propuestas. Paul Auster era el candidato de Sergio Santa Cruz, que lo defendió con mucha pasión e interés. Yo recuerdo haber leído varias de sus novelas en aquel momento y tener una sensación un poco ambivalente, porque no era una literatura que me entusiasmase. A mí me producía serias reservas, me costaba creerme aquellas historias… Me pasa habitualmente con la llamada autoficción, con la metaliteratura, esas novelas que convierten al autor en personaje y crean tramas en torno a él, tomando materiales de su biografía y novelándolos. Aunque yo mismo lo he practicado, me genera poco interés y bastante desconfianza, y no puedo evitar ver en ello síntomas de agotamiento de la creatividad, así como de cierto narcisismo… Creo además que el autor siempre hace trampas cuando se usa a sí mismo como criatura novelesca, cuando modela los materiales que toma de su propia biografía. Me sorprende que tengan tanto éxito, que estas novelas sean tan populares. A mí me parece que ni las vidas de los escritores ni sus rutinas ni muchas veces sus discursos públicos son interesantes. Por eso, cuando leo este tipo de novelas, igual que cuando veo películas sobre escritores, todo me parece inverosímil, todo impostado. Algo así me pasó con Paul Auster, con algunas de sus novelas. Con todo, tiene mi agradecimiento por haber aceptado nuestro pequeño premio, y lamento su muerte, que ha apenado a muchos lectores. Que un autor tenga tantos lectores y sea tan querido como lo fue Paul Auster me parece hermoso y esperanzador, más hoy en día.
Sé que una de tus principales aficiones es el tiro con arco. ¿Cuándo empezó eso?
Eso comenzó en plena crisis de los cuarenta. Diría que fue algo fortuito, pero quizá no, quizá lo astros se alinearon en el momento apropiado… Surgió porque mi hijo se interesó por este deporte y empezó a practicarlo como actividad extraescolar. Yo lo llevaba y lo recogía y de esa manera lo conocí y me animé a practicar también.
¿Ha tenido alguna influencia en tu escritura?
Creo que sí, puede verse cierta afinidad con la literatura. El tiro con arco es un deporte que puede ser muy gratificante, pero también muy frustrante. Depende de cómo lo practiques y de cómo gestiones tus sensaciones, tus objetivos, tus resultados… Es un deporte en el que la práctica está ligada, por un lado, a la disciplina y la continuidad, y, por otro, a factores mentales como la concentración, la relajación y la confianza y la seguridad en ti mismo. Estos son pilares básicos, no ya para acertar en el centro de la diana, que sería otra cuestión, sino para que la práctica sea satisfactoria. Creo que eso es aplicable a la literatura y a otras muchas más cosas. Si no lo practicas con una buena actitud mental, el arco te frustra, te crispa y te estresa. Con la literatura pasa lo mismo. En realidad, no es el tiro lo que te defrauda, sino tu manera de ejercitarlo. El tiro con arco, al igual que la literatura, debe ejercitarse con una mínima disciplina, con un cierto método y con la ayuda de maestros, disfrutando de la propia práctica tanto o más que del resultado y relativizando mucho tanto los llamados «éxitos» como los llamados «fracasos».

¿Y el trabajo? ¿Dejas que las historias maduren o responde a algo más espontáneo?
[Suspira] La génesis de las historias es verdaderamente un misterio. Podemos hablar de ellas y tratar de desentrañarlo, pero hay siempre una zona de sombra que se resiste a ser revelada. Es verdad que hay distintas formas de concebir una novela o un relato. Algo que has oído, que has leído, una inquietud personal, etc. En mi caso, tengo la sensación de que es algo similar al nacimiento de un universo, un núcleo de energías que se compactan en la oscuridad y empiezan a bullir y a expandirse. Lo que yo hago es dar vueltas en torno a ese centro y alimentarlo. Es una bola que va creciendo… Pocas veces he tenido una noción clara de lo que voy a escribir, creo que nunca he seguido un plan trazado previamente, y cuando me lo he propuesto, no lo he logrado. En mi caso, en el origen hay una idea germinal que puede llegar a ser muy poderosa y magnética, pero poco más. A medida que llenas páginas, esa idea se va definiendo, se van revelando más cosas, descubres lo que quieres escribir.
¿Escribes a mano o directamente en el ordenador?
Escribo a mano y reescribo también a mano. Luego lo paso al ordenador. [Me enseña un cuaderno donde hay páginas de distintos colores] Este, por ejemplo, es el texto original y aquí está reescrito otra vez.
Es una escritura que acumula sedimentos, ¿no?
Sí, así es. Esa idea germinal, pero con capacidad para llevarte al papel, es el estrato más profundo. Pero ya supone una cierta fisicidad, algo sobre lo que se pueden ir acumulando más y más materiales. Por lo demás, la primera escritura está siempre llena de imperfecciones, desordenada e incompleta, y es la reescritura lo que te permite darle un acabado un poco mejor, además de ordenar y cubrir vacíos. Pero en ese momento aún queda mucho que corregir, mucho…
¿Cómo te enfrentas al borrador final?
Con cierta desesperación ante las imperfecciones formales que encuentro cada vez que releo un texto. Corrijo mucho y siempre veo cosas que no me gustan, tropiezos, asperezas de la prosa… Retoco y cambio una y otra vez. Al final, hay que dejarlo y cerrar, o abandonar… Y no porque el texto esté bien, sino porque tienes que reconocer que ya no puedes mejorarlo. Corregir puede llegar a convertirse en algo obsesivo, insano y frustrante. Puede ser incluso contraproducente, en el sentido de que a veces acabas malogrando el texto… En algún momento hay que parar, a sabiendas de que no hemos logrado esa perfección que buscábamos, y no es fácil identificar correctamente ese momento.
¿Cuál es, en ese sentido, el problema técnico que te resulta más difícil? ¿La construcción de los personajes, el punto de vista, lograr un tono narrativo, los diálogos?
[Resopla] ¡Todo! Todo eso que has dicho. Es muy difícil conseguir el tono y sostenerlo. En el caso de una novela, creo que al final te lo da el volumen de trabajo. Si trabajas de manera sostenida, o sea, si estás en ese hábitat y en esa atmósfera de forma continuada, al final respiras dentro de la novela, vives dentro de ella y entonces el tono viene un poco dado, es relativamente fácil de sostener. En cambio, es difícil conseguir que se mantenga si el trabajo no es fluido, si hay abandonos… También es complicado encontrar la voz del narrador, algo que tiene mucho que ver con el tono narrativo. En realidad, de esa voz emana el tono de la narración. Generalmente, yo quiero que la voz de mis narradores tenga una cierta gravedad o profundidad, pero, al mismo tiempo, me gusta que haya concesiones a un humor digamos discreto, tangencial, cierta dosis de ironía. Quiero que sean narradores capaces de mostrar primeros planos y que a la vez conserven una distancia crítica respecto a lo que sucede. Ese punto medio es difícil de conseguir, soy más o menos consciente de ello. Por otro lado, la construcción de los personajes es quizá uno de mis mayores intereses. No sé si podría decirse que en mis historias la psicología de los personajes tiene más importancia que la propia trama. Fíjate, Desposesión tiene 170 páginas y el argumento se podría contar en siete líneas. Lo demás son los personajes, es su mundo y su voz, sus pensamientos, sus turbulencias.
¿Piensas en un tipo de lector cuando escribes?
No, porque no sé qué tipos de lector hay o porque me niego a aceptar que los haya, igual que me niego a aceptar que yo pueda pertenecer a uno de esos tipos. Cuando escribo, quiero comunicar cosas, compartirlas y darles una cierta trascendencia. Busco o me dirijo a personas cuyo dial de emociones pueda sintonizar con las que yo expongo, con las turbulencias y dilemas éticos que experimentan los personajes. A mí me gustaría llegar a lectores que, con independencia del juicio que les merezca el comportamiento de un personaje, puedan conectar emocional e intelectualmente con él.
Esto me lleva a otra pregunta que te quería hacer. ¿Es necesario gozar de cierta estabilidad emocional para escribir o uno puede ponerse a trabajar sea cual sea su estado anímico?
Creo que tiene que haber alguna desazón en tu interior para que surja el impulso de escribir, aunque por otra parte ese malestar puede ser también incapacitante. En alguna época de mi vida, en tiempos de crisis o de cuestionamientos, he llegado a desconfiar de la propia escritura, de la mía y de la de los demás. Me he sentido engañado, autoengañado. Esa conflictividad puede ser benéfica o fructífera, si te mueve a escribir de otra manera… Quizá la clave esté en dar con un punto medio. La conformidad o la beatitud son estados en los que tal vez no tengas nada que escribir, pero en el extremo opuesto también puedes verte bloqueado e incluso iniciar una deriva autodestructiva.
¿Cuánto hay de experiencia personal en tu obra? ¿Te reconoces en todo lo que has escrito? ¿Son todos tú, como decía Flaubert de Emma Bovary?
Sí, sí, cien por cien. Todos son yo, incluso aquellos personajes que llevan vidas muy distintas a la mía o que hacen cosas que yo nunca he hecho. Todos son proyecciones de mí mismo, de impulsos, de deseos, de inercias o atavismos personales. Toda la galería de personajes que he creado es una galería de espejos en la que me veo probándome otras vidas y actuando de distintas maneras. La grandeza de la literatura, si consigues dar con ella, es que todos esos autorretratos puedan ser también espejos para los lectores, que el lector se pueda ver también reflejado en ellos. Para mí este es uno de los grandes logros a los que puede aspirar un escritor, que el lector se reconozca en los personajes, aunque no apruebe lo que hacen. Que incluso en el monstruo descubras cosas que te atañen, que piensas y eres.
Tuya es la siguiente frase: «Leer es un síntoma de buena salud y, sin embargo, escribir lo es de que estamos enfermos». ¿Se puede curar uno escribiendo?
Muy buena pregunta. Quiero creer que sí y tengo que creer que sí, es mi obligación. Desde luego, si existe esa posibilidad, tiene que ser con una dosis muy grande de valentía y de honestidad, es decir, tomándote la escritura como un ejercicio muy serio de autoconocimiento, como un camino, diría, de crecimiento personal. Para mí, y seguro que para mucha gente también, la escritura y la lectura pueden ser y han sido formas de evasión, aunque no podamos o no queramos reconocerlo. Ambas pueden brindarnos pretextos y vías de escape e, incluso, instalarnos en la impostura, deliberadamente o no. Hay que estar alerta, puede que te estés convenciendo de que haces algo muy noble y meritorio, cuando a lo mejor lo que estás construyendo es una gran farsa, tanto para ti como para quien te lee. Es importante estar atento a las trampas que tienen que ver con la vanidad, con el prestigio y el reconocimiento público. Tanto si lo tienes como si no, son factores que pueden enturbiar tus motivos y tus objetivos.

¿Y qué piensas de la posición del escritor? ¿Crees que tiene una responsabilidad social o política o te parece, como decía Faulkner, que la única responsabilidad de un escritor es con su arte?
Pienso las dos cosas o, más bien, creo una cosa y la contraria, lo cual es bastante habitual en mi manera de pensar. [Risas] Claramente, Faulkner tiene razón, un artista tiene un compromiso con su propio arte y debe afrontarlo. Pero creo que eso no es incompatible con el hecho de que nos reconozcamos como seres sociales y políticos, criaturas que viven en comunidad, tanto en comunidades íntimas y familiares como en comunidades amplias. Todos habitamos en un edificio, en pueblo o en una ciudad, en una región, en un país, en un mundo en el que hay muchas personas que viven vidas muy difíciles, con grandes carencias y sufrimientos. Y el escritor no es un ángel que viva en un plano distinto de la realidad de sus semejantes. Yo quisiera creer que en mi labor intento cubrir ese doble requerimiento, el de estar comprometido con mi obra y, a la vez, con las vidas y el sufrimiento de los demás. Otra cosa es en qué se traduce ese compromiso, cómo se materializa o, más exactamente, cómo se verbaliza. Aquí probablemente haya un rango amplio de respuestas y seguramente discutiríamos mucho sobre cómo ha de articularse esa responsabilidad social en la escritura. Pienso que en mi obra hay, además de un compromiso artístico, un deseo de salir al encuentro de mis semejantes, un compromiso que no se plasma explícitamente en un alineamiento con programas o ideologías, pero sí con el sufrimiento y los anhelos, con la fragilidad propia y ajena.
Vuelvo sobre algo que has dicho antes. Aparte de esos versos juveniles, ¿has escrito alguna vez poesía?
La verdad es que tengo una relación un poco conflictiva con la poesía… He escrito poesía ocasionalmente, muy poco y muy pocas veces. Además de esos poemas adolescentes de los que te hablaba antes, con posterioridad he escrito algunas series de poemas, las más de las veces poemas en prosa. O prosas poéticas, no sabría cómo llamarlo. Son textos que tienen un aliento más poético. En una ocasión publiqué bajo seudónimo una serie de ellos y lo hice con mucho pudor porque la poesía es otra liga… Estoy muy de acuerdo con algo que dijo Ray Loriga cuando le preguntaron esto mismo. Él decía que no escribía poesía y que no se atrevía a hacerlo porque en la poesía solo puedes sacar un cero o un diez, no hay más alternativas. O es bueno o es deplorable. Creo que es así y que en la narrativa sí se nos permite sacar aprobadillos. [Risas]
Pero has estado ligado a la poesía de otras maneras. Por ejemplo, participaste junto a Rafael Saravia en la edición de la poesía reunida de Luis Miguel Rabanal. ¿Qué poetas te interesan?
A la poesía llegué también de la mano de Ángel García Aller, que era poeta, por cierto, y muy bueno. Su obra es breve pero exquisita. El mote que tenía en el instituto era precisamente «el poeta». De su mano, de la formación del Instituto, descubrí a nuestros grandes clásicos: Manrique, Quevedo, San Juan… Más tarde a los poetas del 27 y a otros. Recuerdo haber leído con mucho interés e incluso con devoción a Pedro Salinas y a otros como Cernuda, Aleixandre, Miguel Hernández, Neruda, Machado… Otros poetas que me han seducido poderosamente son Antonio Gamoneda o Leopoldo María Panero. Entre los más próximos a mi generación, estarían Luis Martínez de Merlo, nuestro paisano Tomás Sánchez Santiago o Luis Miguel Rabanal, como bien dices, que me parece un enorme poeta, con una obra admirable en muchos aspectos, y ejemplar también por su manera de entender y practicar la escritura. No obstante, con la poesía tengo, como te decía, una relación un poco conflictiva. A menudo leo poesía que me irrita, que me inspira un fuerte rechazo. Veo impostura, deshonestidad, artificio, un afán más de lucimiento que de comunicación con el lector, algo que en la poesía me resulta doblemente insoportable. Eso hace que muchos libros se me caigan de las manos o que yo los arroje de mi lado…
Es casi un tópico preguntarle esto a un escritor, pero ¿tienes una respuesta a la pregunta de por qué escribir?
Es un tópico, sí, aunque creo que es una pregunta importante, una pregunta que hay que seguir haciéndose. Las respuestas pueden ser satisfactorias o no, pero la pregunta es pertinente. Quizá más que por qué hay que preguntarse para qué escribimos.
O desde dónde.
[Asiente con energía] Sí, sí, claro, son preguntas importantes. Creo que se escribe desde carencias profundas, oscuras y desconocidas para uno mismo y que suponen un desafío que tiene que ver con esa valentía y esa honestidad de la que hablábamos antes. Son carencias y daños que guardamos en baúles cerrados con siete llaves, asuntos de los que uno mismo no quiere saber, mucho menos mostrarlos a los demás. Pienso que escribimos desde la necesidad de restañar esos daños y carencias, y desde la necesidad de una comunicación, de ser aceptado, comprendido y estimado a ese nivel profundo. Es necesidad de comunicarse íntimamente con el lector y de hacerlo, quizá, más allá de lo que permite un diálogo con un interlocutor directo, ante el que puedes experimentar reservas, desconfianzas, pudor… Creo que la literatura te permite ese encuentro profundo con otra persona, a la que ni siquiera conoces. Más acá o más allá del gozo estético, esta comunicación íntima es algo que a mí me satisface profundamente cuando la experimento como lector, y aspiro a conseguirla también como escritor.
Vamos con tu obra. Acabas de publicar Desposesión, que es tu nueva entrega en Trea. ¿Qué siente un escritor al desprenderse de sus libros una vez los termina?
Como en tantas cosas es una sensación dual, es un momento de…
Alivio…
De mucha ambivalencia, porque por una parte supone una liberación, en efecto, es poner fin a mucho esfuerzo, a muchas horas frente a la pieza, cincelando, puliendo, rematando… Y bueno, después de un trabajo que a veces llega a ser frustrante e irritante, publicar no cabe duda de que supone una liberación. Pero, por otra parte, también es un momento para mí de mucha inseguridad, de temor, porque sé que esa obra, que fragua definitivamente y adquiere ya su forma final al ser publicada, no es perfecta, está muy lejos de ser perfecta. Y sé que al cabo de no mucho tiempo, si me vuelvo a asomar a ella, voy a constatar que podría mejorar pasajes, que podría mejorar muchas cosas, desde las que pueden tener una importancia menor, si se quiere, como repeticiones, cacofonías, problemas de ritmo, etc., hasta problemas de mayor calado que no haya sido capaz de ver. En el tono, por ejemplo, en la voz o en la propia construcción de la trama.
Esta es la cuarta de tus novelas, pero tu primer libro fue una colección de cuentos, Yo, el monstruo, que salió en el año 2002, y a la que siguió otra titulada Los sueños apócrifos, de 2009. ¿Es el cuento un trampolín para la novela?
Ay… Tengo que decirte que sí y…
O sea, que el cuento es el patito feo de la literatura…
Tenemos que reconocer que sí… A ver, yo tengo la certeza de que el cuento es un género mayor, con plena carta de naturaleza y en igualdad de condiciones con cualquier otro género, con la novela, con el teatro, con la poesía, con el ensayo, con lo que quieras. El cuento es un género mayor de la literatura, eso es así.
De hecho, el tópico dice que es más difícil escribir un buen cuento que una buena novela…
Bueno, no sé si estaría muy de acuerdo con eso, y ahora te diré lo que pienso sobre ese tópico. Hay que reivindicar el cuento como género mayor de la literatura, pero, a la vez, los narradores tenemos que reconocer, yo claramente tengo que reconocer, que he escrito cuentos que me han servido para formarme, que han sido como una tabla de ejercicios para afrontar retos de largo aliento como es escribir una novela. Y creo que no hay contradicción en que el cuento pueda ser al mismo tiempo un género mayor con entidad propia y con toda su nobleza y su rango de altura, y a la vez un campo en el que un debutante se ejercite. En mi caso, por ejemplo, mi primer libro de cuentos es claramente una tabla de ejercicios en la que yo probé a escribir con distintas voces y ópticas, a hacer monólogos interiores, a ejercitarme en el diálogo, en distintos tonos y técnicas literarias, practicar saltos temporales, incluir distintos puntos de vista en un mismo relato… Eso claramente era una tabla de ejercicios, y al mismo tiempo, aunque es un primer libro y seguro que adolece de todo tipo de deficiencias, aunque para mí fueron ejercicios literarios, ejercicios de técnicas literarias, yo escribía esos cuentos con la voluntad de lograr obras redondas, con valor por sí mismas.
¿Y el tópico?
El tópico…
El tópico que dice que es más difícil escribir un buen relato que una buena novela.
Sí, se repite mucho esto, lo he oído muchas veces… No, no puedo compartirlo de ninguna manera, y tampoco puedo defender lo contrario… Creo que es una manera muy burda de reivindicar la grandeza del cuento. El cuento es un gran género, es un género en el que se han escrito obras magistrales y en el que hay escritores de primerísima talla, y no porque sea más difícil. Tampoco voy a decir lo contrario, por ejemplo que escribir trescientas páginas es más difícil que escribir siete. También eso es una forma muy burda de reivindicar o de esgrimir la superioridad de la novela, que no existe, no hay tal cosa, son comparaciones odiosas e innecesarias. Cada vez que oigo a un escritor hacer la defensa del género que él practica, me molesta, me irrita porque lo hace estableciendo comparaciones que son innecesarias, que ni nos ilustran ni nos ayudan a entender nada. Cada género entraña sus riesgos y sus dificultades, cada uno tiene su mecánica, o no, que también es algo a lo que yo me resisto, a esos decálogos o pentálogos o lo que sean, y que pretenden fijar lo que es un cuento o cómo ha de ser un cuento. Un cuento es lo que tú escribas y…
Parece que cada decálogo se hace rebatiendo al que ha formulado otro escritor.
Sí, lo cual demuestra que todos son prescindibles. Creo que fue Cela el que decía que una novela es un libro en cuya portada pone «novela», pues un cuento es un texto en el que pone «cuento», o ni siquiera. Todas esas normas para escribir buenos cuentos, estos mandamientos, decálogos, pautas de taller literario o de no sé qué, que te dicen que tiene que haber una sorpresa, un suspense, un ritmo, que tiene que ser circular o no sé cómo… Todo eso me parece que es banal, cuando no tóxico o perjudicial. Yo creo que a estas alturas de la historia de la literatura está archidemostrado que un cuento puede ser una cosa y su contraria perfectamente, y una novela también, y este asunto de los tipos, las pautas y los mandamientos quizá sea una prueba más de que en nuestra época se está haciendo una literatura muy conservadora, que se superó hace ya mucho. Una literatura que nace vieja, cuando no muerta. Se pueden escribir cuentos magníficos rebatiendo todos los mandamientos literarios habidos y por haber.
Y a qué cuentistas admiras y qué relato te hubiera gustado firmar.
Leo relativamente pocos cuentos… El cuento es un género al que me aproximo y del que me distancio porque me genera cierto desasosiego, me perturba… Me frustra mucho que una historia se acabe tan pronto e inmediatamente empiece otra que me saca de esa historia y que me pide entrar en otras vidas y otro mundo. Leo un cuento y dejo ese libro de cuentos. Para mí leer un cuento e inmediatamente leer otro es un es un acto de disociación, casi de esquizofrenia…
Daniel Sueiro decía que tras leer un buen cuento uno no debe empezar el siguiente. Conviene dejarlo reposar…
¡Exacto! Cuando disfrutas de un cuento, necesitas quedarte en ese cuento más de lo que dura el cuento, y no puedes entrar en otro inmediatamente. En este sentido, imagino que, si yo fuera lector de mis libros de cuentos, alguno de ellos me generaría esta desazón también, y quizá por eso de los cuatro libros de cuentos que he publicado, en dos de ellos hay cierta continuidad, un planteamiento común, y están en cierta medida vertebrados, de manera que se supere esa ruptura que hay entre un cuento y otro.
¿Y los autores?
En cuanto a autores, recientemente he descubierto a Grace Paley, una autora con una fuerza y una gracia arrolladoras, una delicia… Poco antes, había leído los intensos y extraños relatos de Herta Müller. Batallas de amor, de Paley, y En tierras bajas, de Muller, son dos ejemplos claros de relatos magníficos, muy distintos entre sí y muy ajenos a normativas y decálogos literarios. Entre los clásicos, tengo que mencionar a Borges, Cheever, Chéjov, Cortázar, … Octaedro, de Cortázar, me deslumbró en su momento. Me preguntabas qué cuento me habría gustado escribir, pues «Lugar llamado Kingsberg» o cualquiera de esos, pero este, por ejemplo, que es un cuento precioso.
Volvemos a los inicios otra vez. Han pasado ya veinte años de tu primer libro. ¿Hay una evolución o, como decía Ricardo Piglia, solo una mayor habilidad para detectar las imperfecciones y corregirlas?
Ya… [Risas]. Una mayor habilidad para detectarlas, quizá sí; para corregirlas, no estoy seguro… Sí, sí, los años de práctica, o simplemente los años, el paso del tiempo te permite ver las obras con cierto distanciamiento y detectar errores que en la distancia corta no se ven. A mí me gustaría creer que el paso de los años, la acumulación de experiencia, de lecturas, de horas de escritura también, todo eso hará de ti un mejor escritor, pero… no lo creo, no lo creo. No creo que eso sea necesariamente así. Con el paso del tiempo también nos volvemos más maniáticos y obtusos, más rígidos en nuestras ideas preconcebidas y en nuestra manera de hacer las cosas. Más limitados, en suma. A mí gustaría creer que esta novela es mejor que la anterior, y la anterior que la anterior, y que estoy en una progresión constante, pero sospecho que eso no es así y que, como en todo en la vida, hay altibajos, hay irregularidades. También sospecho que he podido perder el atrevimiento y la osadía que tuve hace años…
El tiempo te da la medida…
Sí, el paso del tiempo te permite echar la vista atrás y ver más claramente lo que has hecho. Y también reconciliarte con ello… Porque creo, bueno, estoy seguro de que mis primeros libros, y probablemente los últimos también, son muy imperfectos, pero con el tiempo aprendes a asumir esas imperfecciones como asumes que no eres un Adonis, como asumes que no eres alto, rubio, guapo y de ojos azules. [Risas] Asumes que tienes el físico que tienes y los andares que tienes y todo lo que configura tu realidad. Pues igualmente con el tiempo asumes que eres el escritor que eres. Cuando empecé a tomarme esto en serio, leía con mucha atención a autores como Proust, como Faulkner, como Kafka, autores de los que yo quería aprender y a los que leía subrayando, tomando notas, tratando de escudriñar sus secretos y aprender. En aquel momento mis ambiciones literarias eran máximas, yo aspiraba a ser el mejor escritor de mi tiempo, nada menos. Bueno, eso son efervescencias juveniles que con el tiempo se van disipando. Ahora a mis cincuenta creo que soy más consciente de cuáles son mis capacidades y mis limitaciones, y no es que me resigne a escribir de manera imperfecta, siempre ha de estar ahí la atención para para hacerlo lo mejor posible, por supuesto, la autoexigencia, pero al mismo tiempo hay que reconocer que uno es el escritor que es.
En Los sueños apócrifos hay un gran peso de lo onírico. ¿Se siente esa huella en algún otro de tus libros?
Lo onírico está en todo lo que escribo. Aparece siempre en mis novelas, antes o después, y muchos de mis cuentos son sueños o tienen una clara atmósfera onírica. Estas atmósferas me dan mucha libertad y me permiten condensar e intensificar las emociones. Los sueños de los personajes hacen más visibles sus encrucijadas, más reconocibles sus anhelos y frustraciones. Además, tanto el elemento surreal como el potencial simbólico del sueño son materiales preciosos para un narrador, materiales que hay que manejar también con especial cuidado…
Me estoy acordando de Sacrificio.
Sí, está en Sacrificio y también en Desposesión, en todos mis libros. A veces también se trata de pasajes que, sin que quede claro si son sueños o no, tienen ese carácter onírico que a mí me gusta y que veo lleno de potencialidades narrativas. Soy consciente de que es un registro muy delicado. Narrar un sueño es, por definición, algo imposible, porque los sueños no son relatos, están deslavazados, son caóticos, carecen de hilo y de «lógica», y a menudo incluso de interés como historias que contar o que escuchar. Para mí la prueba de ello es que cuando te pones a escribir un sueño que has tenido, debes hilarlo, completarlo o redondearlo, le das formas y un sentido que no tenía, lo conviertes en otra cosa. Y, por supuesto, la atmósfera se esfuma, se arruina, es inapresable. Un sueño deja de ser ese sueño cuando lo cuentas, lo mismo que ocurre cuando cuentas un recuerdo. Pero, por otra parte, la libertad que da el sueño al escritor, la fuerza simbólica de sus elementos, la intensidad que adquiere todo… lo convierten en un recurso de primer orden.
¿Y los mitos? Me llama la atención que, en muchos de tus relatos incluyas alusiones distintas tradiciones, desde los griegos a la Biblia. ¿Por qué? ¿El mito ha tenido peso en tu formación como escritor?
Creo que sí. Echando la vista atrás veo que en mi narrativa reaparecen figuras o episodios de la mitología que entronca más con nuestra cultura, que es la grecolatina y la judeocristiana, tan amplias y fecundas, y con tanto peso a lo largo de la historia, no solo en el arte. Para mí también son recursos, aunque tengo la sensación de que más que ir yo a ellos, son ellos los que vienen a mí cuando estoy narrando. Supongo que es algo natural, en la medida en que los mitos acuñan tópicos literarios y fijan fórmulas narrativas que reutilizamos una y otra vez, consciente o inconscientemente. Están en nuestra tradición, forman parte de nuestra educación, directa o indirectamente. Aunque nunca hayas leído la Biblia, aunque no hayas leído a Homero o a Virgilio, esas obras han influido en todo lo que se ha escrito después, han configurado nuestra cultura más allá de lo religioso o de lo literario, y te influyen también a ti. Es fantástico esto, ¿verdad? Los clásicos te influyen, aunque no los hayas leído… En mi caso, abundan los mitos y las figuras de nuestra cultura religiosa, tal vez por mi paso por el seminario, en el que todo eso estaba muy presente. Creo que eso nutre y enriquece mi narrativa, con independencia de cuál sea hoy mi fe o mi falta de fe, es algo que no intento reprimir ni mucho menos.
Entre tus principales obsesiones, que se rastrea tanto en tus cuentos como en tus novelas, destaca el erotismo. Creo que este, en lugar de ser un medio para la excitación, remarca la soledad de tus personajes o sirve para describir un viaje iniciático, como en el relato «Mi profundo sur», ganador del premio UNED de cuentos. ¿Estás de acuerdo?
Me gusta que lo veas así. Es cierto que el erotismo está muy presente en mi escritura, desde el principio hasta hoy. Te diría, incluso, que es algo que está en mi obra de manera incontrolable o irreprimible, a veces hasta extremos que a mí mismo me producen cierto pudor. En efecto, es un terreno en el que se ponen de manifiesto muy crudamente emociones y comportamientos que a mí me interesa mucho retratar, como pueden ser la culpa, la frustración, el deseo, la violencia, etcétera. Creo que el erotismo es un terreno que permite mostrar de manera muy diáfana nuestra naturaleza, de qué pasta estamos hechos. Todo eso para un narrador es un recurso de gran valor.
Por otro lado, un aspecto significativo de tu escritura es el uso de la ironía y el humor. Me parece que en muchos de tus textos breves hay un tono zumbón y desenfadado que aligera las tramas. ¿Te gusta bromear con el horror?
En principio, te diría que no, pero quizá si me paro a pensar un poco más… Para mí es importante mantener una cierta distancia con lo que estás contando. Toda esa intensidad emocional que busco puede acabar provocando un chapoteo, puede enfangarte. La ironía o el sarcasmo te permiten dar en ciertos momentos un paso atrás y preservar cierta distancia que el lector quizá agradezca. Lo cierto es que no me considero un gran defensor de la ironía, no comparto en absoluto ciertas apologías o defensas que he leído o he escuchado sobre ella. No me parece ni tan admirable, ni tan lúcida, ni tan divertida, ni creo que sea la forma más alta de la inteligencia, para nada. A menudo me parece que no es más que un recurso fácil, y hasta facilón, y una manera de hacerse a un lado y eludir pasos comprometidos al frente, pasos que uno prefiere no dar. Me parece un recurso que se debe dosificar y manejar con cuidado.
¿Puede demostrar falta de piedad?
Sí, una falta de piedad, una falta de sinceridad, una falta de entrega a lo que estás contando. Hay momentos, por ejemplo, cuando estás contando algo delicado, algo que mueve al pudor, en lo que tanto el autor como el lector se pueden sentir incómodos, pasajes que requieren de sensibilidad y tacto, pero también de entrega y de valentía, en los que recurrir a la ironía me resulta casi imperdonable, es la salida fácil, la manera de desentenderse. Y quedas bien, pareces un tipo muy inteligente. Por eso te digo que creo que un recurso que hay que dosificar mucho. Un tono irónico sostenido, por ejemplo, a mí me resulta insoportable, cansino, pedante…

Otro de los mundos reconocibles en tus cuentos y, en general, en tu literatura (Sacrificio, por ejemplo, es una novela de adolescentes) es el de la infancia. ¿Por qué?
[Se queda pensativo] Bueno, la infancia es como un baúl, un baúl de tesoros oscuros… La infancia, es decir, la memoria de la infancia, es un espacio lleno de cosas que muchas veces ni siquiera sabes que están, pero que piden salir y ser contadas, que esperan liberarse. Creo que en la memoria de la infancia hay un latir constante, una especie de borboteo de cosas que quieren mostrarse y que muchas veces uno se resiste a contar o que solo cuenta disfrazándolas convenientemente… Quizá en la infancia nos pasa todo lo que merece ser contado. Todo lo que tú puedes contar ha sucedido en esos años, cuando tenías esa mirada, esa sensibilidad, esa capacidad de sorprenderte, esa vulnerabilidad ante las agresiones del mundo… Es un periodo al que hay que aproximarse con mucho cuidado porque siempre está presente la tentación de idealizar lo que no fue ideal, ni mucho menos. En la infancia, en cualquier infancia, hay claroscuros, hay daños, hay tristeza, y quizá cuando la evocamos nos limitamos a exponer las zonas de luz, a lo entrañable. Pero todo lo que hay en las zonas de sombra informan la vida del adulto, la condicionan y pide ser contado. A los escritores nos falta muchas veces valentía y honestidad para contar esa época, sobre todo cuando hacemos el ejercicio deliberado de ponernos plasmar nuestros recuerdos. Esa tarea hay que hacerla respetando mucho al niño o a la niña que fuimos y que vivió lo que vivió.
Durante bastante tiempo tuviste un blog, «Ángulo de penetración», hoy desaparecido. De ahí salieron los textos de Trata de olvidarlas. ¿Contar con un blog era un estímulo para escribir?
Sí, sin duda. Durante algunos años, el blog tuvo una enorme popularidad, todos los escritores teníamos uno (o varios) o colaborábamos en alguno colectivo. Los blogs estaban muy profusamente interrelacionados, a través de unos descubrías otros… Había una efervescencia y un interés por leer y escribir que hoy recuerdo con admiración y nostalgia. Fue una herramienta que estimuló mucho la creatividad y la curiosidad por lo que hacían los demás. Tuvo ese aspecto positivo, aunque, lógicamente, a veces se publicaban textos que no habían madurado suficientemente. Otro aspecto para mí negativo era el de hacerte estar muy pendiente de la respuesta de los lectores y del alcance que tenías: los comentarios, el número de visitas, si lo que habías escrito provocaba reacciones o no… Era como escribir en un escaparate, pendiente de quienes pasan, de si se detienen, de lo que dicen… Eso es peligroso, sin duda se escribe mejor en la trastienda, sin que nadie sepa siquiera qué estás haciendo, ni si estás o no estás. Con todo, para mí fue un formato muy útil, estimulante y productivo. Yo tuve dos blogs, el que mencionas y otro llamado «Segunda persona», y durante algún tiempo mantuve una sección propia en el blog del Club Leteo. En todos los casos escribí mucho y disfruté haciéndolo.

Alberto R. Torices
Trea, 2017
144 páginas
12 €
¿Por qué ese nombre, «Segunda persona»?
Porque todas las entradas las escribía así, utilizando la segunda persona. Los blogs eran para mí como una de tabla de ejercicios. Me daban el método, la mecánica y la periodicidad. Así me lo tomaba yo. Esos dos blogs que tuve fueron creados con una idea o un planteamiento que vertebraba todo. En el caso de «Segunda persona» era el de escribir siempre en ese tiempo verbal. Para el de «Ángulo de penetración», de donde salió Trata de olvidarlas, lo que hice fue crear una nuevo don Juan, un «burlador» posmoderno que iba narrando sus sucesivas conquistas. Ese planteamiento común me facilitaba la escritura, me estimulaba y me divertía. Los sueños apócrifos también nació así. Ese libro reúne las entradas que yo publicaba en el blog del Club Leteo, en el que escribíamos unos cuantos colegas. Cada uno tenía su propia sección, una saga que se íbamos alimentando con sucesivas entregas, y la mía fue esta, textos en los que yo atribuía sueños a autores y a personajes literarios. Les puse sueños a Saul Bellow, a Jay Gatsby, a Michel Houellebecq, a Lolita, a don Quijote…
Has escrito, por otra parte, en revistas digitales (Tarántula, por ejemplo) y colaborado con distintos blogs literarios como «Manual de ultramarinos». ¿Cuáles son las que más te gustan?
La verdad es que no sigo ni las revistas electrónicas ni las revistas en papel. Las he consultado ocasionalmente, pero no he sido nunca muy asiduo de ellas. Me generan sensaciones encontradas, y nunca he recurrido a ellas para orientar mis lecturas. En cuanto a los blogs, en su momento hubo algunos que me interesaron mucho, como el que tuvo Rubén Lardín, «Imbécil y desnudo», o el de Joan Ripollés, «Atadita a la cama», el de Marta Castro, «Ternura porno», y otros autores a los conocí en aquella época de esplendor de este formato. Rubén, Joan y Marta configuraron una suerte de tríada gloriosa para mí, me sacaron del registro clásico y quizá más acartonado de mis lecturas habituales, y me movieron a escribir también de una forma más libre y atrevida. Si no recuerdo mal, a Luis Miguel Rabanal lo conocí también por las entradas de su Elogio del proxeneta, que iba colgando en un blog. Pero aquella fiebre pasó. Ahora estoy más distanciado de los medios digitales.
¿Te resulta fácil leer en formato digital?
No, nada fácil. Leo puntualmente cosas de las que tengo noticia y que creo que me pueden interesar, alguna colaboración, algún articulista… pero no, no soy lector asiduo de ningún formato digital, aun a sabiendas de que hay materiales muy valiosos y de que esos medios son una magnífica hemeroteca. «El cuaderno digital» es un ejemplo claro de revista digital de calidad. Pero no me resulta grato leer en una pantalla, me cuesta. Quizá en esto tenga que ver el hecho de que trabajo delante de una pantalla, y que muchas cosas hay que hacerlas necesariamente así, a través del móvil o del ordenador. No quiero que leer sea otra más.
Esto me lleva a preguntarte otra cosa. ¿Crees que la irrupción de las nuevas tecnologías ha cambiado nuestra manera de relacionarlos con lo escrito?
Sí, sin ninguna sin duda. Creo que nos ha hecho peores lectores, habrá que ver si también peores escritores. Lo que tiene de vértigo, de velocidad, así como de masivo, de cantidad abrumadora, hace que se lea más superficialmente, más rápidamente. Los expertos dicen que está afectando al desarrollo cerebral, sobre todo de los más jóvenes, pero seguramente nos afecte a todos. En lo que a mí respecta, todo este mundo de los soportes digitales, de las redes sociales y la prensa digital me ha hecho peor lector, un lector más impaciente, inconstante y distraído, lector más de urgencia, que lee en diagonal. Intento preservar al lector que más estimo en mí con la lectura en papel, diaria y reposada. Me gusta releer, degustar, repasar. Cuando termino un libro, este sigue un tiempo cerca de mí y vuelvo sobre él y creo que ahí me desarrollo como lector, en la experiencia reposada, en la degustación y la relectura. Eso para mí es esencial y resulta imposible en los medios digitales, que te arrollan y llevan al arrastre.
También has participado en encuentros con estudiantes de secundaria. ¿Qué te parece la educación literaria que se ofrece en los institutos?
No te puedo decir que tenga una gran opinión, aunque lo cierto es que mi experiencia como alumno de secundaria fue buena, muy buena. Como te decía, fue mi profesor de lengua y literatura de aquellos años el que hizo de mí un lector, y quien despertó en mí el deseo de escribir. Yo disfrutaba de sus clases, leí y aprendí muchísimo con él. Sin embargo, ya entonces, como ahora, veía chavales que no conectaban con la literatura, compañeros de entonces o muchachos de hoy a los que la literatura les resultada o les resulta algo pesado y carente de interés. Quizá tenga que ver con los aprendizajes más ligados a la memorización que a la experiencia lectora y al contacto íntimo con los textos. Entiendo que para los profesores tiene que ser muy difícil conseguir que los alumnos se interesen por esta materia, contagiarles su pasión por la poesía, por las novelas o el teatro. Para mis propios hijos la literatura ha sido algo pesado, algo que tenían que estudiar y que no han disfrutado. Seguro que yo tampoco he sabido facilitarles una aproximación más gozosa. Pero los adolescentes hoy tienen —tenemos todos, pero ellos más— un gran enemigo en el teléfono móvil, que es algo totalmente contrario a la lectura, si entendemos por ello algo que tiene que ver con sumergirte en los textos, o más bien con dejar que estos penetren en ti… Creo que en todo este mundo de las redes ellos tienen un enemigo poderosísimo que está ganando la batalla. En fin, es fácil criticar el tipo de enseñanza o la aproximación a la lectura que puede haber en los colegios e institutos, pero reconozco que no sé cómo ha de hacerse. No sé cuál ha de ser el planteamiento que haga ese acercamiento más seductor o atractivo. Ahí los profesores tenéis un desafío muy grande. Creo que tiene que ver con la pasión que sentís hacia la materia, pero seguramente tampoco eso sea suficiente.
En los últimos años han proliferado los talleres de cuentos y algunos han demostrado ser estupendas escuelas para escritores. Tengo entendido que tú has participado en alguno de ellos.
Participé en una experiencia que no era exactamente un taller de cuentos, ni siquiera un taller literario como tal. Se llamaba Laboratorio poético, fue algo que armó Víctor M. Díez en León, una experiencia muy creativa, abierta y enriquecedora. Eran unos encuentros a los que se iba a escuchar a otras personas, pero también a hacer cosas con tus propias manos, a ejercitar y compartir la propia creatividad. Estaba orientado a la creación en el sentido más amplio y libre. No eran estrictamente literarios… Allí se abordaban muy distintas formas de expresión artística, como la danza, la poesía visual u otros campos. Víctor contactó conmigo y me propuso que impartiera un taller orientado a la creación literaria. Fue mi primera, y casi te diría única, participación en ese formato que podríamos llamar taller literario en sentido amplio, algo que, por lo demás, realmente no me ha interesado mucho nunca, ni como alumno ni como profesor. Como profesor, aún menos porque no me siento capacitado, esa es la verdad, para impartir clases de literatura o de narrativa. No tengo esa formación ni tampoco mucho interés en formarme para enseñar a otros autores, aunque la experiencia del Laboratorio fue muy grata, desde luego, muy instructiva para mí. Yo me he formado o deformado leyendo y escribiendo, de una manera, digamos, autodidacta, y lo prefiero así. Sé que los talleres son un recurso que ha tenido su esplendor y sus muchos seguidores, y no dudo de que tendrá su utilidad, pero yo he preferido y prefiero ir un poco a mi aire.
Alguien dijo que se puede enseñar a analizar La montaña mágica, pero no a escribirla.
No, me temo que no… En la creación literaria siempre habrá un componente de misterio, algo que es inapresable e indemostrable y que es lo que hace que un texto sea bello… Eso siempre será algo subjetivo, para empezar, pero, incluso aunque estemos de acuerdo en que un texto es bello y valioso artísticamente, nos va a costar mucho demostrar por qué. Tú puedes diseccionar un texto y hablar de su estructura, de sus recursos literarios, de intertextualidades y de todo lo que quieras, pero explicar qué es lo que hace que eso sea bello y tenga un valor artístico, eso creo que es muy difícil o imposible de identificar. Y está bien que sea así no, yo me abrazo a ese misterio, no necesito desvelarlo.
¿Y ahora con la inteligencia artificial?
Ese es otro melón… [Suspira] La inteligencia artificial es una herramienta que almacena y combina, y cuanto más se utiliza más amplía su base de datos y más capaz es de generar nuevas combinaciones, cada vez más sofisticadas y ajustadas a un objetivo dado. Creo que nos va a sorprender mucho y que nos va a superar en muchos aspectos, también en el artístico. Como creador estoy en la obligación de oponerme y de defender la creación humana, por supuesto. Pero no dudo de que algún día nos sorprendamos disfrutando de un texto que nos parezca bellísimo, artístico, conmovedor, y que ese texto lo haya escrito una máquina. Es algo que ya está empezando a suceder y que nos obligará a desdecirnos probablemente de muchas cosas. Hoy en día, por ejemplo, ya se están editando traducciones hechas con inteligencia artificial. Probablemente ya haya poemas, cuentos y novelas escritas así y no dudo de que cada vez serán más bellas y sofisticadas. Habrá que ver cómo lidiamos con esas obras, con los cambios que implicarán, con nuestra propia creación y nuestros egos…
Regresemos a los cuentos. Quienes más saben de esto, dicen que todo relato contiene siempre dos historias, una que está a la vista y otra, la principal, que permanece escondida y aflora al final para sorprender al lector. ¿Estás de acuerdo?
No puedo estar de acuerdo. Hay textos que responden a ese planteamiento, pero no creo que necesariamente un relato deba atenerse a ello. En toda narración podríamos decir que hay capas, algunas más evidentes que otras, pero yo me niego a aceptar cualquier tipo de esquema que prediga o paute lo que ha de ser un texto literario, creo que asumirlo es arruinar el misterio que debe animar toda obra de arte… Te has referido a «quienes más saben de esto» y quizá ahí está la respuesta: el estudioso, el crítico, el profesor de literatura hace este tipo de análisis, es lo propio de un especialista en una materia. Pero yo prefiero mantenerme en la ignorancia de todo ese conocimiento y seguir abrazado al misterio de la creación.
Volvemos a ese rechazo tuyo a los decálogos de los escritores…
Sí, me resisto a todas esas pautas, esos mandamientos. Eso de que el final de un texto nos sorprenda o revele algo… Pues mira, a lo mejor no. Quizá el final te deja más sumido todavía en la oscuridad, en la incertidumbre, lo que a mí me parece estupendo. Que un texto genere dudas allí donde tú tenías o esperas certidumbres me parece muy bien. Sea cual sea el mandato o la idea preconcebida, creo que siempre es preferible ponerla en cuestión. O ignorarla directamente.
En El trabajo está hecho se reúnen relatos de todo tipo y que demuestran la gran variedad de temas que cabe en tu obra. ¿Por qué decidiste reunirlos en un solo libro?
Fue una necesidad casi sentimental, más que un proyecto literario como tal. Es una recapitulación que abarca unos 15 o 16 años en los que fui escribiendo relatos breves por muy distintos motivos, tanto textos escritos por propia iniciativa como otros que escribí a petición de colegas o editores que me proponían participar en publicaciones periódicas o en volúmenes colectivos. Algunos fueron escritos con plena libertad y otros responden a un tema o a un planteamiento que me venía dado. Quizá eso acentúa la variedad de temas, registros o voces, aunque en el género del cuento a mí siempre me ha gustado probarme en distintas técnicas y formas de contar. Yo quería ver agrupada y ordenada toda esa obra, era un poco el deseo de ver reunidas a todas esas criaturas dispersas en libros colectivos o en revistas, o guardadas todavía en mi cajón. El planteamiento que le propuse al editor fue el de reagruparlas en orden cronológico, empezando por el texto más reciente y acabando por el más antiguo, de modo que la lectura fuera también una especie de viaje en el tiempo, del presente al pasado.

Alberto R. Torices
Trea, 2021
200 páginas
15 €
En cambio, en Trata de olvidarlas optaste por dar a la colección un hilo común que vertebrara todas las piezas a partir de ese hombre que rememora todos sus episodios amorosos. Gracias a eso, creo yo, el libro gana unidad y crea una especie de tensión narrativa que deja al libro a medio camino entre una novela y una colección de cuentos. ¿Estás de acuerdo?
Sí, y me gusta que lo percibas así. Antes hablábamos de esa disociación o esa angustia que a mí me producen los libros de relatos, eso de terminar una historia y pasar a otra en la que hay otros personajes y otros escenarios, otra voz, otro tiempo, otro todo. Para mí, una manera de salvar esos sobresaltos, parcialmente al menos, es crear un hilo conductor, un planteamiento común. Eso ya se ve en Los sueños apócrifos, donde todos los textos, aunque están protagonizados por personajes diferentes y tienen argumentos propios, comparten un mismo planteamiento, hasta una misma fórmula narrativa, que concluye en el despertar final. En el caso de Trata de olvidarlas, hay un solo narrador, ese donjuán que va desgranando sus conquistas amorosas. Aun así, con este libro se puso de manifiesto que una cosa es lo que uno quiere hacer y que otra es lo que uno acaba haciendo…
No te sigo.
Sí… Como te comentaba, Trata de olvidarlas recoge las entradas que fui publicando en mi blog «Ángulo de penetración», en el que empecé escribiendo con este planteamiento. En los primeros textos, quizá en toda la primera mitad, hay un tono más desenfadado, más irónico, juguetón y lúdico, pero a medida que iba acumulando textos, ese juego fue adquiriendo ante mis propios ojos más gravedad, un tono más serio y apesadumbrado. Eso es algo que se me impuso desde la propia escritura, que fue me fue llevando por otros derroteros, arrastrándome a un registro más oscuro, hasta un extremo de que llegó a ser para mí mismo un poco abrumador. De hecho, recuerdo que al final yo mismo veía que ya no iba a poder escribir mucho más. Los últimos textos los escribí fuera del blog, apartado y ya un poco agónicamente, con mucho pesar.
Trata de olvidarlas es un libro que me encanta. Creo que en él hay una compleja visión acerca del amor que rompe con los esquemas románticos, tipo Don Juan. ¿Seguimos dominados por ese concepto del amor o está en retirada?
Diría que sí y lo vemos en formatos muy populares, como los de las series, como lo hemos visto siempre en el cine. En lo que ven mis hijos, por ejemplo, sigue teniendo plena vigencia. Creo que se sigue haciendo uso de esas fórmulas, el amor romántico sigue dominando las historias que nos cuentan, las que queremos que nos cuenten. Continuamos romantizando las emociones igual que antes, subrayando incluso los viejos tópicos. La sublimación de los sentimientos, la idealización de la persona amada, la épica del amor, etcétera. Todo eso sigue estando a la orden del día en muchas de las creaciones actuales. No sé si tanto en la literatura más actual, que no conozco, pero sí en las ficciones más populares hoy, que son las que proporcionan las plataformas, las «series»: la propia palabra lo revela, son productos hechos en serie… Deduzco en la cultura siguen estando vigentes esas fórmulas románticas y sus trampas, y que sigue siendo pertinente una lectura crítica sobre ello.
Tanto las mujeres que protagonizan las historias de Trata de olvidarlas como el narrador son víctimas. Todos salen malparados de esas relaciones. Amor y dolor. Parece que no pueden existir el uno sin el otro, ¿verdad?
Sí, quizá eso tenga que ver con trampas en las que caemos los escritores, en autoengaños. Al final, cuando escribes, buscas elementos de tensión, de conflicto, y el amor es un campo abonado para eso.
¿Tiene la belleza un dorso oscuro?
Yo creo que sí y no comparto la idea de Rousseau de que lo bueno es lo bello en acción, como tampoco comparto eso otro de Keats de que «La belleza es verdad y la verdad belleza». Creo que la belleza a menudo es oscura y perversa, depredadora y violenta; y creo que puede ser y es a menudo, en la literatura, por ejemplo, muy insincera, muy mentirosa… Lo bello en acción puede matarte, ¿acaso no se ha visto siempre belleza en la guerra, en las grandes matanzas, en mandar a miles de jóvenes a invadir otro país? ¿No se han compuesto gestas bellísimas ocultando y disfrazando (mintiendo) lo que las guerras tienen de sórdido, de siniestro, de hipócrita y de horrible?
Me gustan mucho los títulos de tus colecciones de relatos: Trata de olvidarlas, El trabajo está hecho… ¿De dónde surgen?
Cada uno tiene su propio origen. A veces los he tomado de lecturas en las que encontraba un pasaje o una expresión que me parecía redonda y que reflejaba lo que yo quería transmitir. Ese fue el caso de Trata de olvidarlas, que forma parte de un verso de Carver, del poema «Las jóvenes», en el que Carver hace una evocación de esas muchachas que para el hombre maduro son ya inalcanzables, pero que condensan esa imagen de la belleza, de lo que es a la vez inapresable e irrenunciable.
¿Y El trabajo está hecho?
En este caso es un título que me brindó una amiga, Marián Vinuesa, a la que le escuché la vivencia que traté de plasmar en el relato que abre el volumen. Ese primer cuento se titula así (en realidad con las iniciales E. T. E. H.), porque con esa expresión concluía su experiencia y su relato maravilloso. Cuando Marián nos contó esta historia alucinante supe que tenía que robársela, que antes o después me apropiaría de ella. Esa falta de escrúpulos también define al escritor… Y con agravantes, porque yo cuento su historia, pero lo hago apartándome en buena medida de su vivencia original, contaminándola con mis temas y mis neurosis, arruinando la materia prima original. Se trata de una anécdota de carácter onírico, pero no queda claro si se trata de un sueño, de una experiencia paranormal… «El trabajo está hecho», por lo demás, era un título muy hermoso y apropiado para una recopilación de cuentos, y finalmente se impuso entre los que barajábamos.
¿Continúas escribiendo cuentos?
Sí, pero muy esporádicamente. Es algo que lamento y que me propongo remediar porque en el cuento encuentro un campo en el que germina mi creatividad y en el que tengo una libertad que no siento la novela. En la novela te ves obligado a mantener un hilo, un tono, tienes que cargar con el peso de todo lo que vas acumulando, gobernar ese caudal creciente, mientras que en el cuento vas mucho más ligero de equipaje y puedes permitirte experimentar, explorar… En los últimos dos años, he escrito tres o cuatro cuentos, nada más. Me da pena y espero remediarlo.
A las colecciones de cuentos que he mencionado más arriba le siguió una novela corta, Piel todavía muy blanca, que ganó el premio Tierras de León en 2005. ¿Te estabas preparando para dar ese salto a narraciones más extensas?
Desde que empecé a escribir cuentos, siempre he tenido el deseo y la voluntad de escribir novelas. En aquellos años yo hacía textos cortos, unos más y otros menos, con la intención muy clara de acabar escribiendo novelas. Piel todavía muy blanca fue uno de esos intentos de dar un salto a extensiones mayores. Es una novela corta, de unas ochenta o noventa páginas, que respondía a ese deseo de componer historias de mayor aliento. Esto era y sigue siendo así, para mí, no porque la novela me parezca más que el cuento, sino simplemente porque los largos relatos son, generalmente, los que más he disfrutado como lector, es decir, historias que me retengan, inmersiones profundas y duraderas que me permitan vivir mucho tiempo dentro de ellas. En ese terreno he tenido mis experiencias más intensas como lector, y eso me gustaría lograr como escritor.
Antes de que llegara Sacrificio en 2016 estuviste un largo periodo de tiempo sin publicar nada. ¿Qué pasó?
Lo que pasó fue que venía de publicar tres libros (Yo, el monstruo, Piel todavía muy blanca y Los sueños apócrifos), los tres en León y editados por personas cercanas a mí, como Rafa Saravia y Nacho Abad, en el caso del primero, y Gregorio Fernández Castañón, en el tercero. Eran libros publicados por personas que me conocían y que me ofrecieron esa posibilidad. Y tuve la sensación de que podía verme abocado a una carrera literaria de ámbito local y en editoriales de mi entorno más inmediato. Yo estaba y estoy muy agradecido a todos los editores que me han brindado oportunidades de publicar, pero en aquel momento quería trascender el ámbito editorial local y provincial, así que empecé a mandar originales a editoriales de otros lugares, y aunque surgió la posibilidad de sacar un cuarto libro en León, seguí empeñándome en publicar fuera de casa. Ahora este empeño me parece bastante ridículo, pero entonces lo tenía claro y por eso me pasé años fotocopiando originales y enviándolos por ahí, y presentándome a concursos que incluían la publicación de la obra. En eso se me pasó el tiempo, sin encontrar editor ni obtener respuesta, hasta que en 2015 me concedieron el premio de la Fundación de Monteleón, que también estaba convocado aquí en casa, en León, pero que llevaba aparejada la publicación de la obra en Gadir, un sello foráneo, con unas ediciones muy bonitas, un catálogo muy sólido y capacidad de distribución.
¿Es cierto que fuiste escribiendo Sacrificio mientras hacías los turnos de noche en tu trabajo?
Sí, sí, eso lo recuerdo. Fue durante un verano en el que trabajé en el centro de personas con discapacidad en el que he trabajado muchos años, y aquel verano, en 2008 o 2009, por ahí, tuve un turno de varias noches seguidas. Yo era joven entonces y más capaz de trasnochar de lo que soy capaz ahora. [Risas] En algún lugar Kafka dice que para él la escritura ideal de una historia es la que tiene lugar a lo largo de una noche. Algo así me pasó a mí en aquellos días y recuerdo estar muy contento con las historias que escribí aquel verano, una cada noche. Una de ellas fue el germen de Sacrificio y recuerdo que ya en aquel momento vi que pedía más páginas, que no iba a poder terminarla en una noche…
En su momento dijiste que Sacrificio era «un intento de redención, la necesidad de expiar una vieja falta y borrar la mancha de la culpa». Ese tema, el de la culpa, creo que es cardinal en tu obra. De hecho, tú mismo has dicho que escribes «soportando el peso de una culpa» …
Sí, supongo que en algún momento dije eso, o algo parecido a eso, y ahora pienso que haberlo dicho supone también una carga. [Risas] Quisiera desprenderme de esas palabras o no haberlas dicho nunca, si es que las dije, porque también sospecho que es uno de esos titulares que el periodista fabrica un poco… Pero puede que sí sea cierto. Algunos lectores me habéis hecho reparar en este tema, yo no era consciente de que la culpa tenía un peso tan grande y de que estaba tan presente en mi escritura… Claramente la culpa vertebra nuestra herencia cultural judeocristiana…
¿Ha podido tener algo de peso la educación que recibiste?
Sí, ese contexto cultural común pesa, pero, en buena medida, viene también de mi experiencia personal como niño católico, creyente y además con una muy marcada vocación religiosa. Y sin duda también se añaden otras cosas más personales e íntimas, más oscuras, que tienen que ver con mi educación o mis experiencias más tempranas.
Yo diría que, a partir de Sacrificio, hay un esfuerzo mayor por profundizar en los problemas morales de los personajes. Muchas veces no existe solución para ello. ¿Es una lección sobre lo perdidos que estamos?
Quizás sí, y es también un intento de que nos conozcamos o de que nos atrevamos a conocernos. En el templo en el que estaba el oráculo de Delfos había un mandato: gnóthi seautón, conócete a ti mismo. Creo que esa es la aspiración máxima, en lo que se refiere a objetivos de maduración personal, que podemos proponernos y quizá también la más difícil. Esta novela por la que me preguntas y otros relatos que he escrito aspiran a eso, entre otras cosas, a correr esos velos con los que cubrimos las zonas más oscuras de nuestra personalidad o de nuestros impulsos y deseos, de todo eso que se disimula con un barniz de cultura, incluso de alta cultura, de respetabilidad y de belleza. Detrás de muchas obras de arte sublimes, bellísimas, hay emociones e impulsos muy oscuros… emociones e impulsos que a menudo la obra de arte no pone en evidencia, sino que oculta aún más.
Creo que era Faulkner el que decía eso de que la literatura o el arte no son más que la máscara que el hombre le pone a la nada para que no le espante su rostro.
El arte es un refinado que intentamos hacer con materiales poco nobles… y el escritor o el artista tiene que plantearse si su obra es una herramienta de conocimiento o contribuye a enmascarar más lo que somos. También como lectores debemos estar alerta. Quizá creyendo que ahondamos en el conocimiento de nuestra naturaleza, lo que hacemos es añadir más capas, más maquillaje.
Si me permites, voy con los premios, a los que antes aludías. Sacrificio obtuvo el de la Fundación Monteleón y tus cuentos han recibido varios galardones (el último, si no me equivoco, el que convoca la librería placentina La Puerta de Tannhaüser por «La vida, profesor») ¿Son importantes los premios para un escritor?
Para mí fueron auténticos espaldarazos en mis comienzos, sin ninguna duda. Consolidaron mi deseo de escribir, mi voluntad, mi disciplina. No han sido muchos, pero los pocos que he recibido han sido muy estimulantes… [Se queda pensativo] Al menos en un primer momento. Cuando te dan un premio, entiendes que una persona formada, con sensibilidad y criterio, valora lo que has hecho, deduces que tus papeles tienen algún valor y eso supone un respaldo, te da cierta seguridad. Esa es, digámoslo así, la cara amable de mi experiencia con los premios…
¿Y la amarga?
Sí, hay otra parte… Los premios pueden tener también una influencia negativa y desmotivadora, porque inevitablemente te inducirán a crearte expectativas que luego muy probablemente no se verán confirmadas. Me refiero a expectativas de éxito, de alcance o de notoriedad, que quizá alimenten más tu vanidad que tu creatividad, y que pueden convertirte en un resentido cuando se frustren. En ese sentido, también me vi afectado en algún momento. Yo me decía, a ver, me están dando premios de relatos y de novelas, y los editores rechazan mis originales, qué está pasando aquí, cómo es posible que esta novela que he mandado a no sé cuántas editoriales tenga ahora un premio… Hubo años en los que no entendía esto y me frustraba. En fin, es algo que forma parte del crecimiento del escritor, de tu relación con la escritura. Después de haber concursado mucho en aquellos años, finalmente salí de ese mundo, especialmente desde que encontré un editor que me abrió las puertas de su catálogo y no solo para un libro, sino para otros que pudieran venir después. Cuando Trea publicó Trata de olvidarlas yo todavía estaba inmerso en esa inercia de los concursos, y los últimos a los que me presenté me generaron un conflicto, sentí que estaba siendo desleal a mi editor, cosa que de ninguna manera quiero ser. También está el hecho de que concursar mucho acaba teniendo una influencia nefasta en tu estilo, por no hablar de lo tóxico, perverso y ridículo de la dinámica que imponen los premios y que se acaba instalando en tu alma: ganar, perder, competir… En fin, muchos motivos para salir de ese mundo. Hoy en día, no quiero ni siquiera ser miembro de ningún jurado, que es algo con lo que también viene a tentarte el demonio de vez en cuando. [Risas] Decía Marguerite Duras que «el premio de un escritor es escribir». Con esas pocas palabras la gran Duras dijo mucho y muy certeramente.
Tu comentario sobre los premios me lleva a otra cosa. Cuando leí Sacrificio, me quedé con una idea que luego vería en otros libros tuyos y es la de la idea del fracaso como una condición imprescindible o necesaria para madurar. En los colegios eso hoy no se enseña…
Bueno, pero eso pasa en la vida, ¿no? Por desgracia aprendemos así, a base de cometer errores. A menudo, incluso después de repetir los mismos errores una y otra vez seguimos sin aprender… Y muchas veces esas equivocaciones tienen un coste grande ya no solo para nosotros, o ni siquiera, sino también para otras personas que no tendrían por qué sufrir esos daños. Esta es una constante en mi escritura, por lo que veo. Y también lo es en la historia de todos: largas series de errores que se repiten una y otra vez, y cuyas consecuencias afectan a inocentes.
Hay una continuidad entre el protagonista de Sacrificio y el narrador de Trata de olvidarlas…
Sí, y también con otros personajes de otras historias, creo que hay reflejos o ecos, vasos comunicantes… Yo mismo he llegado a verlos como el mismo personaje en distintos momentos de su vida, aunque no me hubiese propuesto que fuese así. Creo que hay una sintonía entre los narradores de diferentes relatos o novelas. Comparten turbulencias, complejos, anhelos, sensibilidades… Un carácter, en suma, que no es ajeno a mí.
Tu siguiente novela es Como un perro en la tumba de un cruzado, que yo creo que refleja un cambio de registro total, sobre todo en lo que se refiere al estilo porque de la pulcritud de Sacrificio se pasa una verbosidad casi barroca, ¿estás de acuerdo?
Sí, sí. Fui consciente de ello, por lo menos hasta cierto punto, y hasta creo que me regodeé en esa verbosidad, en buena medida. Esa novela está escrita bajo la influencia literaria de Juan Carlos Onetti, que es un autor al que yo había leído con asombro y devoción. Creo que a pocos autores, no sé si alguno, he llegado a admirar tanto. Me maravilla lo que hizo Onetti, el mundo que construyó y esa prosa suya tan hipnótica, tan poderosa y seductora. Y tan contagiosa… En algún momento fui consciente de que me estaba convirtiendo en un imitador y entonces me aparté de su escritura. Me he apartado hasta hoy porque es como una droga. Pero en aquel momento esa droga estaba en mis venas, yo era un onettiano perdido y esa novela está escrita bajo esa poderosa influencia: la verbosidad, la sordidez, las tríadas de adjetivos… Por no hablar de la propia estructura de la novela, claramente deudora de El astillero.

Alberto R. Torices
Trea, 2019
360 páginas
22 €
De todas maneras, hay influencias de muchos más escritores que formaban parte de tu acervo como lector. Pienso en Graham Greene, Coetzee, Cărtărescu…
A Cărtărescu llegué más tarde, pero sí, hay influencias de muchos… También de un autor como Faulkner, cuyas estructuras yo admiraba tanto, con sus vaciados, sus saltos temporales, sus voces entrecruzadas, etc. Todo eso a mí siempre me ha producido admiración y tengo la sensación de que escribí esa novela con grandes ambiciones, fijándome unos objetivos muy altos…
¿Cómo fue el proceso de gestación de la novela?
Yo ya había escrito varias novelas de menor extensión y complejidad, y quería dar un salto… Quería crecer como escritor, medirme ante retos de mayor envergadura. Me propuse armar una arquitectura más compleja, construir un armazón con más niveles o capas. En esta novela hay una trama principal y varias subtramas que se van entrelazando, hay muchos personajes secundarios, diferentes líneas temporales, todo ello profusamente interconectado. Creo que de todos mis textos es el que tiene una estructura más sofisticada o compleja. Como te digo, quería probarme a mí mismo en un terreno en el que hay autores y novelas que yo había admirado mucho. Esto viene de leer a Onetti, a Donoso, a Faulkner y otros autores capaces de armar estructuras narrativas tan complejas y asombrosas como puede ser El obsceno pájaro de la noche y otras que me producían una admiración máxima. Yo me propuse hacer también algo que no fuera lineal ni sencillo, y de ahí la densidad y ese barroquismo, quizá.
eSin embargo, es una novela que estuvo mucho tiempo en un cajón. ¿Eso lo haces con todos tus libros, los dejas reposar una buena temporada?
Durante mucho tiempo ha habido un desfase relativamente grande entre el tiempo de la escritura y el momento en el que la obra se publica. Creo que eso se ha debido en cierta medida a los años en los que estuve buscando editor. Durante esos años no publiqué, pero seguí escribiendo y acumulando originales. Finalmente encontré editor y este me abrió su catálogo no solo para acoger la obra que le envié, sino para otras que han ido encontrando acomodo en la misma colección. En fin, los años que pasan desde que escribo una historia hasta que se publica no son enteramente un tiempo que yo decida esperar. En mayor o menor medida tienen que ver con las oportunidades de publicar, con las posibilidades del editor y con la selección que él hace o lo que él te aconseja, además de con el ritmo de publicación que es posible o conveniente. De Desposesión hubo un primer borrador en 2018 y se ha publicado en 2024. Este «desfase», si se agranda demasiado, puede hacer que te cueste volver a conectar con la obra, pero al mismo tiempo te permite seguir trabajando en el texto y mejorarlo. Los textos tienen que reposar, hay que revisarlos una y otra vez, y cuanto más te distancias de ellos, mejor los puedes corregir. Pero por otra parte, si la publicación se demora demasiado, quizá llegue un punto en el que no seas capaz de conectar con el espíritu del texto, o no te identifiques ya con esa escritura, y al retomarla, la arruines.
En esta novela hay un personaje principal que es verdaderamente fascinante, Dáimôn, que se encuentra en una encrucijada y elige el camino de la perversión y la maldad, que casi perfecciona hasta límites insospechados. ¿Qué es para ti el mal?
Bueno, el mal es la mitad de nosotros mismos, es la mitad de todo lo que somos y de todo lo que podemos llegar a ser… La novela cumple una función un tanto catártica con respecto a las frustraciones que ese personaje ha ido acumulando y que se van desvelando a lo largo de la trama, hasta su propio final. En el caso de este personaje, y creo que en el de muchos otros, el ejercicio del mal e incluso su refinamiento, la perversión, el sadismo, quizá sean formas de desahogar o de liberar frustraciones, complejos o traumas que se acumulan en nuestro interior desde las edades más tempranas de nuestra vida, además de un intento de sacudirse expectativas, mandatos o coerciones externos que ciernen sobre uno y dirigen la propia vida.
A partir de las acciones del personaje la novela se convierte también en una meditación sobre la indiferencia, el conformismo y la pasividad con que afrontamos sucesos que son graves y trágicos. ¿Es esta novela una advertencia sobre los tiempos que corren?
Podría, sí, el lector podría hacer ese ejercicio… Lo cierto es que vivimos muy anestesiados o, más que anestesiados, muy endurecidos e indiferentes a cosas que deberían mantenernos alarmados e indignados. Pero ese estado de alerta y de tensión crítica que deberían producirnos tantas y tantas cosas es insostenible en el tiempo y al final optamos por insensibilizarnos y endurecernos, por acostumbrarnos. Sucede con todos los dramas que vivimos. Se explotan informativamente durante un tiempo, el tiempo en el que nuestra sensibilidad puede mantenerse alerta y luego se busca otro drama que reactive nuestra atención y nuestra hambre informativa. Al final nos acostumbramos a convivir con el sufrimiento de los demás, lo consideramos normal o lo damos por descontado, por inevitable… Pero sigue tratándose de sufrimientos causados de la manera más injusta, sufrimientos perfectamente evitables.
En esta novela se incide mucho en el sufrimiento de las mujeres…
Sí, los hombres hemos marginado y maltratado a las mujeres durante miles de años, hasta llegar a considerarlo «normal», tan normal que ni reparamos en ello, ni lo consideramos maltrato. Ha ocurrido y sigue ocurriendo en todos los ámbitos de la vida pública y privada, sin excepción. Esto se refleja también en la literatura, en nuestra escritura, que ha sido machista siempre y lo sigue siendo por mucho que prefiramos pensar que ya lo tenemos superado. Los hombres seguimos siendo machistas, todos, y lo seguimos siendo en todos los órdenes de la vida, hemos nacido y crecido en ese hábitat, ese es el aire que hemos respirado. Así ha sido durante siglos la educación, la política, la religión, la economía, la familia, la empresa… Y también el arte en todas sus facetas y disciplinas, todo lo atraviesa esa desigualdad, esa aberrante «normalidad» que hace que, por ejemplo, en el canon de nuestra gran literatura apenas haya mujeres casi hasta mediados del siglo XX. También en mi escritura las mujeres son maltratadas, abusadas… Es un reflejo de la realidad y quisiera que contribuyera a una toma de conciencia, ojalá.
En algún momento dijiste que escribir Como un perro… había sido una especie de catarsis y, según tengo entendido, hubo quien te desaconsejó la publicación. ¿Te reconocías demasiado en los personajes?
Esta novela, igual que algún otro relato que he escrito, tiene una gran crudeza, es verdad, es algo de lo que tomo conciencia plenamente cuando lo puedo ver con cierta distancia y con cierta objetividad. En algún caso, en efecto, me he planteado si podría molestar y si ese malestar estaría justificado… No creo que la literatura tenga que ser necesariamente balsámica o consoladora, pero, por otra parte, si una literatura puede causar «daños» hay que pararse a pensar… No puede ser algo gratuito, no podemos caer en la banalidad al hacer uso de esos materiales. Es cierto que a la maldad le podemos atribuir un rostro glamuroso y seductor, hasta un rostro amable… Podemos regodearnos en su despliegue, convertirlo en un ejercicio circense, en un espectáculo de luces y colores… En el cine esto se ve muy claramente, se pone de manifiesto lo mucho que nos fascina la violencia, la maldad… Creo que algo de esto hay también en Como un perro… En el personaje protagonista, pero también en la voz del narrador, en la propia naturaleza de la novela. Un movimiento de atracción, primero, y de espanto, después.
Esa violencia de la que hablas es un aspecto que me llamaba mucho la atención en esta novela y que la aproxima de alguna manera a los resortes del género negro. La novela puede leerse como un thriller, el tempo narrativo está perfectamente calculado, tiene esa cantidad de subtramas que se van entrecruzando y además se crea una atmósfera de gran tensión casi irrespirable. ¿Tú fuiste consciente de esto?
Desde luego, yo no tuve la intención de escribir un thriller, no la he tenido nunca, pero a posteriori sí puedo ver que quizá contenga elementos de esa naturaleza. No lo sé, no soy un lector de ese género, ni de ningún otro género, y ni en este caso ni en ninguno he escrito con la intención de encajar en un género determinado… Bueno, rectifico: quizá sí ha habido un caso, una pequeña serie de relatos futuristas protagonizados por androides, quizá ahí sí hubo un pequeño intento de hacer «literatura de género». El androide es una «criatura» llena de potencialidades narrativas, nos retrata tan bien…
La novela también intercala un mensaje crítico sobre la ambición y la codicia. El capitalismo, en sus formas más obscenas, como las del padre del protagonista, aparece como una nueva forma de esclavitud y sometimiento. ¿Hay futuro bajo este sistema?
Dentro de este sistema solo existe la posibilidad de alargar la agonía. Desde luego no es un futuro deseable, y en ningún caso un futuro deseable para la mayoría. No, en este sistema lo que nos espera es una depredación cada vez mayor y una deriva también cada vez más violenta, una lucha cada vez más desesperada por mantenerse en el lado «bueno», donde se pueda vivir o sobrevivir con cierta comodidad. Creo que las generaciones venideras van a tener que enfrentarse a retos terribles, retos que ya están aquí: las consecuencias del cambio climático, la escalada belicista, la emigración a la que se ven forzadas tantas personas… En lugar de afrontarlo, parece que nos mueve incluso el oscuro deseo de agravar el desastre y acelerar el final.
¿Te parece que hoy existe un discurso de izquierdas?
Sí, existe. Está ahí y, si tienes interés y prestas atención, lo encuentras. Lo que pasa es que se está haciendo un esfuerzo muy grande por acallarlo, o por criminalizarlo. Pero sí que hay un discurso muy crítico y muy lúcido con esta deriva estúpida y cruel, turbocapitalista, belicista, etc., y es un discurso ante el que el poder se mantiene alerta para intervenir y destruirlo en cuanto adquiere notoriedad. Si mucha gente escucha y secunda ese discurso pueden tambalearse los pilares del sistema. Lo hemos visto recientemente en España… De ahí los esfuerzos ingentes, de todo tipo, incluidos recursos e instituciones del propio Estado, para acallar y demonizar a ciertas figuras y a ciertos movimientos. Así resulta que en plena escalada bélica que podría llevarnos a otra conflagración mundial, los malos son los que defienden la vía diplomática; en pleno colapso ecológico, en buena medida ya sin remedio, los malos son los que reclaman un desarrollo sostenible. Y se les estigmatiza, se les ridiculiza, se les silencia. Es descorazonador, pero claro que existen esas voces críticas y hemos de escucharlas.
Volvamos a la literatura. En Como un perro… el protagonista dice en un determinado momento que la literatura le parece un fraude, que escribir no sirve para nada. ¿Un recuerdo de aquella época en la que abandonaste la escritura?
Sí… Esas palabras reflejan un momento de crisis profunda, crisis que después ha tenido sus recaídas más leves, hasta hoy… Después de unos años de grandes esperanzas y de expectativas seguramente desmedidas, después de muchas gamas y mucha ilusión, hubo un momento de decepción y descreimiento… Y ya no tanto por la repercusión o el alcance de mi escritura, por el maldito «éxito» que no llegaba, como por una crisis de confianza hacia el propio ejercicio de la escritura, que llegué a ver como subterfugio y como forma de esconder cosas, de ocultarlas o disfrazarlas… Sigo pensando que la literatura puede acabar convirtiéndose en una farsa, una gran mentira compartida por todos: autores, lectores, libreros… Todos intuyendo, sabiendo en el fondo que esto no va bien así, pero negándonos a aceptarlo y contribuyendo a sostener el tinglado. Esta visión crítica de la literatura en general y de mi escritura en particular brotó en un momento determinado de mi vida y ya no ha desaparecido. Tanto en mi escritura como en mis lecturas está muy presente. La última novela que he escrito tiene mucho que ver con esto, digamos con la necesidad de descreer, de desaprender y abrir los ojos.
En tus novelas se concede una gran importancia a las relaciones familiares. ¿Es la familia, como decía Tolstói, el gran tema literario? ¿Un laboratorio donde experimentar con las emociones humanas?
Sí, en mis textos eso se ve muy claramente. La familia es una olla borboteante en la que se cuecen muchas cosas. Una olla a presión, a veces, de la que pugnan por salir muchas emociones reprimidas. Conflictos, resentimientos, violencias… Está todo ahí, y a menudo todo cubierto por una superficie de respetabilidad e incluso de ejemplaridad. Quizá muchos autores prefieran no meterse ahí, no levantar esa tapa… Pero desde luego ahí hay mucho que contar, mucho que quizá solo contamos después de haberlo disfrazado hasta hacerlo más o menos irreconocible. Seguimos teniendo de la familia una visión idealizada, del padre, de la madre… Y nuestra memoria es muy propensa a recrear, escoger y modificar… Pero todo sigue estando ahí y, de alguna manera, sale.
Como un perro en la tumba de un cruzado es la segunda parte de una trilogía. ¿Dónde están las otras dos?
La primera es una novela que está escrita y cuya publicación hemos descartado porque no tiene la calidad suficiente. La tercera es una novela que está parada desde hace tiempo… Era también un proyecto ambicioso que concebí en un momento en el que me sentía muy capaz de afrontar cosas grandes y complejas. Acumulé mucho material, pero en un momento de crisis todo quedó parado y no lo he retomado. Tampoco lo he descartado, ya veremos… La idea de la trilogía respondía al deseo de que diferentes obras, aun pudiendo ser leídas independientemente, compartieran escenario, personajes, atmósfera. Es algo que siempre he admirado en la obra de autores como Onetti y otros, y responde al deseo de ver la propia obra armada como un todo, con continuidad y coherencia interna.
¿Cuáles son los escritores contemporáneos que más te interesan?
Me ha atraído mucho Coetzee desde que leí Juventud, hace años. Forma parte, por cierto, de la trilogía Escenas de una vida de provincias, que completan Infancia y Verano. Tierras de poniente, En medio de ninguna parte o El maestro de Petersburgo son también obras magníficas que he leído con mucha admiración y que creo que han podido influirme de algún modo. De Coetzee, además de su prosa limpia y precisa, admiro su capacidad autocrítica, su valentía y honestidad a la hora de hurgar en lo oscuro y desvelar lo inconfesable. Otro autor que me produjo un poderoso deslumbramiento ha sido Mircea Cărtărescu y que, al menos en el aspecto formal, es un poco el polo opuesto a Coetzee: barroco, boscoso, con una prosa muy densa y rica, a veces incluyo asfixiante, y con la misma voluntad de introducirse en las entretelas y desvelar. Si Coetzee es un autor contenido en las formas, Cărtărescu es como un pura sangre fuera de control… Me gusta mucho tanto un extremo como el otro, y creo que en mi escritura también hay trazos de ambas inclinaciones. Otros autores con los que he disfrutado y a los que he admirado mucho han sido, por ejemplo, Graham Greene o J. G. Ballard, dos referentes que me gusta tener a mano. Más recientemente he sido consciente de la escasez de autoras que ha habido siempre entre mis lecturas. Me ha alarmado esto, la verdad, y me mueve a reconocer que en mi formación ha habido grandes carencias, una grave deformación… Esta toma de conciencia me ha llevado a dar un volantazo en mis lecturas y así he descubierto a autoras que me han fascinado y en cuya obra quiero seguir profundizando, como Christa Wolf o Doris Lessing, ambas magníficas narradoras, poderosísimas intelectualmente, y con ese fondo de interés por los sustratos emocionales. En el ámbito de nuestras letras, he descubierto a Carmen Kurtz, una autora hoy completamente olvidada, con toda su obra descatalogada, pese a ser una narradora excelente, con una sensibilidad preciosa y una extraordinaria capacidad para meterse en la piel de los personajes.
¿Qué estás leyendo ahora?
Siempre tengo varias cosas entre manos, libros de distintos géneros. En mi rincón de lectura está ahora Rubén Lardín con Las ocasiones, que acaba de aparecer. Lardín es un autor al que admiro mucho desde que lo conocí. Vengo pensando desde entonces que es el mejor prosista de mi generación. Un hombre con una escritura muy personal, cultísima, exquisita, llena de gracia, de hallazgos y de riqueza referencial, y a la vez con un punto (o unos cuantos) de descaro y golfería, con una mirada muy crítica del mundo contemporáneo. Leerle es siempre una fiesta. Tengo también a Angélica Liddell con El sacrificio como acto poético, una lectura pendiente desde hace tiempo y también una autora lúcida y muy crítica con los convencionalismos y la hipocresía del presente, especialmente en el ámbito cultural. Y estoy leyendo El silbido del arquero, de Irene Vallejo, novela a la que he llegado buscando cosas que me mantuvieran dentro del mundo que describe Christa Wolf en su alucinante novela Casandra, de la que acabo de salir como de una inmersión en el Jordán. Wolf habla en Casandra de la caída de Troya, se sirve de ese mito para hablar del mundo en el que ella vivió. Vallejo cuenta lo que vino justo después, la huida de Eneas y su paso por Cartago antes de fundar Roma. La prosa de Vallejo es muy limpia, muy pulcra y cuidadosa, también cuidadosa de sus personajes, de sus emociones, es una escritura llena de tacto y buen gusto. Wolf, por su parte, tiende más a la refriega verbal, a la acumulación y a lo oscuro. De nuevo los dos polos entre los que me gusta ir y venir.
Además de la literatura, qué otras artes te interesan. Sé que eres un gran cinéfilo…
Lo fui, quise serlo y vi mucho cine con la intención de formarme, de aprender… Con esa voluntad descubrí a Louis Malle, a Éric Rohmer, a Bergman, a Kubrick, a Woody Allen… Recuerdo bien cómo aquellas películas, en mi juventud, enriquecieron mi mundo, me abrieron la cabeza… Más tarde he experimentado también un deslumbramiento con directores como Tarantino, Wong Kar Wai, Lars von Trier o más recientemente Sorrentino. Por desgracia, veo desde hace años muy poco cine. Por la vida que llevo no encuentro momentos, por las noches estoy agotado, los fines de semana también trabajo… Sé qué me he estoy perdiendo todo o casi todo, y me duele. Quizá algún día pueda recuperar al cinéfilo que fui, ahora mismo está prácticamente muerto.
¿Y ha podido el cine influir en tu literatura?
El cine que vi de joven, y que iluminó y ensanchó mi mundo, sí, creo que sí. El cine hace más evidentes, me parece, ciertas técnicas o maneras de contar historias, lo que tiene que ver por ejemplo con los saltos en el tiempo y el espacio, el cruce de voces… Recuerdo que cuando vi Pulp Fiction aluciné… Me decía admirado: «¡Se puede contar así una historia!». Lo cierto es que esa forma de descomponer una historia, de narrar haciendo el despiece de las partes y reconectándolo todo de nuevo ya se había practicado antes, en el cine y en la literatura. Pero esa película lo hace con tanta gracia y tanto descaro… Probablemente sí me influyó y nos influyó a muchos. Otras influencias seguramente sean más sutiles, indirectas… pero me gustaría creer que la sensibilidad que despertó en mí el cine está en mi escritura. Y películas como Nine Songs, Eyes Wide Shut o 2046 me han conmovido como pocas cosas lo han hecho…
Ya que estábamos hablando de la imagen… A mí me gustan mucho las ilustraciones que ha diseñado para las cubiertas de tus últimos libros Joaquín Olmo. ¿Cómo trabajas con él?
Con Joaquín da gusto trabajar. Es un artista al que conocí muy joven. Bueno, lo sigue siendo… Pero cuando yo lo conocí ya era un joven maestro, tenía unas habilidades sorprendentes y una enorme versatilidad, y en estos años le he visto crecer aún más, le he visto hacer cosas cada vez más hermosas y sofisticadas. Por otra parte, conmigo se ha mostrado como el colaborador ideal, siempre está dispuesto a compartir ideas. En el caso de las cuatro ilustraciones que ha hecho para los cuatro libros que he publicado en Trea, el proceso parte de una de idea germinal que yo le propongo, una idea que a veces ha estado más definida y a veces ha sido muy vaga, y que luego él completa, transforma y materializa como quiere. En todos los casos, el resultado ha sido una preciosa obra de arte. Dice además Álvaro Díaz Huici, mi editor, que Joaquín es el mejor ilustrador que pueden tener mis libros, y creo que es muy cierto. Además de retratar muy bien a mis personajes, capta la atmósfera de cada libro, y es estupendo que eso se perciba ya en la cubierta.
Acaba de publicarse Desposesión. ¿Qué se van a encontrar los lectores?
Los que ya me conozcan van a encontrar una historia en la que reconocerán los temas, las preocupaciones y los intereses del autor que soy… Es una historia sobre el deseo y su frustración, sobre poderosos anhelos y conflictos emocionales que tienen una proyección ética. Y quiere ser un intento de conocernos mejor, y de redimirnos a través de nuestros tropiezos, de recuperar la dignidad después de haber caído y recaído… Una redención y una dignidad que solo son posibles a través de la asunción de las pérdidas.

Alberto R. Torices
Trea, 2024
176 páginas
15 €
Una última pregunta. ¿Qué vas a hacer cuando terminemos esta entrevista?
[Se ríe] Pues tomarme una cerveza contigo, claro.

Álvaro Acebes Arias (León, 1990) es licenciado en filología hispánica y profesor de Educación Secundaria. Doctorando en la Universidad de León con una tesis sobre la obra del escritor Rafael Chirbes, ha realizado además estudios sobre los distintos cauces de la narrativa española, con especial interés en figuras como Belén Gopegui, Marta Sanz, Isaac Rosa o Ricardo Menéndez Salmón. También ha participado en revistas, medios literarios y en organizaciones culturales como el Club Cultural Leteo de León o el Seminario Permanente Claudio Rodríguez de Zamora.
LEER EL ARTÍCULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ
Fotografía: El cuaderno digital