Por: Aram Aharonian. 17/09/2021
El domingo 12 de setiembre, cuando a Alberto Fernández, dos años después de asumir la presidencia, lo despertaron las resultados de las elecciones Primarias, Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO), la deuda, el hambre, la pobreza y el 40% de marginados, que durante la campaña electoral habían escondido bajo la alfombra, seguían allí… y su voto fue de castigo para su gestión.
El Frente de Todos, formado en torno al peronismo, sólo ganó en siete provincias del norte, entre las más pobres de Argentina, y cayó en toda la sureña Patagonia, donde hace apenas dos años había obtenido una ventaja de 30 puntos porcentuales sobre la candidatura del neoliberal Mauricio Macri en las elecciones presidenciales.
Estos comicios mostraron al salario real como gran elector y a una clase media que se resiste a desaparecer, y delinearon un escenario de rechazo a la gestión actual y de expectativas favorables a una expresión liberal que reemplaza a la del expresidente Mauricio Macri, que -aventuran algunos- acaba de asistir a su defunción como líder partidario, aunque otros vaticinan que resucitará.
El pueblo castiga: el peronismo obtuvo 31% de los votos, uno de los peores resultados de su historia, sin que hubiera desprendimientos que explicaran una fuga tan grande de votos, anclado en la gestión deficiente, las consecuencias de la pandemia y la imagen deteriorada del presidente. El kirchnerismo, sin embargo, podría reinventarse de cara a 2023, si marca sus diferencias con la inercia del presidente.
La pandemia desembarcó en el país en uno de los peores momentos de su historia económica, después de la destrucción de los cuatro años de gobierno de los grupos económicos y el FMI, con multiplicación de la pobreza, la indigencia y la desocupación. Y para peor, una campaña electoral descafeinada, siguiendo directivas de asesores de imagen y los focus groups, sin gente. Y el peronismo sin calle, no es lo mismo.
El oficialismo tiene nueve semanas para intentar remontar la cuesta en las elecciones que duelen, la de legisladores de noviembre próximo. Seguramente los 24 meses que restan para las presidenciales de 2023, le ofrecen un espacio más sólido a quienes deban analizar lo sucedido, desarrollar nuevas políticas y presentar propuestas electorales que regeneren aquellas mayorías. Lo que no se sabe es si habrá voluntad para ello.
Una de las grandes debilidades del gobierno es la comunicación, entendida como reparto de pautas oficiales y no como camino para la formación de conciencia y canal de información ciudadana. Obviamente, la comunicación gubernamental deberá, ante todo, “existir”, y eso será muy difícil cuando ya hundió al canal oficial de televisión y la agencia oficial de noticias tampoco acompaña las medidas necesarias que se generan.
Hoy la comunicación oficial se reduce a las piezas sueltas de un rompecabezas o los consejos de un señor tranquilo y con cara de bonachón que no logra seducir ni a las señoras gordas, y que fue perdiendo afectos y seguidores con algunas frases “memorables” como que “los mexicanos salieron de los indios, los brasileños salieron de la selva, pero nosotros los argentinos llegamos de los barcos. Eran barcos que venían de Europa”.
Y sume a eso la marcha atrás de la expropiación de la agroexportadora Vicentin, la foto del concurrido cumpleaños de su pareja Fabiola Yañez en plena pandemia, la presencialidad en las escuelas y hasta con algún intento de criticar la aprobación de la ley del aborto legal.
Algunos analistas definen a Alberto Fernández como un presidente-comodín, con el que se pudo ganar una elección pero no se pudo gobernar. Otros le señalan que no se dio cuenta que es el mandamás y no el cortesano de presidentes anteriores, mañoso para conciliar con los grupos de poder. No todos los Fernández son iguales. Hoy Alberto ve desvanecerse sus delirios sobre un segundo mandato y muchos rezan para que pueda terminar el actual.
La gravedad de la crisis social es profunda y por el momento se expresó en votos y no en estallidos populares como en Colombia, Perú o Chile. Eso puede tener que ver con que Alberto Fernández conservaba una imagen positiva en la ciudadanía (a diferencia del 18% de aceptación de Sebastián Piñera o el 20% de Iván Duque) y a la valoración de la democracia formal tras la lucha popular contra la dictadura cívica-eclesiástica-militar y el juicio y castigo a los genocidas.
Los expertos economistas llaman la atención y señalan taxativamente que en una economía como la argentina, con bajo nivel de actividad y alta tasa de desempleo, es vital impulsar la demanda agregada, cuyos componentes son el consumo de la población, el gasto público, la Inversión interna bruta fija (IBIF) y las exportaciones.
El crecimiento y la radicalización de las derechas y su articulación con las ultraderechas es un hecho global con raíz también en este país. Según datos de la consultora Ejes Comunicación, en 2018 el “libertario” Javier Milei fue el economista más consultado en radio y televisión. Le fueron concedidos casi 200 mil segundos de aire.
“No es magia esto tampoco. Penetran. No lo hacen solos. Es un plan del capitalismo financiero y lo sabemos. Milei parecía ridículo pero es feroz y nuestras audiencias han perdido la brújula hechizadas por medios que ya no son de comunicación ni confusión”, señala Sandra Russo.
Pero queda claro que si una gran parte del electorado es susceptible de ser atraída por los mensajes de la derecha política y mediática es porque existe un descontento subyacente con el trabajo del gobierno; con su programa mismo o con la manera de ejecutarlo… o no.
Entre quienes festejaron el domingo se contaron los tres partidos fundadores del Frente de Izquierda y los Trabajadores (actual FIT-U), el PTS, el Partido Obrero e Izquierda Socialista, que se impusieron en la interna por sobre el MST y lograron en esta PASO su objetivo declarado de ser la tercera fuerza a nivel nacional, con el mejor resultado en la capital y en la provincia de Buenos Aires desde su conformación.
Cambia, ¿nada cambia?
En momentos en que muchos sectores piden renuncias, la arquitectura ministerial debería analizarse en profundidad y no ser víctima de venganzas ni de intereses mezquinos. La realidad previa a las elecciones mostraba ya una serie de fisuras en la gestión, además de las “comunicacionales”.
Desde distintos sectores de la coalición de gobierno, que se autodefine como “progresista”, resaltan la importancia de tener un Jefe de Gabinete que coordine el equipo de ministros y de un Ministro de Economía que no sea solo “Secretario de Negociación de la Deuda Externa” y se pase los meses y años “negociando” con el Fondo Monetario Internacional.
Otros consideran imprescindible poner en línea a los referentes de los principales aparatos de prevención y control de la seguridad del país, tema que está entre las tres primeras preocupaciones de la población y que es explotado a diario en los horarios centrales de la televisión.
Pero lo que es más urgente es el desarrollo de políticas que aceleren el proceso de construcción masivo de trabajo digno y de viviendas populares y la generación de obra pública de cercanía. ¿Habrá alguien en el gobierno que pueda traducir estas necesidades en programas concretos y realizables?
Es cansino: todos los días se habla sobre el anunciado naufragio, pero los 46 millones de argentinos no reciben señal alguna de que el gobierno vaya a actuar frente a la actual crisis devastadora y, mucho menos que tenga alguna previsión sobre el período pospandémico, cuando seguramente se multiplicará.
Cambia, todo cambia. La pandemia cambió todo, desde las conductas sexuales hasta las funerarias, las costumbres sociales, las prácticas laborales y educativas. Si hasta el fútbol, “pasión de multitudes” argentinas si las hay, se convirtió en un deporte en soledad, televisivo. El sedimento de esa situación fue el malhumor, de incomodidad.
Mientras, los diarios, televisoras y redes sociales de la derecha han jugado sus cartas e impuesto el terror mediático sobre el peligro de que el país está a siete bancas de convertirse en Venezuela, que serían las que le faltan al gobierno para contar con mayoría propia en ambas cámaras del Congreso.
Traducido al lenguaje político, se trata de frenar al gobierno, controlarlo, ante la campaña oficialista que plantea la necesidad de consolidar una mayoría legislativa que permita llevar a cabo reformas estructurales necesarias.
El país parece encaminado hacia la debacle institucional y algunos analistas extranjeros se preguntan si el presidente Alberto Fernández llegará a completar su período de cuatro años de gobierno, mientras otros llaman la atención sobre una amenaza fascista.
Cambia, todo cambia. El malestar general se impone, en un país sin brújula, que parece caerse a pedazos, con una pobreza que sigue creciendo y alcanza al 40 por ciento de la población, con la caída del salario real, con un desempleo que los planes asistenciales del Estado no logran paliar, con más de 110 mil muertos por la Covid-19.
Paradojalmente, las medidas para evitar la catástrofe, paralizaron (aún más) el país. No sólo se vive una crisis económica y financiera, heredada del gobierno anterior, sino una grave crisis social.
Cambia, todo cambia. Ya no son determinantes las cúpulas ni las organizaciones sindicales. O mirado de otro lado, hay una notoria ausencia del movimiento obrero en el escenario político. Y, para sumar, coexiste una supuesta izquierda “revolucionaria”, más preocupada por participar en la puja electoral en busca de alguna curul parlamentario y acceso a los recursos del Estado.
Cambia, todo cambia, aunque la palabra cambio ya no signifique lo mismo que antes. Lo que manda es la teoría de lo posible, la elección del mal menor, la pérdida de las utopías y las ideas. Y, con esto en la mente, la gente votó por Alberto Fernández y el nuevo “peronismo”, travestido de progresismo para salir del neoliberalismo de Mauricio Macri.
Sí, desde el peronismo en el gobierno, se acusa del drama al gobierno neoliberal anterior. Pero más allá de nuevos nombres, la política es similar. No existe un plan, un programa. El gobierno se suma a las medidas que toman otros, por ejemplo el Fondo Monetario Internacional. En las dos coaliciones principales les interesa mucho más la pugna por la presidencia (las elecciones recién serán en 2023), si bien nadie puede prever qué pasará el mes que viene.
Si el gobierno neoliberal de Cambiemos rediseñó en el país a un modelo extractivista, agropecuario e industrial, dependiente del capital financiero y para ello endeudó al país de sobremanera y en plazos perentorios, poco ha hecho el gobierno de “todos” para cambiar el modelo, y dar nombres pero no proceder contra quienes se beneficiaron con ese endeudamiento, que se favoreció con los mismos procedimientos en la deuda y fuga con la dictadura militar y su legitimación por el gobierno siguiente de Raúl Alfonsín.
No vamos a hablar de ideología ni de programa de gobierno, porque la premisa parece ser la de “como vaya viniendo vamos viendo”, frase popularizada de Eudomar Santos, un personaje –malandro, galán- de la telenovela venezolana de los años 90 “Por estas Calles”, que caricaturizó esa fatídica naturaleza sobradora que nos conduce a la improvisación permanente, a la falta de planificación, a la falta de conciencia y de dejar las cosas a la buena del destino.
Hay quienes dicen que fue la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner quien exigió aplazar la firma del acuerdo con el FMI para después de las elecciones, por lo impopular que habría sido defender en el parlamento los compromisos en materia de gasto público y regulaciones estatales. La deuda en moneda extranjera era de 148.000 millones de dólares para 2015, mientras que en 2019 cerró en 249.000 millones.
El gobierno prefirió no firmar con el FMI para no tener que dar explicaciones antes de las elecciones. Pero es público que la decisión es seguir pagando; de pagar las deudas odiosas, fraudulentas, ilegales y por supuesto, ilegítimas. Allí está una de las claves del malestar social y del drama nacional.
Las elecciones tapan todo
El 14 de noviembre habrá comicios para la renovación parcial de legisladores. La campaña electoral –vacía, de una pobreza franciscana-, basada en los medios, fue dejada en manos de asesores de imagen nacionales y extranjeros: la única respuesta estratégica del capital es apostar por el empeoramiento descontrolado de la vida social, con la fragmentación de los de abajo.
Cambia, todo cambia. Un desprevenido analista internacional no puede entender cuando algunos comentaristas y editorialistas de los medios hegemónicos afirman que en Argentina la catástrofe se debe a que “estamos en el socialismo”.
Desde los sectores “progres” se insiste en que el voto nacional y popular no puede ser más que para sostener al gobierno de Alberto y Cristina, más allá de la cantidad de errores (o no) que se cometen en algunos ministerios y que cada vez más sectores vienen denunciando.
El problema fundamental, en términos políticos y sociales concretos, es la (falta de) política comunicacional del gobierno –como lo fue en general de todos los gobiernos progresistas de la región en lo que va del siglo- y también del incomprensible manejo de la figura del presidente.
Nadie sabe qué significa comunicación, nadie tiene conciencia de que se vive en una guerra cultural, en las batallas de las ideas y, entonces, se compra al enemigo la figura del asesor de imagen y desde las esferas de poder se cree que comunicar es administrar las pautas publicitarias (obviamente en beneficio propio o de las fuerzas propias).
Cambia, todo cambia. Porque de repente, el presidente anuncia que el gobierno va a expropiar la agroexportadora Vicentin y su puerto sobre el río Paraná -desquiciado ambientalmente- pero luego oye a los grandes empresarios agroexportadores, dominados por las grandes trasnacionales, y da marcha atrás porque pareciera que mucho más importante que tomar una decisión soberana es garantizar la privatización y extranjerización de la hidrovía y el negocio de las grandes multinacionales.
Y es así que la soberanía se sigue postergando (y perdiendo) y las pujas internas en el disparatado Ministerio de Transporte, entre macristas y radicales, alcanzan también a los peronistas. Y no les importa si desoyen y ofenden a miles de trabajadores de las industrias navieras, de los astilleros, de la Administración de Puertos, de la Dirección Nacional de Vías Navegables…
La política demoliberal ya no da para más. Y se hace imprescindible un nuevo contrato social capaz de apuntar a una Asamblea Constituyente que incluya a los nuevos actores sociales. Hay un abismo infranqueable entre los candidatos y los excluidos sociales que sobreviven gracias a la solidaridad de las ollas populares, y las mayorías reales no entienden el lenguaje de los focus groups.
Cambia, ¿todo cambia? Cambia el gobierno, se recita progresismo, pero en el fondo los trabajadores –y aquellos que fueron y siguen perdiendo sus empleos- perciben que más allá de los versos, lo que persisten son negocios espurios, negocios a costilla de ellos y del país.
El guatemalteco Augusto Monterroso escribió el cuento más breve de la historia: Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
*Periodista y comunicólogo uruguayo. Magíster en Integración. Creador y fundador de Telesur. Preside la Fundación para la Integración Latinoamericana (FILA) y dirige el Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)
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Fotografía: Sur y sur