Por: Luis Armando González. 17/04/2024
En este ensayo se hace un recorrido por los temas y problemas que ocuparon a los filósofos griegos, entre los siglos VI y IV a. de C., con el objetivo de vislumbrar cómo, desde aquellos tiempos, el conocimiento se abrió paso como un tema de reflexión filosófica. Junto con el conocimiento, se hizo presente la reflexión sobre la realidad natural y humana, siendo ambos asuntos complementarios, pues el uno es inseparable del otro. Algunas preguntas que orientan estas líneas son las siguientes: ¿cómo se inicia la filosofía en la Grecia clásica? ¿Quiénes fueron y qué aporte dieron los presocráticos? ¿Cómo era la visión homérica de la realidad? ¿Cómo abordaron Sócrates, Platón y Aristóteles el tema del conocimiento? ¿Cómo abordaron estos autores el tema de la realidad? ¿Cuál es el papel de los sentidos en el proceso de conocimiento según la filosofía griega? Al final de este recorrido, se contará con elementos de juicio que permitirán valorar cuáles de los planteamientos de estos filósofos de la antigüedad siguen siendo válidos en el presente.
1. Los claroscuros del conocimiento
Cuando se habla de conocimiento, inmediatamente surgen inquietudes y dudas acerca de lo que significa “conocer” versus lo que significa “no conocer”, o en la misma dirección lo que significa “conocimiento” versus lo que significa “no conocimiento”. De momento, conviene recordar que “conocer” hace referencia a un proceso, mientras que “conocimiento” hace referencia a algo ya consolidado. Es decir, a través del proceso de conocer se llega a obtener conocimiento de algo. Lo que se busca con el proceso de conocer es obtener un conocimiento lo más firme posible de la realidad que nos rodea al ser humano; y cuando se afirma algo de la realidad, con datos y evidencias tomados de esa realidad, entonces se ha logrado un mejor conocimiento de ella.
Conocer, sin embargo, no es fácil ni siempre se va en la dirección más segura. Tampoco se puede decir que no hay errores y equivocaciones. Ni hay seguridad alguna de que siempre que se pretende conocer algo se alcance, al final del camino, un conocimiento absolutamente firme e indiscutible. Y, así, en muchas ocasiones lo que se consideró un conocimiento firme resultó un tremendo fiasco. Si hay algo que es indiscutible cuando se aborda el tema del conocimiento es que este nunca es totalmente seguro, pues la realidad a ser conocida siempre guarda secretos y misterios (dada su complejidad estructural y evolutiva) que la inteligencia humana sólo puede descubrir poco a poco y con mucho esfuerzo. Las luces del conocimiento estriban en lo que se obtiene de la realidad mediante el ejercicio del conocer. Las sombras estriban en los muchos errores que se cometen en ese proceso, en las conclusiones equivocadas y en las consecuencias prácticas que se siguen de un conocimiento que no es tal, pero que se cree firme.
Para ilustrar con un ejemplo de falso conocimiento que se consideró conocimiento indiscutible es pertinente citar el caso del “hombre de Piltdown” que dos investigadores presentaron, en 1912, como un auténtico antepasado del homo sapiens y que no era más que un montaje fraudulento de restos de distinta procedencia y que no pocos científicos consideraron un avance en el conocimiento de la evolución humana. También hay luces en las aplicaciones del conocimiento, cuando esta mejora la vida humana, por ejemplo, con herramientas tecnológicas, en el transporte, las comunicaciones, la alimentación y la salud. Las sombras están en las aplicaciones del conocimiento que tienen consecuencias negativas para la vida humana. Aquí uno de los ejemplos más sombríos es la energía atómica usada con fines militares.
Dicho lo anterior, en este ensayo, por “conocimiento” se debe entender al conjunto de conceptos, teorías y hechos que se refieren a dimensiones específicas de la realidad que nos rodea, o a ámbitos más globales de ella. Desde que la teoría del conocimiento se consolidó como un saber especializado, la ciencia se considera la mejor expresión del conocimiento. Tanto es así que en algunas facultades de humanidades la teoría del conocimiento también recibe el nombre de “filosofía de la ciencia”. Lo anotado no quiere decir que no haya otras formas valiosas de conocimiento (como la artística o la filosófica), pero no son especializadas ni explicativas de la realidad como lo es la ciencia.
Qué duda cabe de que el conocimiento científico es lo mejor que se tiene para decir cómo son y cómo funcionan las cosas reales, cuáles son los mecanismos que las gobiernan, su evolución, sus relaciones y los efectos de una cosa sobre otra. La potencia del conocimiento científico se pone de manifiesto en sus múltiples aplicaciones tecnológicas, las cuales han transformado y transforman las formas de vivir, la salud, las comunicaciones, la alimentación y el vestuario, sólo por mencionar unas cuantas áreas que sienten cotidianamente el impacto de la tecnología. Pero también hay otras formas de conocimiento que nos revelan aspectos de la realidad que, por sutiles o por ser sumamente cualitativos, escapan a los procedimientos de la ciencia. La filosofía ocupa, junto con la poesía, la literatura y la pintura, un lugar importante en el conjunto de saberes no científicos permiten aprender aspectos relevantes de la realidad que nos rodea. Que no sean científicos no quiere decir que sean poco importantes o que se pueda prescindir de ellos. Al contrario, para captar detalles íntimos de la vida humana, por ejemplo, la novela o el cuento son herramientas de un valor indiscutible.
Y están también los conocimientos que ofrecen normas de conducta, morales y legales, que son claves para discriminar entre lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, lo correcto y lo incorrecto. Sin estos conocimientos normativos sería imposible vivir en sociedad, pues no habría límites morales y legales a las conductas individuales y colectivas. Junto a estos saberes, están los saberes procedimentales que ofrecen a los individuos “recetas” y “fórmulas” para resolver problemas prácticos y para minimizar el esfuerzo requerido para alcanzar determinadas metas.
Con todo, a la teoría del conocimiento no le interesan, en directo, los conocimientos normativos o procedimentales, sino los conocimientos explicativos (teóricos y empíricos) tal como éstos son alcanzados por el saber científico. Y en el conocimiento científico hay dos componentes siempre presentes: el científico (el investigador con sus preguntas, hipótesis, teorías y destrezas) y la realidad externa a él, que es objeto de sus indagaciones y experimentos. Lo que el científico busca es identificar y definir (decir) características, relaciones, dinámicas y comportamientos de la realidad ofreciendo “pruebas” (evidencia empírica) tomadas de la realidad.
En resumen, cuando se habla de conocimiento hay que cuidarse de no confundir lo que se dice de la realidad (el conocimiento) con la realidad misma. Esta última estaba ahí antes de que cualquier ser humano dijera algo de ella, y seguiría ahí, aunque no hubiera seres humanos. Es más rica, compleja, misteriosa y diversa que lo que se expresa en el conocimiento que los seres humanos tienen de ella.
a) Condiciones del conocimiento
Para que el proceso de conocer se lleve a cabo, y rinda los frutos que se esperan de él (es decir, un mejor conocimiento de la realidad), se requiere condiciones sin las cuales ese proceso difícilmente puede desarrollarse. Una condición imprescindible es contar con (dominar, poseer) un lenguaje adecuado, que permita elaborar conceptos y definiciones referidas a la realidad. Esos conceptos y definiciones están construidos con palabras, que no sólo deben ser precisas y claras, sino que deben ser usadas respetando las reglas de ortografía, de la gramática y de la lógica, pues con ello se evita la confusión y la incoherencia en las ideas. Otra condición importante tiene que ver con el dominio de destrezas prácticas que permitan contrastar los conceptos y definiciones con la realidad, pues de lo contrario se corre el riesgo de caer en juegos mentales desconectados del mundo exterior que rodea al ser humano. Y, por último, están las condiciones institucionales (espacios de estudio, bibliotecas, laboratorios, etc.) que constituyen el soporte material para las actividades dedicadas al cultivo del conocimiento.
b) Posibilidades del conocimiento
Hay cosas de las que, en el límite, no es posible tener conocimiento alguno. Es el caso de la nada, de la cual, por más que los seres humanos intenten saber qué es, es imposible tener una definición clara ni una experiencia concreta. Con “realidades” como el “alma”, el “amor” y el “infinito” sucede algo parecido, aunque cada persona en particular diga que siente su alma, que se siente enamorada o que quiere a alguien infinitamente. Por otro lado, se tienen realidades de las cuales, aunque en un momento determinado, sea difícil conocerlas, en otros momentos eso puede ser factible: estas son las realidades cognoscibles. Por ejemplo, a inicios del siglo XX era sumamente difícil conocer en profundidad la estructura interna de los átomos. En el presente los elementos de esa estructura son parte del trabajo cotidiano de los científicos que trabajan en la Organización Europea para la Investigación Nuclear (CERN), en Ginebra. Así pues, el universo de lo cognoscible (de lo que puede ser conocido) es enorme, pero, de ese universo, lo efectivamente conocido es poco, y se cada día se avanza más en su conocimiento.
c) Límites del conocimiento
Los límites extremos del conocimiento están en aquello de lo cual ni se pueden elaborar conceptos y definiciones precisas ni se puede tener, en el presente o en el futuro algún tipo de prueba (dato, evidencia, experiencia) tomada de la realidad. Unos límites menos extremos, e incluso superables en un momento u otro, tienen que ver con la facultad humana de pensamiento y de razón, y con las características de los sentidos y el cuerpo humano. Pensar ordenadamente, con lógica y con un lenguaje adecuado puede ser un límite para quienes no tienen esas capacidades; con todo, es un límite superable. Asimismo, los sentidos humanos tienen limitaciones extraordinarias, para percibir sonidos, colores y olores. Sin embargo, los seres humanos han inventado instrumentos –como el telescopio y el microscopio— para vencer esos límites. Y gracias a esos instrumentos la potencia de los sentidos humanos se extiende sin cesar para escudriñar lo más pequeño y los más grande y alejado en el espacio y el tiempo. En fin, conviene recordar lo que se dijo sobre el optimismo y el pesimismo epistemológicos: unas condiciones favorables para el cultivo del conocimiento permiten que el optimismo florezca; en caso contrario, con condiciones negativas, lo más probable es que florezca el pesimismo.
2. Los sentidos y la razón
En los siglos VI, V y IV a. de C., en la Grecia antigua se vivió un periodo de creatividad intelectual, cultural y política que fue decisiva para la configuración cultural de Occidente, desde aquellos tiempos hasta el día de ahora. En política, una de las grandes invenciones de los griegos fue la democracia –también inventaron la palabra política—, de la cual nos legaron no sólo la palabra (demos kratos), sino su utilización para definir una forma de gobierno. Sus creaciones culturales fueron espléndidas en la escultura, la poesía y el teatro; mientras que la filosofía destaca por su excelencia, rigor conceptual y sistematicidad. Fue la civilización griega una civilización que giró intelectualmente en torno a dos ejes: el cuerpo y la inteligencia. Y ambos ejes se les rindió tributo en las creaciones culturales, arquitectónicas, filosóficas, teatrales y políticas. Autores clave en el devenir intelectual de la Grecia antigua, y en el impacto de su cultura en la historia occidental posterior, son Parménides de Elea (530-515 a. de C.), Sócrates (470-399 a. de C.), Plátón (427-347 a. de C.) y Aristóteles (384-322 a. de C.).
Estas figuras intelectuales no estaban solas. Como se verá más adelante, estaban en diálogo con una gama de pensadores entre quienes destacaban los sofistas y los cínicos. Sin embargo, el legado de los sofistas y los cínicos no compite con la huella dejada por los tres grandes de la filosofía griega (Sócrates, Platón, Aristóteles) y, a través de ellos, por Parménides de Elea. Como se verá más adelante, Parménides aportó a la cultura occidental una problemática y unos conceptos que llegaron para quedarse. Y él, a su vez, fue parte de un grupo de pensadores –los presocráticos—que dieron los primeros pasos de la naciente filosofía occidental, con planteamientos que dieron un duro golpe a la visión de la realidad que predominaba en su tiempo, es decir, la propia de la tradición homérica.
Este impulso inicial de los presocráticos fue continuado y desarrollado a plenitud por filósofos griegos posteriores, culminando el esfuerzo en el autor a quien mucho consideran el más grande de la antigüedad: Aristóteles de Estagira. En todo este despliegue filosófico –que va de los presocráticos a Aristóteles— un tema central –y quizás el más importante— es el de la relación y el papel de los sentidos y la razón en el proceso de conocimiento. Y como segundo tema central el de la relación de la inteligencia humana con la realidad, y el conocimiento que la primera puede obtener de la segunda. Estas son las problemáticas con la que se enfrentan, como pioneros, los presocráticos.
2.1. Los presocráticos y su crítica a la tradición homérica
Reciben el nombre de presocráticos” los pensadores –las palabras “filosofía” y “filósofos” no estaban aún establecidas en ese momento— que dieron vida a una reflexión sobre la realidad (y sobre la inteligencia humana) bastante singular para su tiempo, antes del nacimiento de Sócrates. Por eso presocráticos, pero también por las características de su reflexión sobre la realidad. Figuras presocráticas, cuyos nombres siempre están presentes, son Demócrito (460-370 a. de C.), Anaxágoras (500-428 a. de C.), Anaxímines (590-528 o 525 a. de C.), Heráclito (540-480 a. de C.), Tales de Mileto (624-546 a. de C.) y Parménides (Nació entre 530 y515 a. de C.). Se trató de personas talentosas, que se atrevieron, cada uno con sus propias preocupaciones y capacidades, a abordar de una manera distinta a la establecida los temas y problemas que se debatían en su tiempo. En el siglo VI a. de C.), que es cuando producen los aportes de la mayor parte de estos autores, la visión homérica de la realidad es sumamente fuerte.
La Ilíada y la Odisea son las dos obras, atribuidas a Homero, de quien, primero, no se conoce su identidad (o si existió realmente), y, segundo, se desconoce si fue el autor de ambas obras. Así, lo que se da por aceptado es que haber vivido lo hizo en el siglo VIII a. de C.). Con todo, haya existido o no una persona concreta llamada Homero, lo cierto es que las dos obras mencionadas –sobre todo, la Ilíada— expresan una visión de la realidad –la visión homérica— que es totalmente distinta a la ofrecida por los presocráticos, a quienes se conoció inicialmente como “naturalistas”. En la visión homérica, es la voluntad de los Dioses del Olimpo la que gobierna el comportamiento de las personas y su destino, así como los ciclos y el ritmo de cuanta rodea a los seres humanos. Y esto hasta en los pequeños detalles, los conflictos de amor, las diferencias políticas, el odio, los celos, los miedos y las pasiones de la gente.
Más aún, las relaciones humanas, las idas y venidas en ellas –desde la amistad hasta la enemistad, del amor al odio— son la puesta en escena de las relaciones, odios, amores, recelos, etc., que afectan a los dioses. Todo lo que sucede en la vida humana y en su entorno obedece, en directo, a la intervención de los Dioses; estos determinan, desde los pequeños detalles hasta los grandes acontecimientos (como la Guerra de Troya), el destino final de cada uno. Es decir, los individuos son como marionetas de los Dioses, que dirimen sus discordias poniendo en discordia a hombres y mujeres.
Los presocráticos tuvieron la osadía de desafiar esa visión de la realidad. Se plantearon de otra forma la interrogante de qué es lo que hace que las cosas sucedan en la vida humana y en el entorno que la rodea. Para ello, en lugar de hablar de las pasiones, los odios o los amores de las personas, decidieron poner la mirada en la Naturaleza (Phisys), y se hicieron una pregunta en verdad fundamental: de qué están hechas las cosas naturales, más allá –más profundamente—de lo que vemos, es decir, cuál es el principio (Arché) que las constituye y les da un orden (Kosmoi), lo que hacen que se muevan, cambien y, en el caso humano, sientan y piensen. Fueron firmes en sostener que ese principio debía buscarse en el interior de la realidad natural, no fuera de ella.
O sea, si las cosas se mueven, cambian o permanecen eso obedece al principio (también natural) que las constituye y que las explica desde dentro. Esta visión estaba en clara oposición a la visión homérica. Y con ella, nació el naturalismo griego, que tanta influencia ha tenido en la cultura occidental y que la ciencia natural moderna no ha deja de avalar en el presente. Ahora bien, el principio de las cosas naturales no se da automáticamente a los seres humanos. Se tiene que ir en su busca, y precisamente en eso consiste el conocer. La realidad natural sólo se abre a la inteligencia humana si ésta se prepara para ese acceso; y ese acceso se logra a través de la palabra (logos) que es el instrumento con el que, además, se dice (“decir” es uno de los significados de “logos”) a otros seres humanos el conocimiento que se ha obtenido. Cuando lo que el logos coincide con la realidad se tiene una verdad humana (la del logos) que coincide con la Verdad (Arché) de la Naturaleza.
Los presocráticos fueron unos investigadores de la Naturaleza, pues se dedicaron a buscar el principio constitutivo de las cosas naturales y a explicarlo a otros. Sus conclusiones y resultados ahora, por lo general, resultan incluso risibles, pero lo importante en ellos es la innovación intelectual que originaron en el marco de la visión homérica.
Tales de Mileto pensó que el principio de todo era el agua. Anaximandro, que ese principio era algo indeterminado que llamó ápeiron. Anaxágoras dijo que era la inteligencia o la mente, es decir, la Nous. Mientras que Demócrito sostuvo que es algo indivisible a lo que llamó átomo. En este último caso, hay que destacar que la intuición de Demócrito fue sumamente fructífera, y hoy en día se ha explorado la estructura del átomo y se ha determinado, por cierto, que no indivisible, pero se ha identificado “partículas elementales” subatómicas que tal vez lo sean. Y uno de los influyentes presocráticos fue, sin duda alguna, Parménides que centró su atención en el Ser (de las cosas) por oposición al No Ser, del cual no se puede decir ni saber nada. Insistió también en lo imposible que era para el ser humano llegar a la Verdad, debido a las limitaciones de sus sentidos. Los siguientes fragmentos de Parménides ilustran su forma de argumentar y los problemas que le preocupan:
Las dos vías de la Diosa
“¡Escucha y propaga mi mensaje cuando los hayas entendido!
Repara en las dos únicas vías de investigación concebibles: Una es la vía de que es y de que no-ser no puede ser. Se trata de la senda de la Persuasión, acompañante de la Verdad; ahora la otra vía.
Esta senda es la de que no es y de que ha de no ser. Esta senda, créeme, es una senda en la que no se puede pensar. Pues lo que no es no se puede saber, no se puede hacer ni se puede decir”.
“Aquí termino mi discurso fidedigno. Y mis pensamientos claros sobre la verdad. Aprende ahora conjeturas humanas”.
Los sentidos y el engaño
“Lo que está en cualquier momento en los engañosos órganos de los sentidos, eso les parece a los hombres conocimiento genuino, pues tienen por lo mismo la mente intelectual del hombre y la cambiante naturaleza de sus órganos de los sentidos.
Llaman “pensamiento” a lo que prevalece de este embrollo en todos y cada uno de los hombres”.
“Nunca se concederá que las cosas que no son existan.
Aparta tu pensamiento de esta vía de indagación; no permitas que la experiencia y la rutina se te impongan. Y no dejes errar tus ciegos ojos o tus sordos oídos, ni siquiera tu lengua, por esa vía”.
Límites del conocimiento
“Pues nunca podrás conocer lo que no existe verdaderamente, Ni podrás siquiera describirlo…” (Popper, 1999)
Los presocráticos también se preguntaron por la naturaleza de Dios o los Dioses. Era tan fuerte e influyente la creencia de los Dioses del Olimpo, y sobre su papel en la vida humana, que ese tratamiento se hacía inevitable. Un autor presocrático que mostró gran agudeza crítica en su visión de Dios fue Jenófanes (570-475 a. de C.) quien escribió, al respecto, lo siguiente:
“Chatos, negros: así ven los etíopes a sus dioses. De ojos azules y rubios: así ven a sus dioses los tracios. Pero si los bueyes y los caballos y leones tuvieran manos, manos como las personas, para dibujar, para pintar, para crear una obra de arte, entonces los caballos pintarían a los dioses semejantes a los caballos, los bueyes semejantes a bueyes, y a partir de sus figuras crearían las formas de los cuerpos divinos según su propia imagen: cada uno según la suya”.
“Uno solo es Dios entre los dioses y uno entre los hombres es el máximo. Ni en entendimiento ni en cuerpo se asemeja a los mortales. Siempre permanece en un lugar sin moverse nunca. Sin esfuerzo sobre el Todo reina con el simple pensamiento e intención. Todo él ve, todo él conoce y todo él oye” (Popper, 1999)
Tampoco le fue ajena a Jenófanes la preocupación por el conocimiento y sus límites. Sobre esto, escribió lo siguiente:
“Más por lo que respecta a la verdad cierta, nadie la ha conocido. Ni la conocerá; ni acerca de los Dioses ni siquiera de todas las cosas de las que hablo. Y aunque por casualidad expresase la verdad perfecta, ni él mismo lo sabría; pues todo no es sino una maraña de sospechas”.
“Los dioses no nos revelaron desde el principio todas las cosas; sino que con el transcurso del tiempo podemos aprender investigando y conocer las cosas. Esto, como bien podremos conjeturar, se asemeja a la verdad” (Popper, 1999).
En resumen, los presocráticos sentaron las bases de la reflexión filosófica sobre el conocimiento humano, sus posibilidades y sus límites. Se distanciaron de la tradición homérica y pusieron su mirada en aquello que, desde dentro, mueve a la Naturaleza y a los seres humanos como parte de ella. Aunque confiaron en la capacidad de la inteligencia para apropiarse de las verdades de la Naturaleza, fueron críticos (y escépticos) acerca de las posibilidades de lograr un conocimiento definitivo. En Parménides, por ejemplo, el conocimiento humano siempre es parcial, limitado, aproximado… pero siempre se avanza en él: el conocimiento es un proceso, porque “podemos aprender investigando y conocer las cosas”. A partir de las preocupaciones y conceptos fraguados por los presocráticos, se gestó una cultura filosófica madura, sistemática en sus mejores expresiones, cuyo impacto posterior en Occidente fue crucial para la configuración de sus formas de conocer y de valorar la realidad… y también el mismo conocimiento. Tres autores descollaron en ese ambiente rico en debate de ideas que fue la Grecia antigua en los siglos V y IV a. de C.: Sócrates, Platón y Aristóteles.
2.2. Sócrates-Platón-Aristóteles
Lo primero que llama la atención en estos tres filósofos es el vínculo maestro-discípulo que se estableció entre ellos, con lo cual cobró vida una práctica educativa (y un modo de entender la educación) que, en aspectos importantes, sólo comenzó a cambiar a finales del siglo XX de nuestra era. Así, Sócrates fue maestro de Platón e hizo suyas sus enseñanzas, pero también hizo sus propios aportes a la filosofía, distanciándose de él. Asimismo, Platón fue maestro de Aristóteles, quien hizo suyas las enseñanzas del maestro, pero las reformuló de manera radical, creando una filosofía propia de amplios alcances conceptuales y empíricos. Esta transmisión de saber, de Sócrates a Platón y de éste a Aristóteles, inauguró una práctica educativa en la cual se establece la continuidad de una tradición de pensamiento, pero también se establece la práctica de revisión, crítica y transformación de la tradición recibida.
Primero, Sócrates. Se sabe poco de su vida y en varios momentos algunos especialistas han puesto en duda su existencia real. Sin embargo, esta opinión no es generalizada y se puede dar por establecido, con bastante certeza, de que nació en Atenas en 470 a. de C. y que murió por envenenamiento también en Atenas, en 399 a. de C. Hay un consenso de que su madre, Fenarete, fue una partera, y que esto influyó decisivamente en su concepción del conocimiento como un “parto” doloroso. No dejó escritos propios –o no se han encontrado— y sus ideas se conservaron gracias, principalmente, a Platón, quien se encargó de rendir homenaje a su maestro, planteando sus ideas, discutiéndolas y luego alejándose de ellas, para proponer las propias.
Platón, al citar lo dicho por Sócrates y discutir sus ideas, estableció firmemente la práctica –iniciada con los presocráticos— reconocer el legado de otros autores, citándolos de la manera más confiable posible, y elaborar otras ideas a partir de esa recuperación. Uno de los aportes más significativos de Sócrates fue, precisamente, su concepción del conocimiento como un parto, es decir, como un “alumbramiento” que, a semejanza de un parto real, es sumamente doloroso. O sea, el proceso de saber (para alumbrar nuevos conocimientos y por consiguiente acercarse a la verdad de las cosas) es penoso: la verdad duele. Y así como la madre lucha con la partera para hacer menos doloroso el alumbramiento, así el individuo (hombre o mujer) lucha consigo mismo y con el sabio (el Sophós) que le está ofreciendo su ayuda, cual partero, para que su inteligencia “alumbre” (esté presta a parir) conocimientos nuevos, más profundos y atinados sobre la realidad.
Ahora bien, la gran preocupación de Sócrates no estriba en el conocimiento de la Naturaleza, sino el conocimiento de la realidad humana y en los mandatos que esta debe darse a sí misma a través del conocimiento que vaya obteniendo su propia realidad. Este autor fue, ante todo, un gran moralista; fue también un gran pedagogo. Para él, la moralidad en el ser humano descansa en el conocimiento, antes que nada, de sí mismo. Hizo suyo el imperativo escrito en el Templo de Apolo –que hay quienes atribuyen al mismo Sócrates— que dice “Conócete a ti mismo”, y que él tradujo en el método pedagógico de escrutar, mediante el diálogo (la dialéctica o mayéutica), las opiniones e ideas de los demás para establecer su grado de verdad o falsedad.
Otra afirmación, fundamental, que se atribuye a Sócrates es la respuesta que dio a la pregunta de la pitonisa acerca de quién era el hombre más sabio de Grecia. La célebre respuesta del filósofo fue “Yo sólo sé que no sé nada”. Con esta respuesta, heredó a la cultura occidental algo importante, pero que frecuente y lamentablemente se olvida, y es que una persona sabia e inteligente debe ser consciente no de cuánto es lo que conoce, sino de todo lo que le falta por conocer, pues es más lo que ignoramos que lo que sabemos. Sócrates, pues, fue un autor optimista al alentar el parto de nuevos conocimientos en las personas, pero reconoció –con una dosis de pesimismo– que esto es doloroso y que no es fácil que aquéllas estén dispuestas a embarcarse en la tarea de conocerse a sí mismas o dispuestas a reconocer lo mucho que les falta por conocer, o que no saben nada.
Por su parte, Platón (427-347 a. de C.) se mueve en ambiguamente en este punto (del optimismo y del pesimismo en el conocimiento). Para entender esto es oportuno considerar las ideas filosóficas de Platón: el mundo está formado por dos realidades: a) las apariencias y b) las esencias verdaderas, es decir, las ideas: bien-humanidad-justicia, por ejemplo. Para Platón, la esencia de la realidad es el Eidos (idea, forma), que es lo que caracteriza propiamente lo que las cosas son. Es algo puro, intangible, que sirve de modelo a las cosas materiales (sensibles) que vemos y tocamos todos los días. Este mundo que vemos y tocamos es un mundo de “apariencias”; y éstas son una copia “deformada” del mundo de las esencias.
Por un proceso de corrupción (evolutivo) difícil de explicar el mundo de las ideas tuvo una “caída” en lo corporal. El conocimiento verdadero es el conocimiento de ese mundo de las ideas.
Pues bien, en textos como El Menón, Platón dice que a todos los hombres les ha sido dada la facultad de “recordar” su vida antes de ser mortales (en el mundo de las ideas verdaderas). Por ese recuerdo o rememoración –anamnesis—todos los podemos entrar en posesión de la verdad. Y es que antes, la esencia del ser humano fue parte del mundo de las ideas, y, por un proceso eidético, la psiqué (el alma) puede hacer una conexión mental con aquél. Y eso es, precisamente, conocer para Platón. En este sentido, hay en este filósofo un evidente optimismo epistemológico. Cabe decir que Platón siguió los pasos de Sócrates al usar el diálogo como técnica narrativa. Y en los diálogos platónicos Sócrates tiene una participación clave en la formulación de las tesis platónicas principales. En este texto, Platón pone en boca de Sócrates, lo siguiente:
Fragmento de El Menón
“Y ocurre así –dice Sócrates— que, siendo el alma inmortal, y habiendo nacido muchas veces y habiendo visto tanto lo de aquí como lo del Hades y todas las cosas, no hay nada que no tenga aprendido; con lo que no es de extrañar que también sobre la virtud y sobre las demás cosas sea capaz ella de recordar lo que desde luego ya antes sabía. Pues siendo, en efecto, la naturaleza entera homogénea, y habiéndolo aprendido toda el alma, nada impide que quien recuerda una sola cosa (y a esto llaman aprendizaje los hombres), descubra él mismo todas las demás, si es hombre valeroso y no se cansa de investigar. Porque el investigar y el aprender, por consiguiente, no son en absoluto otra cosa que reminiscencia. De ningún modo, por tanto, hay que aceptar el argumento polémico ese; porque mientras ése nos haría pasivos y es para los hombres blandos para quien es agradable de escuchar, este otro en cambio nos hace activos y amantes de la investigación; y es porque confío en que es verdadero por lo que deseo investigar contigo qué es la virtud” (Webdianoia, 2018).
Pero en otros textos, Platón plantea tales dificultades al proceso de conocimiento que más bien se acerca a una postura pesimista o a un optimismo que sólo es válido para unos pocos (los sabios). El escrito platónico que expresa de manera clara es un clásico de la filosofía. Se trata de la alegoría o mito de la caverna.
En suma, la filosofía de Platón fue potente en sus conceptos y en su concepción del binomio conocimiento-realidad. Aristóteles se empapó de esta visión filosófica y lo hizo en la Academia Platónica, espacio de reflexión diseñado por Platón para enseñar su doctrina filosófica. Aristóteles supo estar a la altura de su maestro, al cual superó en muchos sentidos, incluso en la creación de una institución escolar conocida como Liceo, en cuyos jardines impartía clases dando paseos y caminando junto con sus discípulos (esta práctica de enseñanza recibió el nombre de “peripatética”). A esta innovación siguió otra de envergadura: la redacción de sus escritos no como diálogos, sino como tratados sistemáticos y lógicos, en los que Aristóteles trató prácticamente todas las materias conocidas en su tiempo: lógica, física, astronomía, botánica, zoología, psicología, política y, principalmente, “filosofía primera” (que posteriormente recibió el nombre de “metafísica”).
Prolífico, ordenado, moderado y realista, Aristóteles volvió la mirada a la Naturaleza como objeto de reflexión filosófica, lo cual hizo consciente de que recuperaba el impulso filosófico de los presocráticos. Y también es consciente de que el legado de Platón no puede ser obviado. A partir de esa herencia decide realizar su propia indagación sobre la realidad. El siguiente texto suyo es esclarecedor:
“La existencia de la sustancia parece manifiesta, sobre todo en los cuerpos, y así llamamos sustancias a los animales, a las plantas y a las partes de las plantas y de los animales, así como a los cuerpos físicos, como el fuego, el agua, la tierra, o cualquiera de los seres de este género, sus partes y lo que proviene de una de sus partes o de su conjunto, como el cielo; finalmente, las partes del cielo, los astros, la luna, el sol. ¿Son éstas las únicas sustancias? ¿Hay además otras, o bien ninguna de éstas es sustancia, y pertenece este carácter a otros seres? Esto es lo que debemos examinar.
Algunos creen, que los límites de los cuerpos, como la superficie, la línea, el punto, y también la mónada, son sustancias, más sustancias, si se quiere, que el cuerpo y el sólido. Además, unos creen que no hay nada que sea sustancia fuera de los seres sensibles otros admiten varias sustancias, y son sustancias ante todo, según ellos, los seres eternos; y así Platón dice, que las ideas y los seres matemáticos son por lo pronto dos sustancias, y que hay una tercera, la sustancia de los cuerpos sensibles. Espeusipo admite un número mucho mayor de ellas, siendo la primera, en su opinión, la unidad; después aparece un principio particular para cada sustancia, uno para los números, otro para las magnitudes, otro para el alma, y de esta manera multiplica el número de las sustancias. Hay, por último, algunos filósofos, que consideran como una misma naturaleza las ideas y los números; derivándose, en su opinión, de ellos todo lo demás, como las líneas, las superficies, hasta la sustancia del cielo, y hasta los cuerpos sensibles.
¿Quién tiene razón, quién no la tiene?, ¿cuáles son las verdaderas sustancias? ¿Hay o no otras sustancias que las sensibles? Y si hay otras, ¿cuál es su modo de existencia? ¿Hay una sustancia separada de las sustancias sensibles? ¿Por qué y cómo? ¿O bien no hay más que las sustancias sensibles? Tales son las cuestiones que es preciso examinar, después de haber expuesto lo que es la sustancia” (Aristóteles, s.f).
Es claro, por el texto, que para Aristóteles el problema de la sustancia es central. Y en efecto, para él, las “verdaderas sustancias” son lo verdaderamente importante. Y esas sustancias están dentro de las cosas naturales (dentro de la naturaleza) y no en un mundo aparte como en Platón.
Las preguntas de Aristóteles
Y lo sensible, lo que se muestra los sentidos, es la superficie de las sustancias, lo accidental, lo que cambia sin alterar lo esencial: la sustancia. Por eso, en algunas traducciones se conserva la palabra “substancia” en lugar de “sustancia”, pues la primera destaca que la substancia es lo que subyace, lo que subtiende (el substractum) de los accidentes. Pero éstos son parte de la realidad; están articulados con la sustancia, que es lo que da forma a las cosas. De alguna manera, en Aristóteles el eidos está dentro de las cosas naturales. Ese eidos es su sustancia. Y esa sustancia constituye el Ser que comparten todas ellas: todas Son porque tienen una sustancia (forma) que se articula con la materia de los cuerpos (lo sensible). Con claridad sorprendente, lo dice así:
“Primero (el Ser) se entiende en diferentes sentidos; sin embargo, la sustancia es absolutamente primera bajo la relación de la noción, del conocimiento, del tiempo y de la naturaleza. Ninguno de los atributos del ser puede darse separado; la sustancia es la única que tiene este privilegio, y en esto consiste su prioridad bajo la relación de la noción. En la noción de cada uno de los atributos es necesariamente preciso que haya la noción de la sustancia misma; y creemos conocer mejor una cosa, cuando sabemos cuál es su naturaleza; por ejemplo, qué es el hombre o el fuego, mejor que cuando sabemos cuál es su calidad, su cantidad y el lugar que ocupa. Sólo llegamos a tener un conocimiento perfecto de cada uno de estos mismos modos, cuando sabemos en qué consiste, y qué es la cantidad, qué es la cualidad. Así el objeto de todas las indagaciones pasadas y presentes; la pregunta que eternamente se formula: ¿qué es el ser?, viene a reducirse a ésta: ¿qué es la sustancia?” (Aristóteles, s. f.)
Y a partir de esta inquietud, Aristóteles en embarcó proyectos de investigación orientados a indagar sobre la naturaleza de la “sustancia primera”, sino de las realidades sustanciales (“sustancias segundas”) que constituyen la diversidad del Kosmos. Y de este modo, la realidad natural se abrió a la mirada de la inteligencia humana, lo cual no ha cesado desde aquel entonces hasta el día de ahora.
2.3. Los sofistas y los cínicos
Como se anotó arriba, las figuras más reconocidas de la filosofía griega no estaban solas. Junto a ellas, en diálogo, debates y controversias, había una variedad de filósofos, poetas y dramaturgos que daban vida a una cultura diversa y rica. A la gran mayoría de esos creadores culturales –hombres y mujeres—no se recuerda; otros, suelen ser vistos como autores menores o secundarios, opacados por el peso de quienes quedaron como los grandes: Sócrates, Platón y Aristóteles. No sólo fueron opacados: en algunos casos, se creó una visión negativa de determinados pensadores, a los cuales se identificó con etiquetas que en su sentido peyorativo llegan hasta el presente. Es el caso de los sofistas y los cínicos. Se trata de pensadores a los que, ya desde el momento en el que ejercían su labor filosófica, se trató como actores secundarios, aunque seguramente no lo eran, a juzgar por los temas que trataron y por la forma cómo lo hicieron.
a) Los sofistas y la enseñanza de la filosofía
La palabra “sofista” –sophistés— está emparentada con la palabra “sabio” –sophós–, pero hace referencia un estatus secundario en el cultivo del saber. El sophós es un maestro de la sabiduría; el sophistés no, pues es una especie de profesional de la enseñanza y la elocuencia (Editorial Etecé, 2024). Así que la denominación de “sofista” tuvo, desde el principio, un sentido peyorativo –por hacer referencia a quienes se dedicaban a ser “profesores” de filosofía (y cobraban por ello)— que se mantuvo a lo largo del tiempo, escuchándose de vez en cuando, en el presente, que se califica de esa manera a alguien que envuelve a otros con sus palabras. Y sí, los sofistas se caracterizaron por su destreza en la argumentación, siendo sumamente hábiles en la lógica, la retórica y la oratoria. Además, enseñaban a otros esas habilidades y destrezas, cobrando por ello. Les cabe el mérito de haber sido los iniciadores de la profesión docente. Y lo hacían con sencillez y creatividad, pero no sin dejar burlarse de las pretensiones de grandeza de las “vacas sagradas” (Sócrates-Platón-Aristóteles). Como señala Rocío Rivas Martínez:
“Dentro de las ideas principales de los sofistas es que, para ellos, la filosofía debe ser una disciplina que enseñe a los discípulos las habilidades necesarias para su desarrollo en la política, es decir, enseñar el arte de la oratoria (debatir y discutir) para ser un político convincente y eficaz. De esta forma, para ellos el filósofo es un profesional que ilustra y enseña a otra persona un saber preparado dentro de una enseñanza de corte pasivo, es decir, el profesor enseña e ilustra y el alumno escucha. Además, su principal objetivo es el de crear buenos oradores que sepan seducir, persuadir y convencer con argucias argumentativas, aunque sea con un discurso sin sentido” (Rivas Martínez, 2022, párrs. 3-4).
Fueron varios los pensadores que recibieron esa denominación, tanto así que hay quienes creen que se trató de un movimiento filosófico. Pero, “los sofistas no fueron un grupo homogéneo: cada maestro predicaba y enseñaba a su manera, sin un conjunto de reglas o principios que seguir. Los sofistas más famosos son Protágoras (485 – 411 a. C.) y Gorgias de Leontinos (483 – 375 a. C.), quien todavía hoy es conocido por sus obras Sobre la Naturaleza o el No Ser y Encomio de Helena. Tanto Protágoras como Gorgias tuvieron como contrincantes filosóficos a Sócrates, Platón y Aristóteles. Ambos aparecen como personajes en varias de las obras platónicas y además fueron acusados de persuadir audiencias y asambleas políticas para beneficio propio” (Editorial Etecé, 2024, párrs., 2-3).
De este modo, los sofistas eran pensadores que animaban el debate filosófico, tomando distancia de los planteamientos de los grandes maestros y sobre todo mostrando muchas destrezas en el dominio de las palabras y los argumentos, con lo cual buscaban “convencer” a quienes los escuchaban. La retórica –hablar y escribir bien, con elegancia— y los sofismas –los argumentos aparentemente lógicos— fueron dos técnicas que dominaron con excelencia. Sin embargo, también les ocuparon asuntos de envergadura, que al día de ahora siguen siendo asuntos que generan reflexiones y análisis por doquier. En palabras de Pajón Leyra:
“El movimiento sofístico fue pionero en el planteamiento de la reflexión sobre cuestiones como la educación, la naturaleza de la sociedad o la función del lenguaje. Sus integrantes fueron los primeros pensadores en situar la cuestión de la verdad en el centro del debate intelectual, y en establecer la distinción entre naturaleza y convención. Y muchas de sus reflexiones causaron un profundo impacto en su tiempo y continúan teniendo efecto sobre el nuestro. Además, sus tesis principales guardan paralelismos importantes con algunas de las nociones alrededor de las cuales se articula el mundo contemporáneo. Y por todo ello resulta crucial para entender la actualidad exponer la raíz en común que tiene nuestro tiempo con la época y el pensamiento sofístico” (Pajón Leyra, 2023, párr. 2).
Sofistas más importantes |
Algunos de los principales sofistas de la tradición griega fueron: Protágoras de Abdera (c. 485–c. 411 a. C.). Fue un pensador, viajero y maestro griego de retórica. Viajaba por el país cobrando elevadas tarifas por enseñar, por ejemplo, el correcto uso de las palabras. Protágoras fue famoso por enseñar que “El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son, de las que no son en cuanto que no son”. Platón le dedicó uno de sus diálogos, llamado Protágoras. Gorgias de Leontinos (483–375 a. C.). Fue discípulo de Empédocles y conocedor del pensamiento de Zenón de Elea y de Parménides. Fue respetado como filósofo incluso por sus detractores. Algunos le atribuyen el rol de padre de la oratoria y fundador de la epidíctica, que es una forma de discurso que elogia o censura a una persona. Sus obras más conocidas son Sobre la Naturaleza o el No Ser y el Encomio de Helena. Pródico de Ceos (465–395 a. C.). Fue un sofista de las primeras generaciones y contemporáneo de Sócrates, cuyas enseñanzas se centraban en la gramática y la retórica. Ninguna de sus obras sobrevivió hasta hoy, pero existen numerosas referencias a él en obras de otros autores. Entre sus intereses estaban la astronomía, el lenguaje, la ética y la religión. Hipias de Élide (c. 460–c. 400 a. C.). Fue un destacado geómetra, descubridor de la cuadratriz, con la que dio respuesta a problemas centrales de la geometría griega. También se le atribuye una gran memoria y la invención de numerosas reglas mnemotécnicas. Trasímaco de Calcedón (459–400 a. C.). Se sabe poco de la vida de este sofista, que aparece en los diálogos platónicos y en la República de Platón, en particular en las reflexiones respecto al rol de la justicia. Hay algunas referencias a él en la obra de Clemente de Alejandría. |
(Segundo Espínola, 2024)
b) El radicalismo de los cínicos
La palabra “cínico” tiene un sentido etimológico, y significa “perruno”. Su puesta en circulación, en la Grecia clásica, se suscitó cuando se la usó para denominar de esa manera a quienes pertenecían a la “secta del perro”, que era que como se apodaba Diógenes de Sínope (412 a. C. / 323 a. C.), también conocido como Diógenes el Cínico. Desde aquellos tiempos hasta el presente la palabra tuvo una trayectoria bien particular: de referirse a personas que cultivaban una filosofía y unos hábitos específicos pasó a caracterizar a personas que, entre otras cosas, son desvergonzadas, mienten o manipulan sin inmutarse, o se ufanan de hacer cosas que van contra el buen sentido o el bien común. Por ejemplo, hace ya varias décadas, un político salvadoreño –que era diputado– reconoció en la Asamblea Legislativa que, si bien había robado, nunca había matado a alguien. Prácticamente todos los que lo escucharon aceptar que había robado consideraron que ese político era un cínico. Y es que, como ya se dijo, la palabra en la actualidad se usa para calificar a ese tipo de personas. A continuación, se anota, en un cuadro, lo que dice la Real Academia Española sobre la palabra en cuestión (RAE, 2023).
cínico, ca Del lat. cynĭcus, y este del gr. κυνικός kynikós; propiamente ‘perruno’. 1. adj. Dicho de una persona: Que actúa con falsedad o desvergüenza descaradas. U. t. c. s. Sin.: descarado, desvergonzado, insolente, caradura, fresco, impúdico, inverecundo, curtido. Ant.: sincero, noble. 2. adj. Propio de una persona cínica. Sonrisa cínica Ant.: sincero, noble. 3. adj. Impúdico, procaz. 4. adj. Fil. Dicho de una escuela filosófica: Que nació en Grecia de la división de los discípulos de Sócrates, y de la cual fue fundador Antístenes, y Diógenes su más señalado representante. 5. adj. Fil. Partidario o seguidor de la escuela cínica. U. t. c. s. 6. adj. Fil. Perteneciente o relativo a la escuela cínica. 7. adj. desus. desaseado. |
Los significados del 4 al 6 son los que atañen al origen griego de la palabra, en especial ese que indica que cínico un es adjetivo usado para referirse a un miembro de una escuela filosófica de la Grecia antigua. Y aquí algo destacable es que la secta de los cínicos recibió ese nombre debido a que su fundador, Antístenes, instaló la escuela cínica en el llamado “Mausoleo del Perro”, pero esto se vio reforzado porque una de sus figuras más prominentes, Diógenes el “perro”, hacía alarde, en su comportamiento, de sus hábitos perrunos. Como señala José María Agüera Lorente:
“El vocablo cínico proviene de kynikos, término griego parido por la antigüedad helena, reconocida hasta la saciedad como uno de los progenitores de la egregia civilización europea. Kynikos deriva de kynos, que significa perro en castellano. Antístenes de Atenas (444-365 a.C.), que se reconocía seguidor del venerado Sócrates, fundó una de las variadas escuelas orientadas a ofrecer directrices sobre la vida buena en un momento de cierta desorientación social –el llamado período helenístico– en el que se puso de moda lo que hoy sería calificado como una especie de coaching existencial. La estableció en el Kynosarge (Mausoleo del Perro) de la polis del Ática. Básicamente proponía tomar ejemplo de la naturaleza y de los animales; exhortaba a un pensamiento individual y a llevar una vida sencilla, autosuficiente y alejada de los placeres materiales” (Agüera Lorente, 2016, párr. 2).
Las enseñanzas de Antístenes se transmitieron a un conjunto de discípulos que las propagaron, añadiendo nuevos aspectos. Todo ello dio lugar, precisamente, a la conformación de un grupo de filósofos llamados cínicos. Fueron unos filósofos que se caracterizaron por la dureza con la que arremetieron en contra de las costumbres y las creencias establecidas. Fueron corrosivos con sus opiniones, y el estilo de vida de algunos de ellos no dejó de causar malestar en las “buenas” gentes de aquella época. Fueron de desde cualquier punto de vista unos pensadores radicales que sometieron a una fuerte crítica a la sociedad de su tiempo. Agüera Lllorente anota que:
“Igual que los jóvenes de la contracultura de los sesenta aquellos filósofos melenudos propugnaban la liberación respecto de las convenciones sociales. Éstas son, a fin de cuentas, el producto moral (mores) de la sociedad que en ellas plasma su carácter (ethos), el cual para los discípulos de Antístenes –como para, por cierto, los que creyeron siglos después en hacer el amor y no la guerra– se hallaba esencialmente corrompido y desnaturalizado. Eran espíritus libres que merecieron a criterio de sus conciudadanos el nombre de cínicos, de perros, principalmente porque los griegos antiguos concebían a los perros como criaturas desvergonzadas” (Agüera Lllorente, 2016, párr. 3).
En esa línea, uno de los filósofos cínicos más significativo es Diógenes de Sínope (412-323 a. de C.), apodado “el Perro”, que vivía semi desnudo en un tonel. Es, como dice, Agüera Llorente, “el más célebre de los cínicos…el que vivía en un tonel y del que se han servido para poner nombre al dichoso síndrome de la acumulación de trastos inservibles y basura, lo que él nunca hizo, y menos de forma patológicamente compulsiva, pues defendía la vida despegada de las cosas materiales. Tampoco era hombre afecto al poder, ya fuese político o económico, según se desprende de algunos episodios biográficos que de él se conservan. Véase la anécdota de las lentejas: Diógenes vivía de manera muy sencilla, y comía de lo que le daba la gente. Un día estaba almorzando un plato de lentejas. En ese momento llegó Aristipo, otro filósofo, quien trabajaba para el rey, y le dijo: «Mira, si tú trabajaras para el rey, no tendrías que comer lentejas». A lo que el habitante del tonel le replicó: «mira, si tú comieras lentejas, no tendrías que trabajar para el rey»” (Agüera Llorente, 2016, párr.4).
Algunas de sus sentencias y frases han quedado grabadas en la cultura de Occidente de manera indeleble. He aquí algunas:
En resumen, conviene citar esta buena síntesis sobre la “secta del perro”, escrita por Carlos García Gual:
“La humanidad tiene una gran deuda con la antigua Grecia. Heredamos de ella, entre otras cosas, gran parte de los cánones artísticos, la filosofía, el pensamiento científico o la democracia. En esta generación de nuevas tendencias la polémica jugaba un papel predominante y las posturas filosóficas rivalizaban a diario en el ágora surgiendo las primeras propuestas anti-sistema. L@s llamad@s “cínic@s” representaron en este sentido el primer movimiento intelectual que:
· Negaba los valores de la civilización
· Actuaba frente a las normas y convenciones
· Renegaba del consumo y la esclavitud de las cosas superfluas
· Y reivindicaba la libertad auténtica frente a cualquier institución familiar, social o moral
y todo ello desde una actitud activa que incluía sátiras, críticas, humor corrosivo y un comportamiento desvergonzado hasta traspasar lo grosero. Una forma de vida al margen de convencionalismos, pero en contacto continuo con la “ciudadanía” convirtiéndose en espejo de las hipocresías y contradicciones de quienes viven sometid@s a las normas sociales. Diógenes de Sínope es la figura más emblemática de este movimiento, el primero en recibir el apelativo de perro, y del que más leyendas se cuentan, haciéndole merecedor de la fama y reputación del mayor representante del espíritu cínico (García Gual, 2019, párr. 1).
3. Lo natural como objeto del conocimiento
La revisión de filosofía griega, realizada hasta aquí, permite concluir que en ella la naturaleza se fue convirtiendo, poco a poco, en objeto del conocimiento filosófico. La crítica a la tradición homérica fue clave en ese proceso, lo cual permitió prestar atención a los “principios” que, desde dentro, hacen que la naturaleza se mueva, cambie o se mantenga. Nació aquí una visión secular de la realidad, en la cual los Dioses ya no jugaban ningún papal en la dinámica de la realidad. El naturalismo presocrático fue culminado por Aristóteles, una vez que este hiciera una crítica a Platón. Sin embargo, la filosofía aristotélica no es una repetición de naturalismo presocrático, pues la herencia de socrática y platónica está presente en sus conceptos y en su manera de abordar los problemas de la realidad y del conocimiento.
a) El orden de la naturaleza
Como resultado de esos esfuerzos intelectuales se llegó a la conclusión de que la Naturaleza no es caótica, sino que tiene un orden y una lógica que son coincidentes con el orden y la lógica de la inteligencia. En el fondo, la tesis de Anaxágoras de que hay una inteligencia que ordena el Kosmos –el Nous—siguió pesando en la filosofía griega posterior. Lo mismo que la tesis de Parménides de que el “Ser es lo que permanece, lo que no cambia”.
Por supuesto que las ideas presocráticas no se mantuvieron tal cual fueron gestadas por sus autores. Sócrates añadió al legado presocrático una reflexión moral de enorme impacto en la filosofía posterior. Sin embargo, en su esfuerzo filosófico también está presente el empeño por identificar el Arché que ordena la vida del ser humano y que imprime sentido a sus metas. Ese “principio” es el de la búsqueda del conocimiento no tanto de la realidad externa, sino de la realidad interior de cada cual. Por eso su lema de “Conócete a ti mismo”. Platón centra su atención el orden universal de las cosas. Se pregunta por la estructura de la realidad y por cuál es su esencia, es decir, su verdad profunda. Esa verdad radica en el orden de las ideas, que constituye la realidad más verdadera. Esta realidad se contrapone a la realidad de lo aparente, que es una realidad degradada, con la que los sentidos humanos se engañan.
El conocimiento, para Platón, es el esfuerzo humano por vencer a las apariencias para llegar a la verdadera realidad. Eso es doloroso, dice en el mito de la caverna. Hay resistencia por parte de los seres humanos, que prefieren vivir en la falsa realidad. Retoma la visión socrática del conocimiento como un parto doloroso. Pero, al final, los sabios se atreven a salir de las sombras a la luz, para explicar precisamente la falsedad de las sombras. En Aristóteles, finalmente, culmina esta visión del orden natural como un todo ordenado. Como un cosmos. El caos y el desorden no tienen lugar en su filosofía. El principio y fin de las cosas tienen una secuencia en la cual el fin (el thelos) se convierte en una causa ordenadora de la marcha de las cosas. La otra causa ordenadora es la forma, o esencia, de ellas. La tercera es la causa eficiente, que las mueve. Y la última, su causa material, es decir, la materia de la que están compuestas.
b) El conocimiento de lo natural: el logos
También, como resultado de sus indagaciones filosóficas, los griegos llegaron a la conclusión de que la palabra es la herramienta privilegiada para “decir” (comunicar) verdades sobre la Naturaleza. Aristóteles definió al ser humano como “animal político”, pero también como “animal que capaz de hablar” (zóon logon ekhon). Y ello con razón, pues para él el logos (el lenguaje, la palabra, el discurso, el conocimiento) es el instrumento privilegiado para hablar de la naturaleza. Sin logos no habría conocimiento, pues la realidad, en el fondo, también está gobernada por un logos, un orden.
Ya desde los presocráticos, el conocimiento comienza a abrirse paso como una indagación sobre los dinamismos internos de las cosas naturales y, en definitiva, sobre la Naturaleza. Para ellos, se trata, principalmente, de la naturaleza exterior al ser humano; de ahí el énfasis que hacen en la identificación de elementos naturales, como al aire, el fuego, el agua o los átomos, como los constituyentes últimos de la naturaleza. Pero no les es ajena la preocupación por las cosas humanas, que gobernadas por la razón (por el Nous), también pueden ser explicadas a partir de lo que sucede en su interior.
El salto adelante en esta dirección lo da Sócrates, para quien el logos compartido –el diálogo— es lo que hace posible que el ser humano se vaya conociendo poco a poco a sí mismo. Que el ser humano se vaya dando cuenta, a través del diálogo con otros –o sea, a través de la dialéctica—, de los límites de su conocimiento, de lo poco que sabe, y de lo mucho que le queda por conocer. ¿Y por qué esta importancia del conocimiento para los presocráticos y Sócrates? Porque para ellos el conocimiento es lo propiamente humano, es decir, lo que distingue al ser humano de otros seres. Cuando el ser humano conoce la realidad que le rodea y conoce los límites de su conocimiento (es decir, cuando se conoce a sí mismo), alcanza su plenitud. En Platón esa plenitud es belleza y bondad, como lo son las ideas que conforman la esencia de la realidad. En Aristóteles es plenitud es felicidad. Para ambos, el conocimiento hace al ser humano bello, feliz y bueno.
Entonces, en esta línea de razonamiento, la felicidad la adquieren quienes conocen, pues se realizan plenamente como seres auténticos. Hay en ellos un amor a la sabiduría, que es justamente lo que significa “filosofía”. ¿Conocimiento de qué? Del Cosmos, esto es, del Orden Natural y de la lógica que lo gobierna: las ideas en Platón, las sustancias en Aristóteles. Y para ambos, de aquello en lo cual todas las cosas coinciden: las ideas en el primero, el Ser en el segundo.
4. El legado: conócete a ti mismo
El logos humano al penetrar en los secretos del logos de la naturaleza y la política (que también pertenece al orden de las cosas naturales) abre las puertas para que el conocer humano se conozca a sí mismo, dando cumplimiento al imperativo socrático esculpido en el Templo de Apolo. Y siendo que el conocimiento es uno de los valores supremos de la filosofía griega una de las tareas a emprender será la reflexión sobre el conocimiento mismo. Es decir, usar el logos para hablar del logos, elaborando una teoría del conocimiento que es también una teoría del ser humano: una antropología.
a) Idea del ser humano
Así, el ser humano se define principalmente por su capacidad de conocer, lo cual deriva de capacidad de hablar, de su logos. Es conocida la definición del hombre (ser humano) como “animal racional”, la cual apunta a la primacía que los filósofos griegos daban a la razón, en detrimento del cuerpo y los sentidos, vistos como una traba para el conocimiento cierto de la realidad. Fue esta una visión potente, que dio paso a tradiciones culturales –herederas de la filosofía griega— que fomentaron el desarrollo al máximo de las capacidades intelectuales de las personas, en filosofía, teología, retórica, gramática, lógica y matemática. Ahí están los cimientos de lo mejor de la cultura occidental. Pero también, esa visión, llevó a una infravaloración del cuerpo, los sentimientos y las emociones, que son parte constitutiva de la realidad humana.
Si en la racionalidad humana está la clave del conocimiento cierto, aquello que se opone al ejercicio de esa racionalidad debe ser controlado. La disciplina corporal, la gimnasia y el deporte son cruciales en esa “liberación” de la razón. Sin embargo, la separación de la razón y el cuerpo es imposible, pues el ser humano es una dualidad de alma (razón, psiqué) y cuerpo. Es, en definitiva, un “animal racional” y, en el caso de Aristóteles, ambas dimensiones están juntas, una como sustancia de la otra. A este dualismo en la idea del ser humano se añade otro componente: la energía involucrada en el esfuerzo humano por conocer. Desde fuera, se puede imaginar que el ser humano conoce pasivamente; pero no: el esfuerzo mental al que los griegos le apuestan para conocer sugiere que el ser humano está en una actividad interna, que es una lucha con las apariencias y el sentido común, que le conduce penosamente hacia un mayor conocimiento de la realidad y de sí mismo.
Por último, en la idea del ser humano que tienen los griegos no puede faltar dimensión de orden: la vida humana como parte del Cosmos expresa la armonía, los fines y la dinámica que lo gobierna. El caos, el azar y el desorden no se llevan bien con unas filosofías, desde los presocráticos a Aristóteles, para las cuales hay una inteligencia ordenadora de toda la realidad natural y humana.
b) El conocimiento en el ser humano
Y, por lo anterior, la dimensión cognoscitiva del ser humano se impuso por sobre otras disciplinas y actividades que o bien fueron despreciadas (el trabajo manual, por ejemplo) o bien se subordinaron a la disciplina del estudio y la reflexión (como el deporte). Los filósofos griegos establecieron una jerarquía en los saberes, en cuya cima estaba la filosofía, seguida de la matemática y la lógica. Quienes dominaban estos saberes eran los seres humanos plenos, pues la plenitud humana estaba en el conocimiento filosófico, que estaba animado por el deseo de saber que es connatural al ser humano. Aristóteles, como gran maestro que era, lo formuló con claridad:
“Todos los hombres tienen naturalmente el deseo de saber. El placer que nos causan las percepciones de nuestros sentidos son una prueba de esta verdad. Nos agradan por sí mismas, independientemente de su utilidad, sobre todo las de la vista. En efecto, no sólo cuando tenemos intención de obrar, sino hasta cuando ningún objeto práctico nos proponemos, preferimos, por decirlo así, el conocimiento visible a todos los demás conocimientos que nos dan los demás sentidos. Y la razón es que la vista, mejor que los otros sentidos, nos da a conocer los objetos, y nos descubre entre ellos gran número de diferencias” (Aristóteles, s.f.).
El saber permite una vida sabia. Pero también, como se vio antes, una vida feliz y buena. O sea, en el conocimiento, en el saber, el ser humano realiza su naturaleza más propia. Y el saber supremo es el filosófico, porque es el que nos habla de los primeros principios de la realidad, de sus fundamentos, de lo que hace que las cosas sean lo que son. Y así, en resumen, para la filosofía griega el conocimiento se erige como lo más importante de la vida humana. Todo lo demás, artes, técnicas, trabajo manual, es secundario respecto de ese bien supremo. La vida, para ser plena, debe ser una vida teórica, contemplativa: bíos theoretikós. Pues, como dice J. Araiza (2011):
“La felicidad aristotélica en el sentido de felicidad contemplativa consiste, entonces, en una actividad que sólo es posible durante la vigilia, cuando no nos encontramos sumidos en cualquiera de los apetitos y pasiones que obstaculizan nuestro contacto con nuestra realidad interna o externa. Alcanzar la contemplación en este sentido es algo así como percibir que vemos cuando vemos, percibir que escuchamos cuando escuchamos, percibir que pensamos cuando pensamos, y percibir que existimos cuando percibimos que percibimos y que pensamos. Y tanto más felices seremos, de acuerdo con nuestra interpretación, cuanto más capaces seamos, a lo largo de nuestra vida, de poner en acto esta facultad sensorial en relación con nuestros propios sentidos e intelecto”.
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Fotografía: illiberaldemocracy