Por: Manuel Fernández Ordóñez. 12/10/2023
«Nadie está dispuesto a renunciar al nivel de vida que nos da la tecnología. A pesar de que sepamos que se utiliza mano de obra esclava o infantil en su fabricación»
El ser humano opera con extremos. O eso parece. Todo es blanco o negro en una sociedad cada vez más polarizada. Obviamos que la realidad se mueve en una compleja escala de grises que nos negamos a ver, dejándonos engañar por el relato que más nos convenga en cada situación. Y así va pasando la vida mientras miramos para otro lado en casi todos los temas importantes.
De este modo encontramos consuelo en la yuxtaposición de conceptos pueriles del bien y el mal. Una especie de ying-yang contemporáneo que nos facilita encajar la compleja realidad dentro de un esquema mental propio de adolescentes. Así, si la izquierda es buena la derecha ha de ser necesariamente mala. Si los palestinos son buenos, los israelíes tienen que ser malos. Si la OTAN es la encarnación del mal, Putin ha de ser un buen samaritano. Si la energía nuclear es mala, las renovables han de ser absolutamente buenas. Si los combustibles fósiles son cosa mala, el coche eléctrico debe ser, sin lugar a dudas, cosa buena.
Con la emergencia climática como sustrato de abono, somos capaces de comprar cualquier argumento que comulgue con el credo apocalíptico. Los vehículos eléctricos son un claro ejemplo de ello. Vaya por delante que, no solo no tengo nada en contra del coche eléctrico, sino que si pudiera me compraría uno sin dudarlo. No está la vida para despreciar el dinero que te regalan el resto de españoles en forma de subvenciones ni los privilegios con los que cuenta el dueño de uno de estos utilitarios (aparcar gratuitamente, circular por el centro de Madrid, circular por el carril BUS-VAO cuando vas solo en el coche, etc.).
Sin embargo, no todo es de color de rosa en torno al vehículo eléctrico, como nos quieren hacer creer. Como ustedes saben, estos coches funcionan con baterías y, para fabricarlas, se utilizan diversos recursos naturales, entre ellos el cobalto. Se trata de un metal que juega un papel clave al aportar un mejor rendimiento y una mayor autonomía de las baterías. ¿De dónde obtenemos el cobalto necesario para todo esto? Fundamentalmente de un único lugar, la República Democrática del Congo. Un Estado fallido en el que todavía supura la lacra del colonialismo belga.
Siddharth Kara es un profesor británico especializado en la esclavitud en nuestra era. Ha escrito varios libros sobre la esclavitud infantil en la India, la esclavitud en el sudeste asiático y sobre el tráfico sexual de mujeres en África. Ahora ha publicado un espeluznante trabajo de investigación titulado Cobalto rojo: cómo la sangre del Congo mueve nuestras vidas. En él relata la realidad de la minería de cobalto en el país africano y cómo está a años luz de cumplir cualquier estándar occidental en materia de seguridad o cualquier otro parámetro que queramos analizar.
«Con la emergencia climática como sustrato de abono, somos capaces de comprar cualquier argumento que comulgue con el credo apocalíptico»
Una buena parte del cobalto extraído en el Congo se obtiene por un proceso conocido como «minería artesana», eufemismo utilizado para denotar la minería de pequeños productores (gran parte de ellos niños) que excavan agujeros en cualquier parte sin ningún tipo de medida de seguridad. Cada coche eléctrico necesita unos diez kilogramos de cobalto, que son extraídos por esclavos, niños o campesinos sin medios, en túneles sin entibar que se derrumban causando miles de muertes cada año. Miles de muertes. Cada año.
El problema no se restringe únicamente a los vehículos eléctricos. Nuestras vidas están repletas de dispositivos electrónicos que utilizan cobalto como materia prima. Nuestros teléfonos móviles, tablets y ordenadores portátiles son simples ejemplos de nuestra dependencia del Congo…y de China, que tiene el control casi total del cobalto extraído en el Congo. La demanda de cobalto se estima que aumentará un 500% hasta el año 2050 debido a la alta penetración que se espera para el vehículo eléctrico. Una de estas baterías contiene más de mil veces la cantidad de cobalto necesaria para fabricar un teléfono móvil.
Por supuesto, las grandes empresas tecnológicas son conscientes de ello, pero miran para otro lado engañándose con hipotéticos certificados sobre el respeto a los derechos humanos en toda su cadena de producción. No son más que mentiras.
Hipócritas. Eso es lo que somos. Todos.
Nadie está dispuesto a renunciar al nivel de vida que nos da la tecnología. A pesar de que sepamos que se utiliza mano de obra esclava o infantil en su fabricación. Al menos, que tengamos claro que poder aparcar gratis en el centro de Madrid y tener un aire más limpio implica ir sentado sobre la sangre de los niños congoleños. Y que la vida siga, que da todo igual.
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Fotografía: The objective