Por: El cuaderno. 26/05/2020
Trea publica ‘Tecnopersonas: cómo las tecnologías nos transforman’, un libro de Javier Echeverría y Lola S. Almendros que explora cómo pese a la apariencia de libertad y autonomía en las redes sociales, el control de las tecnologías, los tecnolenguajes y los tecnodatos son la base de una nueva forma de dominación, pero también de subjetivación. Pablo Batalla Cueto reseña aquí la obra (que incluye un capítulo sobre el COVID-19) y entrevista a sus autores.
A veces en un prefijo —tres, cuatro, cinco letras sucedidas por un guion— cabe toda una época, y basta simplemente yuxtaponerlo a los sustantivos de la era anterior para dar cuenta de las transformaciones producidas, aun si éstas forman parte del orden de lo vertiginoso. El filósofo donostiarra Javier Echeverría tuvo esa intuición cuando, en 1993, escribió un ensayo capital que tituló Telépolis, aguda disertación sobre la «ciudad a distancia» que el ser de la era informática comenzaba a habitar. A todos los espacios constitutivos de la polis tradicional (el ágora, la calle, el mercado, el cementerio) comenzaba a sucederles que perdían su carácter físico y ascendían a un éter digital que los convertía en telemercados, teleágoras, etcétera: una transformación no adjetiva, sino sustantiva, por la cual se alumbraba un tercer entorno con características novedosas y abracadabrantes que lo diferenciaban del primero (la naturaleza) y el segundo (la ciudad): distal y no proximal, reticular y no recintual, informacional y no material, representacional y no presencial, multicrónico en lugar de sincrónico, etcétera. Y en él, una nueva casta de aristócratas singulares cuyo poder no se nutría de tierra, sino de aire. En 1999, Echeverría pasó a desarrollar en profundidad este último concepto en un nuevo ensayo titulado Los señores del aire, donde argumentaba que se nos conducía a una suerte de regresión feudal; a tornarnos vasallos de Microsoft, Ericsson o Nokia (tales eran entonces los monstruos corporativos que ocupaban la cúspide del nuevo ecosistema: sic transit gloria mundi…) tal como nuestros ancestros lo habían sido de los duques y condes del Medievo.
Javier Echeverría Ezponda
Por entonces, a Echeverría seguía bastándole el prefijo tele- para compendiar la originalidad de este tiempo nuevo; pero los años corrieron y algunos advenimientos no previstos en aquel entonces fueron añadiendo complejidad a este paisaje: así las redes sociales, las nanotecnologías o, más aún, la llamada convergencia nano-bio-info-cogno, un volvernos demiurgos de lo subatómico y lo celular llamado a ponerlo todo patas arriba de una manera que hizo a Echeverría concluir que el prefijo resignificador tele- se quedaba corto para dar cuenta de estas innovaciones. Comenzó, en consecuencia, a adoptar en sus escritos uno nuevo: tecno-. En todo caso, la misma idea: un sortilegio epocal por el que las tecnologías no sólo modifican la naturaleza, sino también las sociedades, las personas y las relaciones entre ellas; un nuevo mapamundi sociológico y psicológico por cartografiar, y la mejor disposición de Echeverría para hacerlo en artículos y nuevos libros que ha ido publicando a lo largo de los años, a veces en compañía de otros autores.
A esa bibliografía, ha venido a añadirse en este 2020 un nuevo título, escrito al alimón con Lola S. Almendros: su título, Tecnopersonas: cómo las tecnologías nos transforman; su propósito, diseccionar al sujeto del tercer entorno y aproximarse a su escurridiza taxonomía. Todo se deslíe en esta modernidad líquida o más bien ya gaseosa; y en el concepto de tecnopersona, «cíborgs, prótesis corporales, seres humanos absortos en las pantallas, avatares, personajes virtuales, fotografías y vídeos subidos a las redes y a YouTube, artefactos inteligentes, robots, influencers, etcétera». Son tecnopersonas «aquellos seres humanos que dependen radicalmente de las recnologías para vivir, hasta el punto de que muchas de sus acciones cotidianas se realizan mediante implementaciones tecnológicas informatizadas», pero también «robots y otras modalidades de software, que simulan y potencian funciones y capacidades mentales de los seres humanos» e incluso «aquellos personajes literarios, cinematográficos, de dibujos animados o de videojuegos que sirven como iconos imaginarios para los dos tipos de tecnopersonas recién mencionados», desde los youtubers hasta Lara Croft, personajes «claves en el imaginario cultural de nuestra época debido a las intensas relaciones emocionales que el público tiene con ellos, sean positivas o negativas». Hay tecnopersonas individuales y colectivas (un fondo de inversión es, por ejemplo, una tecnopersona financiera); existen, incluso, tecnoanimales y tecnovegetales. Y todas estas personas no existen, sino que tecnoexisten; no habitan una physis, sino una technophysis; no son un Dasein, sino un Technodasein arrojado, no a un territorio, sino a una red. «En lugar de un Dasein —escriben Echeverría y Almendros— habría que hablar de un Zwischensein (“ser-entre”)».
Lola Sánchez Almendros
Nada es lo que parece en el tercer entorno; nada está claro en medio de este tornado que todo lo sólido desvanece en el aire. No lo está el espacio, pero ni siquiera el tiempo; hay, también, un tecnoespacio y un tecnotiempo de los que Echeverría y Almendros también se ocupan en algunas de las páginas más interesantes del libro. El tiempo onlife —escriben— «no se caracteriza por la sucesión: carece de duración. A su vez, el espacio onlife no se define por la distancia: carece de lugar. Esto hace parecer a ambos indefinidos y, por tanto, infinitos». Y ello impugna de algún modo a Kant, para quien el tiempo era la condición de posibilidad de lo temporal, y el espacio la condición de lo espacial; entes unidimensionales en cuyo seno «tiempos diferentes no pueden ser simultáneos, sino solo sucesivos». En cambio, hoy «impera la simultaneidad, y es extremadamente complejo trazar líneas causales y de sucesión de acontecimientos y procesos». Las stories de Instagram —ironizan los autores de Tecnopersonas— «son más proustianas que newtonianas».
Las derivaciones de todo esto son de lo más diverso, y algunas de ellas adquieren contornos siniestros sobre los que este libro nos advierte también. En esta corrosión que anula todas las divisiones, llegan a verse afectadas aquéllas que sustentan la misma esencia de la democracia, seriamente amenazada por el nuevo ecosistema. También la de poderes. No hay tal en el tercer entorno. No hay «procedimientos formales para la elección de representantes públicos que puedan constituir y legislar en el nuevo espacio social», advierten Echeverría y Almendros:
Cuando se quiere poner orden en alguna red social, solo se piensa en ciberpolicías y servicios de seguridad. Nunca en ciberjueces, ni mucho menos en ciberparlamentarios que acuerden y promulguen leyes y reglas de actuación y persecución de los delitos, que luego llevarían a cabo los ciberpolicías por orden de los ciberjueces que hicieran la instrucción de los procesos judiciales, como sucedería en el caso de una tecnojusticia democrática. Las prácticas actuales en las principales redes sociales, así como otros servicios de Internet que gestionan los señores del aire, son claramente neofeudales. Las autoridades que gobiernan las redes y los dominios correspondientes ponen las normas y toman las medidas de control, penalización y expulsión que consideren convenientes, conforme a sus propios protocolos de acción. […] Los likes de las redes sociales son una ficción de democracia. Las votaciones democráticas requieren una previa división de poderes, que no existe en ninguna de las nubes globales. Hay que criticar y combatir la like-democracy, por multitudinaria que parezca ser. Varias redes sociales, por sólidas que parezcan, no solo son líquidas (Bauman), sino que aportan burbujas sociales gaseosas, que acabarán estallando.
El libro se divide en dos mitades: la primera se ocupa de la definición de tecnopersona partiendo de la de persona, pretexto para un excurso filosófico en el que se nos recuerda el origen etrusco y griego del vocablo y su significado etimológico de «máscara», y más precisamente, «máscara de teatro». Nuestra persona es —escribe Remedios Zafra, a quien Echeverría y Almendros citan— «lo que se presenta de sí a la mirada del otro, algo así como un sello de nuestra identidad, la forma individualizada que ofrecemos a cualquiera que nos aborda de frente»; y las tecnopersonas —nos explicarán más tarde Echeverría y Almendros— siguen siendo esas máscaras teatrales, mas con la particularidad de que «nunca son una, sino varias», siendo además que se caracterizan por la heteroconciencia en lugar de la autoconciencia de sus poseedores, a quienes las empresas que almacenan sus datos conocen mejor que ellos mismos. El relato de los autores de Tecnopersonas se demora después en las definiciones medievales de persona, sus nociones moderna y contemporánea, su concepción jurídica y sus dimensiones económica y política. Después, entran en la harina de las tecnopersonas para distinguirnos tres tipos, presentarnos la hipótesis de los tres entornos y la del nuevo feudalismo o diseccionar cómo desplegamos tecnonombres, tecnopercepciones y tecnomiradas. En cuanto a la segunda parte del libro, consiste en una serie de así llamados experimentos conceptuales: ensayos de aplicación del prefijo tecno- a distintos fenómenos de tal modo de comprobar de qué manera los transforma el tercer entorno, y así, la diferencia entre lenguajes y tecnolenguajes o las peculiaridades de la tecnopolítica. Finalmente, un epílogo añadido por los autores tras el estallido de la pandemia de coronavirus pasa interesante revista a la condición de tecnopersona —«tecnopersona vírica»—que el propio virus ha pasado a adquirir. Hay, también, un COVID-19 y un tecno-COVID-19 que «no se reduce […] al conjunto complejísimo de informaciones y datos sanitarios que han sido masivamente difundidos en relación con el coronavirus, sino que también incluye diversos sistemas de disciplinamiento social que, siguiendo el paradigma chino, han sido puestos en funcionamiento para impedir la expansión del virus». Razonan Echeverría y Almendros que
«Los portavoces gubernamentales, empresariales y sindicales no se han privado de decir que estamos en guerra contra el coronavirus. De esta manera, han dado un paso decisivo hacia la tecnopersonificación social de dicha entidad, (construida y) declarada por fin como el enemigo común y por ello máximamente existente. Rápidamente se ha diseñado una visualización para el virus, hoy en día ampliamente interiorizada por la población. Por cierto, su imagen tecnosocial es notable, bien buscada para una tecnopersona viral e (in)deseable. Está claramente inspirada en iconologías de extraterrestres, ya utilizadas desde hace tiempo en relación con bacterias y virus por la publicidad de la industria farmacológica. De esta manera, el nuevo monstruo ha pasado a formar parte de la iconografía mediática de nuestro tiempo. Así, COVID-19, además de ser un tecnonombre consolidado, ha pasado a tener una tecnoimagen propia. Lo que el virus sea realmente en las pantallas de los microscopios médicos poco importa. Tecno-COVID-19 ya tiene una imagen social propia, ciertamente no humana, pero no por ello menos personalizada (y politizada). Solo le falta hablar, y tarde o temprano romperá a hacerlo. Algunos humoristas españoles, siempre intuitivos, dieron de inmediato ese paso y le prestaron su imagen y su voz en televisión al tecnomonstruo, presentándolo en familia. Obviamente, conviviremos largo tiempo con la innovación tecnocientífica tecno-COVID-19 (surgirán mejores nombres). El tecnocoronavirus ha venido para quedarse y habremos de aprender a convivir con él y su compleja cohorte».
La vida se ha vuelto extraña y engañosa bajo la égida de los señores de las nubes, metáfora que Echeverría prefiere hoy a la de señores del aire. Se nos recuerda también en este libro que la metáfora de la nube —etérea, romántica— fue adoptada por los expertos en marketing de Amazon primero y de Google después, pero aquello que hace referencia es en realidad una granja de datos; una fábrica de tecnopersonas y tecnoobjetos que no nos esclaviza menos, aunque lo haga de otro modo, que las ténebres usinas de la Inglaterra dickensiana. Líricas idealistas camuflan en estos días impiedades materiales, pero no es idílica la vida de las nubes. Tal y como escriben los autores de este libro, «en las nubes no hay paz. Más bien tecnocombates y tecnoguerras».
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Fotografía: El cuaderno.