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Sentido común y buen sentido

por RedaccionA marzo 26, 2021
marzo 26, 2021
1,7K

Por: Luis Armando González. 26/03/2021

A mis alumnos de las maestrías en Derechos Humanos y Educación para la paz y Epistemología de las ciencias humanas (2021).

Dar a clases en el nivel de maestría suele ser gratificante, porque no faltan –incluso en tiempos en los que las relaciones profesor-alumnos son virtuales— los diálogos y las reflexiones compartidas sobre asuntos relevantes y, en por muchos motivos, actuales.  En distintas sesiones de clase, del año pasado hasta acá, algunos de mis estudiantes han aportado ideas sobre, entre otros temas, la erosión del “sentido común” y del “buen sentido” que se palpa en la actualidad en El Salvador. Debo decir que es una preocupación que he tenido desde hace varios años. En efecto, en 2001, en un artículo titulado “El sino de la modernidad: la búsqueda interminable de certezas” (Revista Realidad, No. 83, 2001), hago una caracterización del movimiento ilustrado (de la Ilustración) y del invaluable aporte de Voltaire –unos de nuestros mayores, junto a Kant, en cuanto a la defensa de la razón— a ese movimiento. Me permito citar algo de lo que anoté en aquel momento:

“La Ilustración se ha entendido, pues, como una apuesta por la razón como instrumento emancipatorio. Sin embargo, el movimiento ilustrado no se agotó en la reivindicación de la razón, sino que alentó otras actitudes y prácticas que fueron consideradas por los mejores portavoces del movimiento –D’Holbach, Condorcet, Diderot, Voltaire— como útiles y necesarias para una convivencia humana medianamente decente. Entre estas actitudes y prácticas sobresalen las siguientes: la ironía, es decir, un dejo de burla ante quienes muestran una exce­siva seriedad; la felicidad, esto es, el rechazo de todo aquello que es doloroso u ofensivo para la propia sensibilidad y bienestar; la libertad de espíritu, o, lo que es lo mismo, estar abiertos a lo distinto, sin extrañarse de aquello que por diferente nos es desconocido; la tolerancia, que supone la disposición a aceptar no aquello con lo que somos afines, sino lo que es contrario a nuestras creencias más fines; el sentido común, que invita a no descartar lo obvio, sino más bien a prestarle la debida atención; y el buen sentido, cuya exigencia máxima es que debe buscarse el mejor lado de las cosas antes que el peor. Se trata de actitudes tan necesarias para los hombres de ahora como los fueron para la época en la que fueron proclamadas”.

Y sobre Voltaire hice el siguiente apunte:

De los cuatro pensadores que hemos mencionado, fue el último quien mejor expresó las virtudes reseñadas. En efecto, Francois Marie Arouet, conocido como Voltaire, sin dejar de insistir en sus escritos sobre la importancia de la razón como guía de la conducta humana, dedicó gran parte de sus reflexiones y de su vida a defender la ironía, la felicidad, la libertad de espíritu, la tolerancia y el sentido común. Al hablar de la figura de Voltaire, Fernando Savater dice lo siguiente: “sin duda tuvo una concepción humorística del trabajo intelectual, como cualquier persona seria e inteligente que se dedica a él, pero nunca buscó el chiste por el chiste ni se regodeó en bufonadas gratuitas”. Y ante la pregunta por el mayor título de gloria de Voltaire, Savater responde: “Que en su nombre no se puede perseguir a nadie por sus ideas, ni torturar, ni declarar la guerra santa, ni excluir al prójimo de los beneficios de la humanidad”‘.

Estas ideas –y la preocupación que me animaba cuando las escribí— han venido a mi mente cuando, dialogando recientemente con mis alumnos, hemos tocado lo que dije antes: la erosión actual, en nuestra sociedad y en otras, del sentido común y del buen sentido. Lo obvio en no pocas ocasiones es dejado de lado, como si no existiera; y buscar el mejor lado las cosas parece no estar al alcance de muchos, dada su propensión a buscar (y encontrar con relativa facilidad) el peor. Ambas posibilidades están inscritas en naturaleza psico-biológica humana, y la cultura (la cultura civilizadora) debería ser moderadora y correctora de la segunda. Y lo mismo cabe decir del sentido común: está enraizado en nuestras estructuras psico-biológicas, pero es moldeado, en sus contenidos simbólicos, por la cultura. Y esta, en no pocas ocasiones, ha torcido (y tuerce) lo que el sentido común (y el buen sentido) tiene de enraizamiento en las necesidades vitales (biológicas y psicológicas) de los seres humanos. 

En tiempos de coronavirus es de sentido común y de buen sentido protegerse con mascarillas adecuadas, pero lo es también no mantenerlas por mucho tiempo, pues lo que se respira es el aire contaminado de uno mismo, lo que altera el ciclo de respiración los seres vivos que somos nosotros. Es de sentido común y de buen sentido hacer ejercicios regularmente (caminar, por ejemplo) y no permanecer más de dos horas sentados, inmovilizados, en una silla. Caminar es una necesitad, por el ciclo metabólico y la estructura anatómica humana, no sólo para personas mayores de 50 años, sino en todas las etapas de la vida.

En los adultos, no atender a esa necesidad se manifiesta en dolor en las articulaciones o en problemas circulatorios que pueden derivar a cardíacos, pero en los niños y los jóvenes afecta su desarrollo, su estabilidad mental y afectiva y, en el largo plazo, es la fuente de dolencias que generan infelicidad. Comer y dormir adecuadamente son cosas de sentido común y de buen sentido. Ni siquiera deberían ser tenidas o vistas como derechos, pues son necesidades fácticas que, lamentablemente, muchas veces no se reconocen como tales y, en consecuencia, son pospuestas o sometidas a limitaciones perjudiciales para la salud, el bienestar y la felicidad de las personas.      

Y la lista sigue: es de sentido común y de buen sentido no agredir a otras personas; ser corteses; manifestar un buen trato y consideración a quienes nos rodean; no ser petulantes o sobrados; no abusar de los demás y no atentar contra su integridad; no hacer infelices a otros y no ser infelices nosotros mismos; respetar la dignidad de los demás; no hacer que quienes nos rodean nos vean como una amenaza debido a nuestro comportamiento y actitudes; no condenar, rechazar, amenazar o castigar a alguien por sus ideas y opiniones, cualesquiera que estas sean; y saber que cuando se conduce un vehículo (carro o motocicleta) se anda con metales que pueden causar dolor e incluso la muerte en otros seres vivos, humano o no. 

En fin, es de buen sentido y sentido común celebrar la vida y las maravillas de la naturaleza; sentirnos vivos cada día y estar atentos a (sentir) las señales que nos da nuestro cuerpo;  saludar y ser saludados, y tratar de ser felices sin perjudicar a terceros; ser conscientes de que cualquier cosa que hayamos adquirido en nuestra vida (cargos, títulos, rangos, estatus) es un accidente, es decir, que no somos especiales, superiores por tenerla o que estaba escrito en algún lugar que la poseeríamos, y que alguna cosa adquirida, o varias, o todas, la podemos perder –es lo más seguro—en cualquier momento. Que la felicidad, por tanto, no estriba en las posiciones materiales o simbólicas, sino en vivir sin perjudicar a otros ni ser perjudicados por nadie; respirando, conversando, estando en silencio, sintiendo el entorno natural y social, y, como dijo Aristóteles, dando a la amistad un lugar central en nuestra vida.

De lo que se trata es de ser civilizados y de sacar a relucir, como diría Steven Pinker, “los ángeles que llevamos dentro”.  Esos ángeles han dado lugar a creaciones civilizatorias que, como los marcos normativos morales y jurídicos (incluidos los de derechos humanos) nos han ayudado y ayudan en contener a los “demonios” que también llevamos dentro. Esos marcos normativos civilizatorios son cruciales para asegurar que nuestras necesidades fácticas de supervivencia (alimentarnos, dormir, tomar agua, estar saludables, caminar, respirar, ir al baño) sean vistas como algo que se nos “debe”: como derechos.

Lo cual no quiere decir que si se las elimina como derechos –por ejemplo, si se eliminara en algún país imaginario una cláusula normativa que dijera, por ejemplo, que “todos los habitantes de esta nación tienen derecho a dormir” (o se estableciera una norma que dijera “En esta nación nadie tiene derecho a dormir”) la necesidad de dormir se va a esfumar… Y lo mismo dígase de las necesidades de actividad física, moverse, alimentarse, orinar, defecar, estar saludables, pensar, guardar silencio y conversar. No existen (o dejan de existir) por derecho, si no que existen de hecho, pero un derecho civilizatorio permite darles un valor y un reconocimiento que las hace merecedoras de protección ahí donde, como hechos, son vulneradas u obstaculizadas.   

Claro está que no hay rosa sin espinas: los demonios que llevamos dentro están siempre al acecho, y los marcos normativos (morales, religiosos, jurídicos, de derechos humanos) tienen la posibilidad de autonomizarse y de alejarse de lo fáctico (de lo realmente existente). Y, a partir de esa posibilidad, pueden dar cabida a la pretensión de convertir enunciados de derecho (o morales, o religiosos) en realidades de hecho, o anular realidades de hecho a partir de enunciados normativos (jurídicos, morales o religiosos). Hay que estar en guardia ante esa posibilidad, y nada mejor para ello que no perder nunca de vista la realidad humana y natural tal como es, y tal como la explican las ciencias naturales y las mejores ciencias sociales. Nada mejor que tener presente la enseñanza de ese otro ilustrado que fue David Hume, quien dejó establecida la imposibilidad lógica de derivar de lo que es (la realidad fáctica) un deber ser (una realidad normativa), lo cual no quiere decir que lo normativo, con las tecnologías y los procedimientos adecuados, no pueda tener incidencia en las realidades fácticas, pero eso sólo puede hacerse atendiendo a las dinámicas (leyes, procesos, condiciones, regularidades y estructuras) de aquéllas.

San Salvador, 25 de marzo de 2025

Fotografía: Inma Jiménez

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