Por: Luis Armando González. 12/08/2023
Recientemente, leí en un periódico nacional la siguiente declaración de un escritor: “Yo en realidad no creo en nada”. No sé qué impresión causó, en el periodista que la recibió y la hizo pública, pero a mí no me parece ni extraordinaria ni sesuda ni profunda; mucho menos me parece desafiante ni rebelde. Más bien, le dedico estas líneas –a la declaración, no al escritor, se entiende— no sólo porque se trata de una más de esas formulaciones huecas que suenan profundas –como esa que dice “la nada me tiene atrapado”—, sino porque también es una más de esas proposiciones que, al enunciarse, niegan lo que afirman o viceversa (como esa que dice “les voy a hablar con la verdad: yo siempre miento”). Y, pese a lo anterior, sobran los que, pretendiendo poseer un ingenio fuera de serie –y por qué no, una personalidad transgresora de los límites que condenan a las personas comunes y corrientes a la mediocridad más abyecta y conformista— las pronuncian ahí donde sea fácil su propagación, aunque no sin un dejo de fría indiferencia –e incluso de desgano— ante las perturbadoras palabras que salen de sus bocas.
Pues bien, volvamos al enunciado “yo en realidad no creo en nada” para ver qué se puede sacar en limpio del mismo. Para comenzar, cuando alguien dice “en realidad” antes de una aseveración lo que usualmente pretende indicar a su interlocutor es que lo que lo que le dirá es verdad, es decir, que no le está mintiendo. De tal suerte que bien podría decirle: “yo en verdad no creo en nada”, o también: “yo sinceramente no creo en nada”. Asimismo, “en nada” quiere decir “en ninguna cosa”. O sea, la formulación bien podría ser esta: “yo en verdad, o sinceramente, no creo en ninguna cosa” (o, incluso, podría ser: “yo en verdad, o sinceramente, no tengo creencia alguna”).
En cuanto al “yo” de oración se entiende que es el sujeto que habla de sí mismo, pero no de cualquier cosa: habla de una dimensión importante de su vida subjetiva-mental-emotiva: sus creencias, de las cuales dice no tener en lo absoluto ninguna.
“No creo en nada”, afirma con contundencia en sujeto en cuestión. ¿Se puede no tener creencias? ¿Se puede vaciar la subjetividad humana de ellas? El filósofo Francis Bacon, que identificaba a las creencias con los prejuicios, sostenía que sí, esto es, que era posible que la mente humana quedara “limpia” –como una hoja en blanco— una vez que se borraran de ella todo lo que impedía una aprehensión directa, a través de los sentidos, de las particularidades de la realidad. Pero desde que Bacon hiciera su propuesta han sucedido muchas cosas no sólo en la filosofía del conocimiento, sino en la investigación científica del ser humano, su mente y su cerebro.¿En qué consiste creer? Dicho de manera directa, en aceptar la verdad de un argumento o la existencia de una entidad sin que necesariamente se cuenten con pruebas empíricas firmes (tomadas sistemáticamente de la realidad) que permitan aceptar razonablemente una u otra cosa. Por supuesto que habrá quienes no estarán dispuestos a creer en algo en tanto no se les presente alguna evidencia como respaldo –“ver para creer”, suelen decir—, pero quizás se trate, en su caso –aunque quién sabe— de un creer inauténtico. No importa. Lo que conviene destacar es que cuando se cree en algo, ese algo se constituye en un (pre) supuesto indiscutido (y no necesariamente consciente) a partir del cual las personas ven y valoran lo que les rodea, se ven y se valoran a sí mismas, y se relacionan con sus semejantes. El conjunto de presupuestos indiscutidos (en el sentido que se dan por verdaderos) configuran el entramado de creencias que habitan en los entresijos de la subjetividad de los individuos y que se hacen patentes, aunque ellos no lo quieran o lo nieguen, en sus interacciones y su comunicación con otros individuos.
En el caso que nos ocupa, el “yo” que proclama no creer en nada no estaría en condiciones de hacerlo si no creyera que a) es una entidad subjetiva que es capaz de hablar con sentido; b) es una entidad subjetiva capaz de creer; c) que es una entidad subjetiva capaz de comunicar un mensaje “verdadero”; e) que tiene ante sí a otra entidad subjetiva capaz de aceptar que la “verdad” del mensaje que escucha (entendiendo por tal que quien habla dice “en realidad” lo que piensa); y d) que existe una comunidad de individuos lectores que tienen la capacidad de entender y reaccionar ante su afirmación.
Sin esas creencias y otras –por ejemplo, la de suponer que lo que se afirma es desafiante— quienes, como el escritor, lanzan al ruedo enunciados como el examinado no tendrían nada que decir. Y aquí “nada que decir” significa silencio. Porque desde el momento en que abren la boca –o teclean en su computadora— para comunicar a otros lo que se sienten, piensan o rechazan (o para decirles que no creen en nada), ahí mismo entran en acción un conjunto de creencias sin las cuales dicha comunicación no sería posible. Vaciar la mente de ellas, para lo cual habría que destruir totalmente el tejido neuronal, no es recomendable. Definitivamente, quienes se sometieran a este vaciamiento destructor no estarían en condiciones de creer en algo, pero no podrían proclamarlo.
Por último, en lo anotado hasta aquí no se sugiere que una persona no puede abandonar determinadas creencias o modificar las creencias que posee. La educación debería ayudar a que las personas se atrevan a examinar críticamente sus creencias, cualesquiera que estas sean. Hay creencias que a lo mejor están tan afianzadas en las estructuras neuronales-mentales que resistan cualquier intento de cambio o de renuncia a ellas. Otras quizás sean más maleables o dóciles. Hay aquí un interesante campo para el análisis y la reflexión, lo cual excede el propósito de estas líneas.
San Salvador, 9 de agosto de 2023