Por: Diego Sztulwark. 18/10/2024
Una sentencia que me deja algo perplejo afirma la política de la efeméride es la política de quien carece de política alguna. El automatismo de las fechas impone un discurso inevitablemente solemne y una imagen repetida sobre hechos cuyo sentido ya ha sido establecido de una vez y para siempre. Octubre es el mes en que este sentimiento se acentúa. En lo inmediato se imponen dos fechas: el 7 de octubre, primer aniversario de la acción terrorista de Hamas sobre población civil de Israel; y el 8 y 9 de octubre: evocación de la captura y el asesinato del Che Guevara en Bolivia, en 1967. ¿Por qué obligarse a tomar la palabra sobre dos episodios tan disimiles, sobre los cuales difícilmente se tenga algo amable para decir? Para empezar, porque se trata en ambos casos de fechas que remiten no ya a un pasado cerrado sobre sí mismo, cristalizado en sus significaciones, sino a acontecimientos trágicos aun activos, a fenómenos que siguen operando en el presente y que son parte constitutiva de nuestro presente. Y porque el decir esperanzado y seguro de sí mismo hace rato que no dice más nada.
Desde el 7 de octubre del 2023 el gobierno de Israel no ha hecho más que incrementar su proverbial paranoia destructiva. El incremento de la crueldad militarizada llegó a niveles que suponen la negación de los últimos vestigios de una autoridad moral que en su momento le mereció el reconocimiento como Estado de una buena parte de las naciones (se trataba entonces de constituir un Estado para un pueblo que había sufrido el genocidio nazi). Bajo el pretexto del derecho a la defensa, al que ningún Estado renuncia, Israel intensificó la guerra total como política sin reparar en que semejante opción aniquila su propia legitimidad ante el mundo y ante su propia población, que ya no puede sentir que su protección le está garantizada. El genocidio que el Estado de Israel practica sobre el pueblo palestino en la Franja de Gaza, así como la movilización de toda su población y recursos (la mayoría de los cuales provienen de potencias occidentales) para la guerra se basan en la idea inaceptable según la cual sólo por medio de la destrucción ajena se asegurará su propia preservación. Ese razonamiento arroja como saldo una serie de catástrofes simultáneas que es preciso enunciar con claridad: aniquilamiento del pueblo palestino; aniquilamiento de la posibilidad de paz en Medio Oriente; aniquilamiento de los contenidos humanistas que las izquierdas judías de Israel intentaron preservar durante décadas; aniquilación de toda confianza en que las fuerzas democráticas y populares de los demás países puedan enderezar la barbarie y el brutalismo de los fundamentalismos ultraderechistas (asistidos, ahora, por la tecnología bélica de la inteligencia artificial); aniquilamiento, en fin, en todo el occidente de la esperanza de que es posible resistir a las imágenes insoportables de la destrucción por medio de palabras que puedan romper la complicidad con la guerra que practican sus propios estados. De ahí que muchos hayan concluido, incluso en Israel, que el atentado del 7 es un efecto no tan sorprendente de la política de ahogamiento colonial a que se ha sometido desde siempre y cada vez más a los palestinos.
En cuanto a la captura y asesinato de Guevara ¿se trata realmente de un hecho ya cerrado para siempre, un pasado pisado que no constituye tradición? ¿o se lo puede considerar también como un acontecimiento aun en curso, un evento activo que sigue produciendo efectos oscuros en nuestro presente? A mi modo de ver Guevara fue el último gran político revolucionario de visión continental y global de nuestra región. Sé muy bien que decir esto supone chocar de frente con una intelligentzia de izquierda que ha ido elaborando un consenso general según el cual Guevara fue un gran idealista pero un pésimo político. Pero creo que -como escribía el recientemente fallecido Luis Mattini- si toda revolución debe ser juzgada por sus errores (y no solo por sus aciertos), también la política de Guevara puede y debe ser leída de ese modo. Menos como un modelo a venerar y más como un conjunto de desaciertos de los que aprender. Pues en lo esencial esa política consistió en un intento de cuestionar la hegemonía imperialista construyendo una multiplicidad de resistencias simultáneas, y de atacar la ley del valor-capital por medio de la creación de una multiplicidad de zonas de cooperación socialista. Y ese intento -me parece a mí- fue la última gran idea política verdaderamente digna de ese nombre. No creo que el 68 francés, por ejemplo, con sus consignas y su poderoso imaginario transversal tenga un valor político equivalente, si se lo considera por fuera de ese horizonte guevariano. Y sin embargo, la prueba de la paradójica actualidad de aquel proyecto político no reside en los balances históricos de lo ocurrido hace más de medio siglo. Ella surge del hecho según el cual no hay mejor modo de comprender la coherencia interna del desquicio fascistoide del presente que hacerlo a la luz de una contrainsurgencia generalizada, cuya razón organizadora consiste en reprimir e invertir la búsqueda de una nueva subjetividad. Una subjetividad que ya no puede concebirse fuera -como quería el guevarismo- sino completamente dentro de la ley del valor en crisis. La victoria del enemigo se engrandece desde ahí: desde la creencia general de que la revolución es fetiche y olvido y no amenaza y acecho. Es esta imposibilidad de juzgar la política guevarista por sus errores e insuficiencias lo que la deshistoriza. Nos falta el juicio crítico que permitiría actualizar todo aquello que permanece confinado a una existencia virtual, bajo la forma de un inconformismo incapaz de política. Es esta falta de crítica la que constituye día tras día la substancia de la victoria enemiga, que sigue ocurriendo por el solo hecho de que se acepte que aquellas ideas pertenecen a un pasado irremediablemente derrotado, sin conexión alguna con nuestro presente.
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Fotografía: Lobo suelto