Por: Luis Armando González. 14/02/2024
Nota introductoria En 2016 escribí estas reflexiones sobre el buen gobierno que, desde el Consejo de redacción de Insurgencia Magisterial, se me ha solicitado publicar nuevamente. Las publico, salvo con algunas pocas correcciones, tal como fueron escritas en aquel momento. |
Para muchos, la ética (moral) y la política son como el agua y el aceite: no se pueden ni deben mezclar. Y, en esa línea, sobran los que opinan que pretender usar criterios éticos para juzgar el ejercicio de un gobierno no revela más que una ingenuidad asombrosa, pues nada más ajeno al “es” de la política que el “deber ser” de la ética.
Por supuesto que la opinión mencionada no es la única; y es que en torno a la necesidad de relacionar la ética y la política hay posturas interesantes, que se remontan a los clásicos griegos y se continúan posteriormente –sólo para mencionar a cuatro autores de renombre— con Max Weber, Norberto Bobbio, Jürgen Habermas y Karl Otto Apel.
En el eje de reflexión propuesta por Weber y Bobbio, se pueden sostener planteamientos que atribuyen a la política una “ética de los resultados”, lo cual reviste un cariz instrumental que no puede obviar a la hora de evaluar a un gobierno: los logros reales de un gobierno para alcanzar la felicidad de sus súbitos y la paz de la República –como quería Maquiavelo— son la mejor medida de su eticidad. Pero también se pueden apuntar criterios que sin excluir la ética de los resultados incorporan elementos sustantivos cercanos a una ética de lo fines: criterios de justicia, de equidad y de inclusión, por ejemplo.
En realidad, dando por supuesto que las valoraciones éticas de un gobierno son posibles y necesarias, una combinación de una ética de los fines con una ética de los resultados puede ser un buen marco de referencia. A la luz de ello, ¿cuáles pueden los rasgos característicos de un buen gobierno en El Salvador?
Antes de proponer algunos de esos rasgos no está demás decir que habrá quienes anoten otros, complementarios o distintos, pero lo importante es que no se pierda de vista que se trata de criterios éticos, es decir, de criterios universales (que apuntan al bien común, al interés general, al bienestar de las mayorías, a la justicia, a la igualdad y a la libertad).
Según exigencias de eticidad irrenunciables, hay que partir de criterios sociales y económicos, pues es en estos ámbitos que se juega la justicia real, el bienestar y la igualdad reales de la mayor parte de salvadoreños. Partiendo de acá, puede considerarse como un buen gobierno a ese gobierno que hace lo social su principal prioridad, para lo cual define una estrategia de gestión que dé pie a políticas públicas orientadas a atacar los males sociales más graves, principalmente aquellos que tienen causas estructurales.
En sintonía con ello, un buen gobierno pone todo su empeño y recursos en paliar males sociales concretos, pero no pierde de vista el origen histórico de esos males ni las relaciones de poder económico (político y mediático) que los hacen posible, lo mismo que lo hicieron en el pasado. Esa mirada hacia lo estructural (es decir, esa finalidad de atacar los problemas en sus raíces estructurales, sin descuidar los efectos inmediatos de esas dinámicas en la vida de la gente) es uno de los rasgos más destacables de un buen gobierno.
Perder de vista el horizonte estructural conduce, casi irremediablemente, al populismo, que agota su atención a los sectores vulnerables de la sociedad en medidas inmediatas y de corto plazo. Esta alusión al populismo obliga a una acotación importante: éticamente, el populismo sale mejor librado que sus oponentes antipopulistas de derecha, neoliberales a ultranza, cuyo rechazo al populismo obedece a un desprecio hacia los pobres y marginados –los descamisados— a quienes se considera merecedores de su condición.
En términos éticos –como lo muestra la antigua y rica tradición de la moral occidental— dar algo al pobre, aunque sea poco, es mejor que no darle nada. Se le llama caridad: dar de comer al hambriento y dar de beber al sediento. Sus hermanas gemelas son, por un lado, la compasión, que supone “compartir el sufrimiento de otro”, sin “aprobarlo ni compartir las razones, buenas o malas de su sufrimiento” y “negarse a considerar al sufrimiento, sea cual sea, como un hecho indiferente, y a un ser vivo, sea quien sea, como una cosa. Por eso la compasión es universal en su principio… esto es lo que la conduce a la misericordia”.
Junto a la compasión, por otro lado, está la caridad, una de las virtudes teologales –junto con la fe y la esperanza— según San Agustín. Su definición, desde la teología, es clara: “sentimiento promovido por el amor al prójimo (…) que impulsa a auxiliar con dádivas, cuidados o consuelos a los pobres o los necesitados. También significa dar limosna, hacer una buena obra, una obra de beneficencia, o de misericordia”.
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Volviendo a nuestro tema, lo dicho sobre los fines estratégicos no quiere decir, por un lado, que se alcancen todos o los mejores resultados en los ámbitos en los que un gobierno realiza sus acciones a partir de la priorización que ha hecho de lo social. Naturalmente que es aquí donde la ética de los resultados es útil, por cuanto que permite evaluar en qué medida se avanzó hacia mayores niveles de justicia, equidad y bienestar colectivo, a partir de los recursos y capacidades disponibles.
Por otro lado, priorizar lo social no quiere decir descuidar otras dimensiones de la realidad nacional, que también requieren de la atención del gobierno, pero un buen gobierno debe intentar armonizar su quehacer respecto de esas dimensiones con su responsabilidad social, que es su principal prioridad estratégica. En ese sentido, un buen gobierno lo es porque, desde su apuesta por la sociedad, tiene la mirada puesta en un proyecto de desarrollo nacional incluyente e igualitario.
En otras palabras, un buen gobierno elabora y ejecuta su proyecto de desarrollo nacional –económico, político, cultural— desde la lógica y los intereses de los grupos y sectores sociales más vulnerables, pobres y excluidos. Un mal gobierno, lo hace desde los intereses de los más ricos y poderosos. Un buen gobierno hace lo contrario, pero aplica su visión de inclusividad a esos sectores ricos y poderosos: tienen que aceptar ser parte del proyecto nacional, pero no su parte más importante y decisiva a la hora de decidir la gestión y las políticas estatales.
En el ámbito político, un buen gobierno se caracteriza, en primer lugar, por inscribir su accionar en el marco de las exigencias del republicanismo democrático(1), a sabiendas de que el principio republicano y el principio democrático no siempre son totalmente coherentes, justamente por la lógica específica de cada uno: el control y la limitación del poder por parte del primero; y la ampliación del poder del demos (a través de la ampliación de los mecanismos y los espacios de participación popular) por parte del segundo.
Por el lado de su compromiso republicano, un buen gobierno se asegura de cumplir con los mandatos constitucionales, asumiendo con responsabilidad sus propias atribuciones y respetando las atribuciones de los otros órganos (o poderes) constituyentes del Estado. Es decir, defiende, desde sus atribuciones específicas, el Estado de derecho, en el marco del cual la separación y control del poder es algo esencial (2).
Por el lado de la democracia, un buen gobierno apuesta por promover formas y mecanismos de participación que permitan al pueblo (al demos) incidir cada vez más en la toma de decisiones estatales. Ya se sabe que las elecciones son un mecanismo importante de la democracia, pero también se sabe que la participación electoral no agota todas las posibilidades de participación política de los ciudadanos. Un buen gobierno, sin dejar de dar el valor que le corresponde al principio de “una cabeza, un voto”, abre otros espacios para la participación, como las asambleas ciudadanas, la gestión en el territorio, el diálogo permanente con los gobernados, la rendición de cuentas a nivel local, entre otros.
Un buen gobierno, además, asume que hay decisiones de un enorme impacto social (porque están llamadas a cambiar, para bien o para mal, la vida de la gente) que deben ser sometidas a consulta ciudadana: precisamente, este es el sentido del plebiscito y el referéndum en sociedades en las cuales la dinámica democrática ha avanzado hacia mejores y mayores niveles de profundidad. Incluso, hay países como Islandia en donde estos mecanismos de participación, en el marco de la crisis financiera de 2007-2008, condujeron a una nueva Constitución que no sólo impone severos controles al poder político, sino que crea mecanismos de control también sobre el poder económico, principalmente el sector financiero. Como anota Manuel Castells,
“los islandeses se rebelaron, igual que la gente en otros países, contra una forma de capitalismo financiero especulativo que ha destrozado la vida de las personas. Pero su ira provenía de la constatación de que las instituciones democráticas no representaban los intereses de los ciudadanos porque la clase política se había convertido en una casta autorreproducida tan sólo preocupada por los intereses de la élite financiera y por la conservación de su monopolio sobre el Estado”(3).
En ese sentido, la lógica de la participación popular en el poder –en el marco de la democracia representativa— es inevitable en cuando a su tendencia hacia la ampliación, no sólo en cantidad, sino también en calidad. El principio democrático conduce irremediablemente a una mayor participación del pueblo –a un aumento del número de quienes participan–, pero también a una participación cada vez más calificada en asuntos no sólo políticos, sino económicos, medioambientales, culturales y de política exterior. Pero se trata de un principio de la democracia moderna, liberal, es decir, que se realiza en el marco un Estado democrático y constitucional de Derecho.
Tradicionalmente, los detractores de la democracia temían a la multitud del pueblo en cuanto número. La palabra “chusma” (o “muchedumbres vulgares”, como también se dijo en tiempos antiguos) expresa bien ese temor, no exento de desprecio. De ahí que cuando la democracia moderna se comienza a abrir paso, hacia 1700 y 1800, el asunto sea, desde el lado de las élites de poder económico y sus representantes en la política, cómo contener la irrupción política de la “chusma”. Pues bien, la representación política fue una respuesta para ello; también el republicanismo que controla y limita, a la vez, el poder de los representados y de quienes los representan.
San Salvador, junio-julio de 2016
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Referencias
- Cfr., Kepa Bilbao, “Actualidad del republicanismo”. En http://www.pensamientocritico.org/kepbil0507.html
- Cfr., Luis Armando González, La democracia y sus exigencias. San Salvador, ISD, 2009, pp. 24 y ss.
- Manuel Castells, Redes de indignación y esperanza. Madrid, Alianza, 2013, p. 57.
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Fotografía: El club de los viernes