Por: DIANA MENDOZA. 02/07/2022
Si bien la vulnerabilidad demográfica y sociocultural de la población indígena colombiana suele atribuirse a los tiempos aciagos de la conquista y la colonia, su desaparición paulatina continúa sin tregua entre la diáspora urbana, el largo conflicto armado interno, los desplazamientos forzados, la pérdida de territorios y la falta de garantías para sus derechos a la autonomía, la autodeterminación y el autogobierno. En las últimas décadas, la espiral de violencia sobre sus territorios permite hablar de un exterminio deliberado como estrategia de apropiación de sus recursos naturales para el extractivismo y el narcotráfico con la complicidad del Estado.
“No se trata de reparar algunos perjuicios causados en ciertas épocas de
violencia por algunas personas y agentes de gobiernos a determinadas
personas y comunidades; se trata de crímenes y abusos de todo género
ejercidos permanentemente durante dos siglos a los pueblos enteros”.
Pueblo Misak
Uno de los principales logros de la Constitución Política de 1991 fue el reconocimiento de la diversidad étnica de Colombia, de su diversidad en idiomas, sistemas de organización, producción, salud, transmisión de saberes, alimentación y pluralidad jurídica. Sin embargo, esta exuberancia cultural está atrapada en la vulnerabilidad que se deriva de tener una población dispersa y cuantitativamente pequeña en relación con el resto de la nación predominantemente mestiza.
El Censo Nacional de Población y Vivienda de 2018 reportó 112 pueblos indígenas que suman 1.881.676 personas, es decir, el 4,4% de la población total de Colombia. Esta cifra no incluye datos precisos de los tres pueblos en aislamiento voluntario identificados hasta el momento (Jurumí, Passe y Yurí), ni de los indígenas que provienen de otros países. Solo cuatro pueblos concentran el 58,1% de la población indígena del país, (Wayuu, Zenú, Nasa y Pastos), mientras que en inmensas regiones como la Amazonia y la Orinoquia, existen pueblos con menos de 50 integrantes.
Pueblos indígenas censados en Colombia en 2018. Fuente: Elaboración propia a partir de datos del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE)
La alerta de Stavenhagen y la Corte
El llamado de atención sobre el riesgo de extinción de varios pueblos indígenas colombianos llegó en 2004 gracias a un informe del entonces Relator Especial para los Derechos Indígenas, Rodolfo Stavenhagen. A partir de una visita al país, el antropólogo pudo evidenciar la crisis humanitaria agravada por el conflicto armado interno: “Al menos doce pequeños pueblos indígenas en el Amazonas están a punto de extinguirse por efecto de estos diversos procesos (conflicto armado, cultivos ilícitos, destrucción del medio ambiente, megaproyectos económicos) y sus secuelas en las condiciones de subsistencia de la población”.
Stavenhagen agregaba en ese entonces, que los pueblos con mayor vulnerabilidad eran Awá, Kofán, Siona, Páez, Coreguaje, Carijona, Guayabero, Muinane-Bora, Pastos, Embera y Witoto en los departamentos de Putumayo, Caquetá y Guaviare. A su vez, indicaba que las medidas que habían sido tomadas por el Estado y las agencias privadas e internacionales parecían insuficientes para hacer frente a la emergencia humanitaria.
Retomando este informe y decenas de solicitudes de tutela, la Corte Constitucional de Colombia emitió la Sentencia T-025 de 2004 mediante la cual declaró un Estado de Cosas Inconstitucional en materia de desplazamiento forzado interno, y alertó sobre el riesgo de extinción de 35 pueblos indígenas que presentaban severas afectaciones asociadas al conflicto armado y a diversas actividades extractivas en sus territorios. En 2017, el Alto Tribunal amplió su preocupación a otros pueblos y señaló que el gobierno seguía incumpliendo su deber de proteger a los pueblos en riesgo de extinción física y cultural.
Sin embargo, el devenir de esta histórica sentencia, que ubicó al Estado como corresponsable de la amenaza de desaparición de decenas de pueblos indígenas, aún está lejos de evitar su riesgo de extinción. De hecho, los esfuerzos y recursos destinados por parte de los sucesivos gobiernos a cumplir las órdenes del Tribunal Constitucional se han centrado, básicamente, en una serie de intervenciones orientadas a la elaboración de diagnósticos y la formulación de Planes de Salvaguarda, Planes de Retorno, Planes de Reparación Colectiva, la mayor parte de los cuales no tienen efectividad y consistencia en la perspectiva de restituir los derechos vulnerados y salvaguardar la existencia de estos pueblos.
Mujeres del pueblo Embera Katío desgranando choclos en el departamento de Antioquía (1995). Foto: Colectivo Jenzera
El imparable homicidio de indígenas
Más allá de la precaria acción gubernamental, es innegable que a partir de la Constitución Política de 1991 se lograron avances importantes en relación con el reconocimiento de factores que son una amenaza para la existencia contemporánea de los pueblos indígenas. Sin embargo, verdaderos genocidios cometidos en el siglo XX se mantienen aún en total impunidad. Crímenes como el de las Caucherías en el Amazonas y las llamadas “Guahibiadas” evidencian no solo la barbarie de sus autores y la temeridad judicial de ese entonces, sino también la impunidad de la actualidad.
La Masacre de La Rubiera, ocurrida en 1967 contra el pueblo Cuiba y documentada por el historiador Augusto Gómez, es un descarnado ejemplo de cómo, a pesar de haber sido llevada a la Justicia, se exoneró a los acusados porque “no sabían que matar indios era malo”. Mientras uno de los responsables alegó que había matado a más de 40 indígenas y que nunca había pasado nada, otro sindicado fundó su defensa en que allí todos pensaban que matar indios era como “matar monos”.
Es indiscutible que la impunidad frente a los crímenes que dejan miles de víctimas entre los pueblos indígenas sigue siendo una constante, y es una de las causas de su riesgo de extinción. Entre enero de 2020 y abril de 2022, INDEPAZ registró el homicidio de 185 hombres y mujeres indígenas en hechos conocidos en Colombia como el “asesinato de líderes sociales” a manos de grupos armados ilegales y de la fuerza pública. La mayor cantidad de víctimas (34,5%) son indígenas, pero la justicia no reacciona ante la magnitud de este crimen.
La lenta extinción del territorio indígena
En Colombia, los pueblos indígenas son reconocidos como sujetos colectivos diferenciados de la sociedad hegemónica que se identifican por autoreconocimiento o autoadscripción y poseen derechos especiales. Entre los avances en la dogmática jurídica sobre las condiciones necesarias para que se haga posible la existencia de un pueblo indígena, se destaca el concepto de territorio colectivo, es decir, el espacio en el cual se materializa su identidad y su cultura.
En su Sentencia T-384A/14, la Corte Constitucional advirtió que “(…) los derechos a la identidad cultural y a la autonomía de las comunidades aborígenes no logran materializarse sin la protección del derecho al territorio como elemento fundamental para que dichas culturas puedan sobrevivir y desarrollarse, precisamente, por la relación especial que tienen los pueblos indígenas con sus territorios, debido a que la tierra les comporta un valor espiritual y desarrolla su cosmovisión, pues es allí donde ejercen de manera autónoma y libre sus propias costumbres y tradiciones religiosas, políticas, sociales y económicas”.
De igual manera, la autonomía, la autodeterminación, el ejercicio pleno de sus usos y costumbres, su espiritualidad, sus formas de gobernarse y sus sistemas económicos, entre otros, tienen el estatus de derechos fundamentales colectivos indispensables para la existencia de cada pueblo. No obstante, tanto la restitución y el reconocimiento de sus territorios como la salvaguarda de sus demás derechos continúan congelados. Mientras, se siguen reproduciendo hechos de gran impacto como el desplazamiento forzado hacia los centros urbanos. Actualmente, cerca del 44,6% de la población indígena, unas 850.353 personas, habita fuera de sus territorios, especialmente en ciudades grandes o intermedias.
Mujeres desplazadas del Pueblo Awá, uno de los más vulnerables según Stavenhagen. Foto: Colectivo Jenzera
Socavando el derecho al autogobierno
Otro factor que amenaza la pervivencia de los pueblos indígenas colombianos es la sistemática violación de sus derechos a la autonomía y al autogobierno. Paradójicamente, la disposición constitucional que estableció que las comunidades tendrían participación en los recursos de la nación se convirtió en una espada de Damocles. Con el pretexto de la entrega de recursos y proyectos, se estandarizaron y legitimaron “autoridades” y mecanismos de elección, incluso, en pueblos que tradicionalmente carecían de representación política centralizada, de liderazgos o de elección de representantes, algo común, por ejemplo, entre cazadores y recolectores nómadas o seminómadas de filiación makú-puinabe como son los jupde, kakua, nukak y yujup, pueblos que han sufrido severas agresiones, han venido siendo sedentarizados y presentan altos niveles de riesgo.
Esta imposición auspiciada por el Ministerio del Interior socava las relaciones, los vínculos y el control social flexible cimentado en sistemas de parentesco, jerarquías sociales o figuras shamánicas. Como en estas formas de organización tradicional no operaban mecanismos de elección de representantes que fueran voceros de sus comunidades, solamente se ha contribuido a generar conflictos letales al interior de los mismos pueblos. Este problema ha penetrado a sociedades tan sólidas como la de los Arhuaco, uno de los cuatro pueblos de la Sierra Nevada de Santa Marta.
Las nuevas formas de gobierno y representación que menoscaban a las comunidades también han sido impulsadas por el gobierno y las empresas extractivas como una estrategia para legitimar procesos de Consulta Previa en donde existen discrepancias o autoridades adversas al desarrollo de obras o proyectos. Así lo vienen atestiguando las comunidades wayúu de la Guajira, cuya integridad territorial está seriamente amenazada por las industrias del gas, la minería de carbón y, más recientemente, las empresas eólicas.
Indígenas nukak desplazados en Agua Bonita (San José del Guaviare). Foto: Jorge Restrepo
Amenazas sobre lo intangible
Los hechos y contenidos culturales de cuya existencia depende la pervivencia de un pueblo están encadenados y, a menudo, son insondables. La pérdida del idioma propio puede afectar los bienes materiales e inmateriales fundamentales para la transmisión de saberes en una sociedad, y hasta afectar el control del territorio cuando se borran las marcas toponímicas o los nombres de lugares sagrados. La supresión de formas de intercambio matrimonial puede poner en riesgo el intercambio de semillas y la soberanía alimentaria. La destrucción de sus ecosistemas puede afectar las formas de producción, menoscabar su autosuficiencia y provocar la total indefensión frente a enfermedades tratadas por sus conocimientos y medicinas ancestrales.
Como ya se dijo, durante las últimas décadas los pueblos indígenas colombianos han padecido una espiral de violencia que permitiría hablar, no de un proceso de extinción, sino de exterminio deliberado por actores legales e ilegales. Sin embargo, el rigor de la violencia armada como estrategia por excelencia para apropiarse de sus recursos y territorios o para convertirlos en piezas del negocio del narcotráfico, ha encubierto estas otras formas sutiles de exterminio promovidas y/o toleradas desde el mismo Estado. Los modelos de salud, educación y alimentación impuestos; la masiva evangelización; la diáspora urbana como consecuencia de la pobreza y el desplazamiento forzado; el menoscabo de sus formas de organización, autoridad y justicia, son apenas algunas de las amenazas sobre su existencia singular.
Pero también es necesario subrayar que aún separados de sus territorios y sus culturas, actualmente son muchos los pueblos indígenas colombianos que llevan a cabo procesos de autoreconocimiento, decolonización y autodeterminación que trascienden la denuncia de exterminio. Estos pueblos se proyectan con un horizonte transgeneracional y se empeñan en seguir viviendo y reescribiendo la singularidad de su propia historia.
Diana Alexandra Mendoza es antropóloga, Máster en Derechos Humanos, Democracia y Estado de Derecho, y especialista en Gestión Cultural. Tiene una amplia trayectoria en derechos individuales y colectivos, medio ambiente y cultura.
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Fotografía: IWGIA