Por: Ezequiel Gatto. Juan Pablo Hudson. Revista crisis. 03/06/2020
El veloz crecimiento de las aplicaciones de reparto y traslados motivó ingentes debates sobre su conveniencia o perversidad. Por un lado emplean a miles de trabajadores, mayormente jóvenes; y ostentan soluciones tecnológicas en el terreno digital, como glamoroso sello de modernidad. Por el otro son verdaderas usinas de la precarización laboral y prácticamente no contribuyen al fisco de los países donde aterrizan. Ahora, con la pandemia, dieron un paso clave: alcanzaron el estatuto de actividad esencial. Por lo tanto, ya no hay margen para eludir el dilema de su regulación. ¿Y si en vez de regularlas pensamos en la creación de aplicaciones públicas con sentido social?
En los últimos años, las plataformas y aplicaciones orientadas a conectar directamente ofertas y demandas de bienes y servicios, ya sea a través de la centralización de elementos hasta ahora dispersos (como la cadetería y la distribución), o de la puesta en valor de fragmentos de tiempo y recursos no monetizados, se han multiplicado en el mundo. Uber, Cabify, Glovo, AirBnb, Rappi, PedidosYa, Amazon o Mercado Libre son presencias habituales en la mayoría de las ciudades y protagonizan la versión empresarial de las economías colaborativas. Pero con el avance del COVID-19 y la implementación del aislamiento social, el sector se posicionó como un “servicio esencial” y las empresas del rubro aumentaron sus ganancias de manera sideral.
Las aplicaciones se presentan como una mediación casi aséptica y eficiente, pero han demostrado ser fuente de explotación y disciplinamiento sobre los miles de jóvenes que las utilizan como medio de empleo. También inciden significativamente en procesos de gentrificación y especulación inmobiliaria, en el incremento de los problemas estructurales del tránsito, y en el uso de bienes y lugares públicos. Por ello, en simultáneo a su aparición, vienen siendo objeto de críticas a nivel mundial y han motivado intensos debates jurídicos y laborales.
Se dice que la legislación estatal siempre va un paso atrás de los avances tecnológicos, y es cierto. En su mayoría, las voces que cuestionan la lógica actual de las economías de plataformas reclaman la regulación estatal y el disciplinamiento por vía sindical de sus formas más atroces de su funcionamiento, siguiendo así una sólida tradición de lucha en Argentina. Pero extrañamente no surgen propuestas en las que proyectos comunitarios o cooperativos, con apoyo más o menos directo del Estado, funden sus propias economías de plataformas bajo otras lógicas. ¿Es posible pensar plataformas digitales públicas? Concretamente, alianzas público-privadas que permitan aprovechar los saberes tecnológicos sin caer en formas de explotación del trabajo, el tiempo y la información de los otros, y sin aportar a que las ciudades sean cada vez más invivibles. Hay recursos para hacerlo. Falta la decisión política.
La curva tecnológica
Para eso hace falta un plus sobre la tecnología: creación colectiva, decisión y gestión política. El investigador Mariano Fressoli afirma que durante las últimas décadas buena parte de la investigación científica de punta se ha transformado en un insumo exclusivo para el crecimiento económico y el aumento de la competencia capitalista. El desafío es revertir esa tendencia. Hace un tiempo Alejandro Galliano y Hernán Vanoli propusieron en esta misma revista la creación de una réplica estatal de Mercado Libre. Un intento en ese sentido es la plataforma Vidrieras en red, una iniciativa lanzada por la Secretaría de Modernización y Cercanía de la Municipalidad de Rosario, que a su vez incorporó propuestas provenientes del Bloque de concejales de Ciudad Futura/ Patria Grande. En dicha plataforma productores y comercios de la ciudad podrán publicar y vender productos, valiéndose de un posnet virtual vinculado al Banco Municipal, lo cual permite un sistema de pago en la órbita del estado local. Si bien en esta propuesta no aparece la gestión cooperativa y por ahora incluye sólo comercios habilitados, se destaca su potencial para incorporar a la pluralidad de formas del trabajo y la producción de la economía popular.
Otro ejemplo es la app Frena la curva, diseñada por voluntarios, organizaciones sociales y empresas de la comunidad de Aragón (España) para proveer un “servicio geolocalizado de ayuda mutua entre vecinos”, con el objetivo de resolver situaciones generadas por el COVID-19. Su fuerte está en España, pero ya funciona en Argentina, Perú, Brasil, Polonia, Portugal, entre otros países. En la aplicación es posible ofrecer ayuda o requerirla, así como informarse sobre comercios de cercanía y servicios médicos, entre muchas posibilidades.
Estas experimentaciones muestran que no se trataría solamente del ingreso de un actor más al territorio de las plataformas sino de aportar una nueva comprensión de sus usos y posibilidades. Si las tecnologías van a servirnos, tiene que ser para poder ensamblarlas a procesos democráticos, lo más horizontales y abiertos posibles. Eso no se limita a un contrato laboral ni a un rubro industrial o de servicios. Hay que pensar el desarrollo tecnológico en clave de producción de nuevas posibilidades: trabajo de calidad (buenas condiciones, buena paga, participar en la toma decisiones); mercados solidarios (con foros de discusión para que quienes participan puedan incidir en sus formas); espacios educativos (escuelas de programación para desarrollo de nuevas aplicaciones y servicios); diseño de planificaciones estratégicas que involucren productores, consumidores, programadores, diseñadores, desarrolladores, investigadores sociales, economistas; producción de big data a partir de procedimientos democráticos para construir soberanía de datos.
En ese contexto, las cooperativas –que podrían incluir a los repartidores que hoy cargan sobre sus espaldas no sólo las mochilas amarillas o rojas sino, sobre todo, el ritmo frenético y el mal pago de los empresarios– prestarían servicios a través de plataformas propias, generando acuerdos con los diferentes niveles del Estado, en una suerte de nuevo convenio público-estatal. Quizá la experiencia de la pandemia pueda ser un punto de quiebre para mostrar que es posible tomar decisiones que vayan en el sentido de desenganchar la actividad laboral y social de los mecanismos que reproducen, una y otra vez, injusticias y desigualdades.
Rosario está cerca
Según su propio relato, las empresas son solo plataformas que conectan mediante una aplicación móvil a dos usuarios: uno que quiere recibir un pedido en su domicilio, comprar o trasladarse; y el otro interesado en ganar dinero resolviendo el encargo. Ese cruce de intereses, más la posibilidad de unirlos digitalmente, es el fundamento de lo que suele llamarse, equívocamente, economía colaborativa. ¿Qué clase de colaboración es ésa?
Un objetivo principal de crear plataformas públicas es desarrollar la infraestructura tecnológica, el botín sagrado de las empresas que les permite distribuir de manera escandalosamente desigual los costos y las ganancias del negocio. De allí la indispensable participación del Estado, ya no solo a partir de sus caras más visibles para la ayuda social (Ministerio de Desarrollo Social y Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social) sino en sus dimensiones más propensas a ser capturadas por el mercado, como las universidades tecnológicas o las comisiones del Conicet en esta materia. El financiamiento estatal puede darle consistencia económica a las start-up o directamente crearlas para que se las gestione bajo nuevos parámetros.
Trebor Scholz, especialista en economías de plataformas cooperativas, propone que primero se trata de clonar el corazón tecnológico de Uber o AirBnb para destinarlo a un uso alternativo que supere ese diálogo hasta ahora roto entre economía colaborativa y economía por demanda que solo beneficia a unos pocos. Así, la igualdad, el ecologismo, la responsabilidad ciudadana, serían valores y dinámicas democráticas a propagar desde los fundadores de las plataformas públicas y ya no solo exigencias para que cumplan los responsables de oscuras empresas privadas transnacionales. La innovación tecnología no basta pero desenganchar la infraestructura digital del rentismo despiadado es un primer paso indispensable.
En ciudades como New York, hartos de perder clientes con Uber, un grupo de taxistas lanzó Arro, una aplicación habilitada para enviar taxis tradicionales con la misma eficacia que su competidor. Pero con la diferencia de que los usuarios no padecen la recarga de dólares que suma Uber por su servicio ni la tarifa dinámica que muchas veces, en horas pico, puede aumentar el doble o hasta el triple el costo en zonas como Manhattan. La app surgió a partir de una alianza con la empresa Creative Mobile Technologies, que controla los sistema de pago y pantallas de video usados en los taxis de la ciudad. Esta iniciativa impedirá a su vez que los datos de los itinerarios se conviertan en una mercancía costosa para la ciudad.
Aparte de exigir a los sindicatos –o directamente crear uno– para que regulen la actividad de los delivery, ¿por qué no generar una plataforma operada por una cooperativa para que preste servicios mediante un acuerdo con el Estado municipal? Esa fue la pregunta que reunió en Rosario a investigadores, partidos políticos y programadores para imaginar una aplicación con el objetivo de absorber una parte de la demanda local de entregas entre privados y mejorar la calidad del trabajo a jóvenes ciclistas y motoqueros actualmente explotados por las plataformas privadas.
Con gestión cooperativa, el aporte estatal vendría de tres modos complementarios: el uso del sistema para sus propios repartos, su difusión para extenderlo al comercio privado, y el financiamiento a través de una ínfima porción de la tasa municipal para subsidiar un pago mejor a los que trabajan. Esto último evitaría el principal riesgo: perder competitividad frente a otras aplicaciones. Funcionaría de manera similar al Salario Social Complementario que hoy garantiza el Estado nacional para unos 600 mil trabajadores informales, pero destinado a engrosar el pago por los repartos realizados sin que implique un mayor costo al consumidor.
Una diferencia con la opción sindical que reclama encuadrar esta actividad y a sus trabajadores, es que la creación de una plataforma público-cooperativa de estas características debería contemplar las formas de vida de los trabajadores que se emplean en este tipo de actividades. Para evitar caer en la trampa de construir proyectos laborales del siglo XXI con normativas del siglo XX. Suele ocurrir que estos trabajadores únicamente quieren dedicarse por un tiempo determinado, con pocas horas de trabajo diarias, lo cual requiere de reglas novedosas, que sean capaces de enlazar buenas condiciones de empleo con los deseos juveniles. ¿Es posible crear normativas laborales saludables para empleos que se conciben como una changa para zafar durante un tiempo acotado? ¿O únicamente se entiende como una buena condición laboral el empleo en blanco en las empresas o en la planta permanente en el Estado? Hay que renovar la cultura del trabajo en un sentido que propicie capacidades inventivas y la movilidad entre distintas ocupaciones, liberando a esos fenómenos del corsé violento de la precarización y del inverosímil salario atado a un espacio laboral de por vida. No tiene sentido añorar la cultura del trabajo del siglo XX sólo porque la actual es una máquina de triturar personas. Desde esta perspectiva, la relevancia de tener una renta universal toma otro cariz.
Les actores de la economía social han creado formas alternativas de producir y generar ingresos postsalariales, lo mismo que aparatos organizativos innovadores y poderosos. La creación de plataformas cooperativas con respaldo estatal, permitiría incidir en un punto clave, monopolizado hoy por empresas privadas con recursos financieros suficientes para capturar la inteligencia colectiva: gestar infraestructura digital básica para mediar entre productores (y/o comerciantes), trabajadores y consumidores. Y con esa base fomentar una economía de plataformas genuinamente popular.
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Fotografía: Revista crisis.