Por: Almut Rochowanski. 28/02/2025
Entre las órdenes ejecutivas promulgadas apresuradamente el día en que el presidente Donald Trump asumió el cargo hubo una que ordenaba interrumpir durante noventa días toda la ayuda exterior a fin de evaluar “la eficiencia programática y la coherencia con la política exterior de Estados Unidos”. Lo cual, aclaraba amablemente la orden, es la política exterior “del presidente”.
Contiene una intrigante línea: “[La industria y la burocracia de la ayuda exterior de Estados Unidos] sirven para desestabilizar la paz mundial, pues promueven ideas en países extranjeros que son directamente inversas a las armoniosas y estables relaciones internas entre países”. Este lenguaje se hace eco de una queja presentada durante el primer mandato de Trump por senadores republicanos a la vista de que las embajadas de Estados Unidos y la Agencia Estadounidense para el Desarrollo Internacional (USAID) se inmiscuían en la política y promovían causas progresistas para consternación de los autóctonos de los Balcanes, Latinoamérica y África. La ayuda exterior de Estados Unidos, argumentaba esta carta de 2017, estaba “faltando al respeto a la soberanía nacional y a la sociedad civil” y “fomentando malestar”.
Cuesta imaginar que a Trump le mueva ninguna preocupación real por la soberanía y la autodeterminación democrática de los Estados del Sur Global. Las medidas de la semana pasada para desmantelar la USAID no están impulsadas obviamente por miedo a infringir el auténtico desarrollo de la sociedad civil de otras naciones. El enfoque abiertamente transaccional de Trump hacia la política exterior deja poco espacio para el respeto a lo que él mismo ha denominado “países de mierda”.
Sin embargo, los aspectos que falsean y desestabilizan la financiación extranjera de la sociedad civil y la política de los países en desarrollo son reales y cada vez más evidentes. Si alguien quisiera indagar seriamente en cómo la ayuda exterior afecta a la sociedad civil, la democracia y la soberanía, y reflexionar honestamente sobre a qué se reduce todo en última instancia (dinero y poder), hay una manera de hacerlo.
Porque al final, el dinero nunca es sólo dinero. Es el destilado más puro del poder. Pone las cosas en movimiento de forma invisible, como un imán que se mueve bajo una placa de limaduras de hierro. Así entendido, incomoda a mucha gente.
Esta incomodidad se convirtió en indignación cuando la hija austriaca de una de las grandes familias industriales de Europa, Marlene Engelhorn, decidió donar casi la totalidad de los 27 millones de dólares que heredaría de su abuela. Engelhorn había hecho sus deberes. Se había ofrecido como voluntaria en organizaciones contra la pobreza, había fundado el movimiento “impuestos ahora” [tax me now], estudió a pensadores radicales y escribió un libro titulado Dinero, en el que argumentaba que el dinero equivale a poder y que era injusto que se le entregara tanto de ambos a ella.
Seguir la ruta filantrópica habitual significaría utilizar su poder, no reducirlo. Ella no sería otro Bill Gates o George Soros, que utilizan sus ingentes fortunas para seguir sus propias ideas sobre lo que aqueja al mundo y cómo solucionarlo, que crean sectores de ONG de países enteros desde cero, microgestionándolos con ejércitos de oficiales de programas y que, como premio final, plasman la formulación de políticas en los países a los que va dirigida su generosidad. Ni siquiera sería una MacKenzie Scott (antes Bezos), desperdiciando sus miles de millones rápidamente en forma de multimillonarios regalos sorpresa sin condiciones a instituciones progresistas bien establecidas elegidas por un consejo de asesores de alto nivel.
Engelhorn no ejercería su poder sino que lo cedería. No sólo devolvería su dinero a la sociedad –de donde, había llegado a la conclusión, se había extraído inicialmente. Anunció que dejaría que la sociedad decidiera a quién redistribuiría su dinero a través de asambleas ciudadanas seleccionadas al azar.
La sociedad austriaca se revuelve de resentimiento: ¿Por qué odia Engelhorn el éxito de los talentosos y de los que se esfuerzan?¿Por qué no podía simplemente unirse a un partido político para expresar sus opiniones? ¿Por qué una mujer tan joven acapara la atención con sus ideas extravagantes y peligrosas? ¿Qué tiene de malo ser mecenas de las artes, como la gente rica normal?
Un proverbio alemán dice: “Uno no habla de dinero, uno lo posee”. Pero la indignación a la que hizo frente Engelhorn no se debió a que hubiera cometido la torpeza de hablar de dinero. Había roto un tabú mucho más fundamental: decir en voz alta que el dinero (siempre, inevitable e inherentemente) equivale a poder.
Financiación transparente y “agentes extranjeros”
El dinero no regulado en la política vacía nuestras democracias desde adentro. Las elecciones estadounidenses de 2024 lo han demostrado dolorosamente. Las advertencias habían sido fuertes y claras desde el fallo de la Corte Suprema sobre Citizens United en 2010. La democracia se ha llevado al borde del abismo; algunos dirían que más allá. Y no porque haya ganado Donald Trump sino porque los dos partidos principales están total y abiertamente, incluso orgullosamente, en deuda con los grandes donantes.
La alarma por el dinero en la política no se limita a Estados Unidos. En 2021, los austriacos se quedaron en parte conmocionados y en parte les pareció tremendamente divertido descubrir que Thomas Schmid, un alto cargo político designado en el Ministerio de Finanzas, había enviado un mensaje de texto a funcionarios fiscales con la memorable frase “No lo olvidéis, sois la puta de los ricos” al instar a un trato favorable para un empresario con conexiones políticas. Pronto surgieron más pruebas: a cambio de leyes convenientes y nombramientos judiciales flexibles, las grandes empresas del país habían ofrecido donaciones políticas y lucrativos puestos en los consejos de administración de las empresas. En otra charla, el extraordinario filósofo moral Schmid dijo algo que todos sabemos: “Quien paga manda”.
El dinero y el poder están inseparablemente conectados y, por lo tanto, el dinero que fluye de poderosos grupos de interés tiene que ser publicitado, examinado minuciosamente y regulado. Lo sabemos. Pero no aplicamos este conocimiento cuando derivamos nuestro dinero hacia las ONG y los sistemas políticos del Sur Global.
Citizens United ha propagado la historia de que el dinero ilimitado y no transparente que fluye hacia la política es un componente indispensable de la libertad de expresión. Entendemos de forma inmediata e intuitiva lo problemático que esto resulta: cómo esta interpretación tuerce los conceptos de libertad y expresión más allá del reconocimiento utilizándolos como armas para intereses poderosos.
De manera similar, cuando una opinión consultiva de la Comisión de Venecia (asesores de derecho constitucional del Consejo de Europa) en su análisis de la “Ley sobre Transparencia de la Influencia Extranjera” recientemente adoptada por la República de Georgia sostiene que exigir a las ONG que revelen la financiación extranjera viola la libertad de asociación, debemos aguzar el oído. Debería ser obvio que esta interpretación lleva la libertad de asociación a un territorio inexplorado. Después de todo, la financiación extranjera de las ONG toca cuestiones fundamentales sobre democracia y soberanía, sobre el poder y sobre quién puede ser considerado responsable de cómo se ejerce.
El propósito regulatorio de la libertad de asociación, uno de los derechos civiles liberales clásicos, es limitar el poder del Estado creando espacios protegidos para que las personas se reúnan y pongan en común sus acciones y recursos a fin de alcanzar sus objetivos políticos, culturales y sociales. Debido a que define la relación entre los ciudadanos y el Estado, la libertad de asociación, como la mayoría de los demás derechos civiles, no fue concebida como transnacional. Nunca tuvo ni tiene ahora la intención de permitir flujos financieros transnacionales y mantenerlos en el mayor secretismo posible, independientemente de si eso pudiera erosionar la soberanía de un país.
Debería hacernos pensar dos veces que esta nueva interpretación de la Comisión de Venecia (de la que se hacen eco Naciones Unidas y otros organismos internacionales) define los flujos financieros desde los países ricos y poderosos hacia países pobres y en desarrollo como un derecho y no presta atención alguna a la enorme discrepancia de poder entre los países donantes y los receptores. Resulta llamativo que la Corte Suprema de la India haya rechazado rotundamente esa interpretación: “Recibir donaciones extranjeras no puede ser un derecho absoluto ni siquiera adquirido”.
El debate en relación a las leyes sobre “agentes extranjeros”, que regulan la financiación de las ONG desde el extranjero, se suele abordar casi siempre de forma deshonesta, al menos superficialmente y con distorsiones. Durante la controversia más reciente en torno a una ley de este tipo en Georgia en la primavera de 2024, toda una falange de representantes europeos emitió advertencias enérgicas sobre cómo la ley violaría las normas de la UE. Pero las organizaciones sin fines de lucro explícitamente no caen dentro de la competencia regulatoria de la UE: no existe ninguna norma de la UE que la ley georgiana pueda violar.
La viga en nuestro propio ojo
Occidente, por encima de todo, no ve la viga en el ojo propio. Durante más de veinte años los gobiernos y fundaciones occidentales han reclamado una participación mayoritaria en los acontecimientos políticos y sociales de Georgia: un país que recibió una de las ayudas exteriores per cápita más altas durante años y que ha estado en la senda de la integración de la UE durante una década. Los donantes extranjeros y las instituciones financieras internacionales han dictado durante mucho tiempo leyes y reformas, e incluso han abierto oficinas dentro de los ministerios, donde también complementan los salarios de los funcionarios. Los ingresos de los académicos a menudo dependen de subvenciones extranjeras; de hecho, universidades enteras lo hacen. El sector de las ONGs que recibe financiación extranjera constituye la mayor parte de la clase media de Georgia y genera muchas de las ideas políticas y gran parte de la movilización de la que dependen los partidos de oposición. Prácticamente todos los medios que se autodenominan independientes reciben financiación extranjera y parte o la totalidad de ella procede de gobiernos. Esto se ha desarrollado de manera bastante abierta y durante gran parte de ese tiempo con la colaboración entusiasta de los tomadores de decisiones y las elites georgianas.
Pero en 2020 ese acuerdo comenzó a mostrar grietas. Bajo el gobierno del partido Sueño Georgiano, Georgia podría haber destacado en la adopción de las reformas tecnocráticas prescritas por sus socios occidentales, pero estos últimos, aun así, intentaron sacar al Sueño Georgiano del poder. En primer lugar, parcialmente, a través de un plan de poder compartido ideado por la UE; luego, después de la invasión rusa de Ucrania en 2022, cada vez con mayor urgencia; y finalmente, antes de las elecciones de octubre de 2024, abiertamente. Durante todo el proceso, los gobiernos occidentales siguieron financiando a un poderoso y ruidosos grupo de ONG partidistas que pedían de diversas formas sancionar, destituir o derrocar al gobierno. Así, en la primavera de 2023, el gobierno georgiano introdujo por primera vez una ley que obligaría a las ONG financiadas con fondos extranjeros a revelar sus finanzas. Después de un año de protestas intermitentes y a gran escala se acabó adoptando.
Una vez que el gobierno georgiano comenzó a luchar contra el control extranjero sobre las ONG, los medios de comunicación, la formulación de políticas y la política del país, hizo frente a estridentes acusaciones de pactos secretos con Rusia y de estar bajo la influencia de Vladimir Putin sin importar la falta de pruebas.
Este doble rasero casi nunca se reconoce y nunca se cuestiona ya que según un consenso tácito, Occidente está en el juego de influencia sólo porque queremos lo mejor para Georgia y nunca buscaríamos ninguna ventaja al “proteger la democracia georgiana” y promover “reformas” (abreviatura de una amplia gama de cambios legales y políticos favorecidos por socios extranjeros en lugar del electorado). La influencia extranjera y la erosión de la soberanía son buenas, siempre y cuando seamos nosotros quienes las practiquemos.
Nuestro debate al respecto de la legislación sobre agentes extranjeros en todo el mundo también elige un punto de partida extraño y arbitrario: décadas demasiado tarde. La primera “ley sobre agentes extranjeros” de Rusia, aprobada en el otoño de 2012, se suele presentar como la chispa que desató una tendencia global. Esto amplifica convenientemente el relato del día sobre el eje de la autocracia sin importar la inexactitud. Porque incluso si contamos sólo las leyes que regulan el sector de las ONG y no otras formas de influencia extranjera, encontramos que tales leyes han sido adoptadas desde la década de 1990 en docenas de Estados muy diferentes alrededor del mundo: 1991 en Mozambique, 2001 en Irlanda, 2009 en Egipto, 2010 en India y 2011 en Israel.
Ayudar con la redacción de las leyes
Durante más de veinte años, en noches enteras frente a mi ordenador, en las salas de conferencias de donantes en Nueva York o Bruselas y, en mis momentos más felices, en las oficinas sin calefacción del sótano de grupos de base en Odesa o Bishkek, libré lo que parecía una valiente batalla en el terreno de la promoción, el dinero y la represión de la sociedad civil: escribí cientos de solicitudes de subvenciones para y con ONG, y presioné a fundaciones, embajadas y agencias de ayuda en nombre de activistas de organizaciones de base. Luego observé una y otra vez cómo el dinero que había conseguido permitía a esos activistas llevar a cabo un buen trabajo y, a la vez, atraparlos en un círculo vicioso de dependencia material y psicológica, y la represión política que caía sobre ellos precisamente porque su trabajo estaba financiado por extranjeros. Luego también traté de movilizarme contra esas consecuencias.
En 2016 participé en una conferencia internacional sobre los derechos de las mujeres, donde abordamos el “espacio cada vez más reducido”. En ese momento, esa expresión circulaba (en tonos apropiadamente sombríos, con los ojos muy abiertos por la alarma) en la escena mundial de las ONG y representaba una amenaza supuestamente nueva y especialmente maligna para activistas honrados como nosotros. Mi jefa en ese momento, que había estado en guerras (en sentido figurado y también literal, trabajando en zonas de conflicto) y dirigía una organización de mujeres con más de cien años de antigüedad, afirmó secamente: “Este problema adquirió nombre de repente cuando los donantes descubrieron que ya no podían enviar dinero al extranjero”. Sin embargo, el discurso del “espacio cada vez más reducido” hizo que pareciera novedoso e inaudito que los activistas (personas que sacuden los cimientos del poder) hagan frente a presiones de los poderosos. O como si el envío de dinero de los gobiernos y las fundaciones a donde quisieran fuera un estado de naturaleza dichoso y virtuoso que estaba ahora llegando a un injusto final.
Tras la Segunda Guerra Mundial, en paralelo a la descolonización, las ONG (reveladoramente “organizaciones no gubernamentales”) crecieron lenta pero imparablemente hasta convertirse en uno de los principales actores de la ayuda internacional al desarrollo porque los países donantes no confiaban en los Estados (del Tercer Mundo) con agendas sociales y económicas. Inicialmente esta actitud surgió de una sincera solidaridad entre pueblos pero pronto desarrolló efectos secundarios explícitamente neoliberales. Y como estábamos en plena Guerra Fría, las ONG que operaban en los países en desarrollo eran rutinariamente cooptadas por los servicios de seguridad occidentales. Esto perjudicó a largo plazo la reputación de las ONG en todo el mundo, en casi todos los casos de manera injusta.
Después del fin de la Guerra Fría, se disparó el interés en las ONG como vehículos de ayuda al desarrollo y reformas. En algunos países africanos la proporción de la ayuda al desarrollo gastada en ONG aumentó del 1 al 20% en dos décadas.
En los Estados poscomunistas entre Europa del Este y Asia Central, Occidente inicialmente intentó dar forma a los procesos políticos directamente y durante un tiempo los gobiernos locales estuvieron totalmente de acuerdo. Pero en unos pocos años, los políticos y los partidos políticos resultaron ser objetos de inversión recalcitrantes y difíciles de manejar, posiblemente porque, a diferencia de las ONG, tienen bases de poder autónomas en (partes de) la población, así como importantes recursos locales bajo su control. El apetito de los donantes por el apoyo directo a las instituciones políticas pronto disminuyó, mientras que el financiamiento de las ONG aumentó enormemente.
Al mismo tiempo, la institución de las ONG experimentó una transformación drástica, más rápida y profunda en los países en desarrollo y especialmente en la antigua Unión Soviética, que en Occidente. Las tradiciones legislativas occidentales que se remontaban al siglo XIX reflejaban el clásico derecho civil a la libertad de asociación y, por lo tanto, proporcionaban un marco regulatorio para las asociaciones en el sentido literal: personas que se unían como miembros de un club o sindicato y actuaban principalmente a través de las actividades voluntarias de los miembros para beneficio mutuo o para el bien común, financiadas por defecto con las cuotas de afiliación. Las ONG que los gobiernos occidentales financian con sus presupuestos de ayuda al desarrollo no se parecen en nada a esto, sino más bien a empresas emergentes dirigidas por emprendedores sociales. En lugar de miembros y voluntarios tienen jefes y empleados organizados en estrictas jerarquías, y fronteras estrictas separan a quienes construyen carreras lucrativas en la gestión de ONG de quienes se benefician de su asistencia.
Estas ONG sirven como contratistas técnicos para agencias de ayuda al desarrollo y con frecuencia se despliegan deliberadamente como actores políticos para consultar ministerios, redactar leyes, ejercer presión sobre sus propios gobiernos y los gobiernos extranjeros, asumir tareas estatales medulares (aunque a menudo de manera deficiente y desigual), apoyar partidos políticos e involucrarse en campañas electorales. Todo ello mientras se financian principal o exclusivamente desde el extranjero con dinero que proviene en su mayor parte de gobiernos y no, como suele sugerirse, de ciudadanos y ciudadanas privadas que juntan unos pocos miles de dólares o euros en pequeñas donaciones para enviar a una aldea de Moldavia, donde se pagará Meals on Wheels (programa originario del Reino Unido que reparte comida para aquellos que no pueden preparársela o permitírsela) para los ancianos. Este ejemplo está tomado de la vida real pero representa una rara excepción en la industria de la ayuda al desarrollo.
A los donantes les gusta dar una imagen puramente altruista de sus actividades de financiación, como si lo único que quisieran fuera aliviar el sufrimiento en Georgia, Moldavia o Malawi, o recompensar a la “vibrante sociedad civil” que ya existía allí verdaderamente, permitiendo que los activistas locales decidan en qué gastarían el dinero. Pero en realidad, el despliegue de ONGs para acciones explícitamente políticas se ha considerado durante mucho tiempo como la cima de la concesión de subvenciones extranjeras: la disciplina más exaltada por los actores más eminentes, que produce el mayor rendimiento por su inversión. Los donantes ven la redacción de leyes y su adopción e implementación como el medio más eficaz para sacar a las sociedades del Sur Global de su (como murmuran tras las puertas cerradas del complejo industrial de ayuda exterior “autoinfligida”) crisis crónica.
Nada de esto es un secreto. Las convocatorias de propuestas anuncian de manera rutinaria y bastante abierta que los proyectos presentados deben tener como objetivo lograr que se apruebe tal nueva ley o se adopte tal reforma. Una vez que una ONG ha obtenido una subvención, es posible que esté obligada, según el contrato de subvención, a promulgar cinco nuevas leyes. Este ejemplo también está tomado de la vida real.
Una sociedad civil diferente
La resistencia contra la enorme influencia de las ONGs financiadas con fondos extranjeros comenzó a surgir en todo el mundo décadas antes de la famosa ley rusa sobre agentes extranjeros. En los últimos quince años se han aprobado cada vez más leyes de este tipo. Inicialmente fue en países que durante mucho tiempo habían sido receptores de ayuda exterior, pero en los últimos años también se ha producido en países occidentales ricos.
Las comparaciones entre las leyes de influencia extranjera de los Estados occidentales y las del Sur Global se suelen silenciar con el argumento de que dichas leyes en Occidente tienen que ver con algo completamente distinto, es decir, resistir la guerra híbrida por parte de Rusia o China. A nosotros en Occidente nunca se nos ocurriría limitar la financiación extranjera de las ONGs. Pero eso es fácil de decir, ya que las ONGs de los Estados occidentales apenas reciben financiación extranjera. Las sociedades elaboran leyes sólo cuando surge un problema que requiere regulación; donde no hay problema, no habrá una ley que lo regule. Las Maldivas no tienen ninguna ley sobre operaciones de rescate en montaña y Mongolia no tiene ninguna ley sobre la pesca en alta mar.
Ocurre que incluso la era de la hipotética apertura occidental a la financiación transnacional de nuestras ONGs está tocando a su fin. Desde el año pasado, la Comisión Europea ha estado elaborando una nueva directiva sobre la “transparencia de la representación de intereses realizada en nombre de terceros países”, que incluye explícitamente a las ONGs como portadoras de dicha “representación de intereses”. El Reino Unido y Canadá tienen proyectos de ley similares en proceso. Es famosa la existencia en Estados Unidos de una ley que obliga a los representantes de intereses extranjeros a registrarse desde 1938: la Ley de Registro de Agentes Extranjeros (FARA por sus siglas en inglés).
Los profesionales estadounidenses en promover la democracia afirman con sincera convicción que FARA no se parece en nada a esas leyes sobre agentes extranjeros de Rusia, Georgia o India, que a las ONGs en Estados Unidos nunca se les molestaría con sórdidas acusaciones de trabajar para intereses extranjeros. Pero el Departamento de Justicia de Estados Unidos lleva algún tiempo manejando este asunto de manera muy diferente: ya en 2020 descubrió que una ONG ambientalista estadounidense se había convertido en un “contratista general” de la Agencia Noruega para la Cooperación al Desarrollo a través de un contrato de subvención, y que, dado que sus acciones influirían en “cualquier sector público dentro de Estados Unidos”, en realidad era un “agente” de un mandante extranjero y, por lo tanto, estaba obligado a registrarse bajo FARA. Posteriormente, la ONG se registró en FARA, aunque protestara por tener que hacerlo.
Claramente estamos entrando en una era de mayor cautela con respecto a todas las formas de financiación extranjera en todo el mundo. ¿Cuáles serán las consecuencias para el sector de las ONGs? En Occidente casi ninguna, ya que la financiación extranjera de ONGs es insignificante. Sin embargo, en países como Georgia, donde las ONGs financiadas desde el extranjero han puesto patas arriba la economía política y las estructuras sociales, el final de este tipo de financiación extranjera sería un acontecimiento sistémico importante.
Aquí hay quien se pregunta con inquietud: ¿podrán las ONGs sobrevivir a esto? Es una pregunta equivocada que se basa en suposiciones erróneas. ¿Dónde está escrito que el sector de las ONGs en su forma actual representa la única y al mismo tiempo la mejor sociedad civil posible en tal o cual país?
Sin subvenciones extranjeras, la mayoría de las ONGs del Sur Global no existirían en absoluto. Algunos grupos y movimientos podrían haber adoptado formas radicalmente diferentes si no hubieran estado disponibles esos fondos. Habrían tenido que depender mucho más del apoyo de su propia población y del voluntariado y sus propias donaciones, por tanto, habrían tenido que escuchar mucho más a sus conciudadanos y centrar sus preocupaciones en sus misiones. O para ganarse a la opinión pública para sus causas, habrían tenido que explicar mucho mejor sus ideas y su trabajo. Probablemente ambas cosas. Sin financiación extranjera, el sector de las ONGs nunca habría generado una clase alta distante y con altos ingresos, similar a la de los banqueros de inversión y los consultores de gestión en Occidente.
Por poner un ejemplo: en la última década, una sucursal en una ciudad provincial de la famosa organización rusa de derechos humanos Memorial, ganadora del Premio Nobel, comenzó a defender los derechos sociales de grupos desfavorecidos ante los tribunales en lugar de operar únicamente en su tarea original, la documentación de los crímenes de la era de Stalin. “Antes de que podamos hablar con la gente sobre las injusticias del pasado debemos permitirles disfrutar de la justicia aquí y ahora”, me dijo su joven director.
Este nuevo enfoque de su trabajo resultó tan popular que la organización pudo depender cada vez más de donaciones locales. Los ancianos miembros de la junta, que habían entregado las riendas al nuevo director unos años antes, agregaron: “En nuestros días éramos muy buenos escribiendo propuestas de subvenciones para donantes extranjeros pero no pudimos hacer lo que hace esta generación joven”. ¿Podrían las cosas haber sido diferentes para el movimiento ruso de derechos humanos si se hubiera visto obligado a recurrir a sus conciudadanos ya en los años noventa?
El sector de las ONGs tal como existe actualmente en el Sur Global y la periferia de la UE (casi en su totalidad financiado desde el extranjero, a la vez inflado y deficiente) pertenece al orden global del momento unipolar posterior a la Guerra Fría. Ese orden global se está resquebrajando ahora. Las ONGs no son tigres siberianos dignos de conservación. Comprendido esto, no debemos apuntalar frenéticamente intereses creados sino tratar seriamente de dejar que tomen forma formas de sociedad civil mejores, más sostenibles y arraigadas localmente.
Almut Rochowanski es una activista especializado en movilización de recursos para la sociedad civil en la antigua Unión Soviética. Sus escritos sobre este tema aparecen en su news letter de Substack, Discomfort Zone.
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Fotografía: Viento sur