Por: Juan Ángel Asensio. 23/06/2025
El cerebro no es inmutable: puede cambiar y adaptarse a lo largo de la vida, abriendo nuevas vías para el aprendizaje, la recuperación y la salud mental.
Durante gran parte del siglo XX, la neurociencia operó bajo una creencia rígida: que el cerebro adulto era estructuralmente fijo e inmutable una vez completado su desarrollo. Las capacidades cognitivas, se pensaba, alcanzaban su pico en la juventud y solo podían deteriorarse con el paso del tiempo. Hoy sabemos que esa idea es incorrecta. La neuroplasticidad —también llamada plasticidad cerebral— ha revolucionado esta visión al demostrar que el cerebro humano es dinámico, maleable y capaz de reorganizarse a lo largo de toda la vida.
Lejos de ser un sistema estático, el cerebro humano se reconfigura constantemente. A través del aprendizaje, la experiencia o incluso tras una lesión, el sistema nervioso central puede generar nuevas conexiones, fortalecer algunas ya existentes o debilitar otras. Esta capacidad de adaptación que hasta hace unas décadas era ignorada por la ciencia es hoy una de las claves para comprender el desarrollo humano, la recuperación neurológica y la evolución de nuestras capacidades mentales a lo largo de la vida.
En términos sencillos, la neuroplasticidad es la capacidad del cerebro para modificar su estructura y su funcionamiento como respuesta a la actividad, el entorno o el aprendizaje. Esta adaptabilidad implica la creación de nuevas conexiones sinápticas, el fortalecimiento de otras y, en ciertos casos, la generación de nuevas neuronas (neurogénesis), especialmente en regiones como el hipocampo, vinculado a la memoria y al aprendizaje.
La adaptabilidad cerebral crea nuevas conexiones neuronales
Los mecanismos de la neuroplasticidad se activan constantemente: al aprender un idioma, tocar un instrumento, adquirir una habilidad o recuperarse de un accidente cerebrovascular. Cada uno de estos procesos implica una reorganización interna que afecta cómo se conectan y comunican nuestras neuronas. El cerebro, lejos de ser un circuito cerrado, actúa como una red viva y moldeable.
Los estudios pioneros que desafiaron la visión clásica del cerebro comenzaron a surgir a mediados del siglo pasado. En los años 60, los experimentos del psicólogo Donald Hebb y los trabajos de los neurocientíficos Mark Rosenzweig y Michael Merzenich mostraron que el entorno podía alterar físicamente el cerebro de ratas de laboratorio, aumentando el grosor de su corteza cerebral y modificando el número de conexiones neuronales. Desde entonces, múltiples investigaciones han consolidado la idea de que la experiencia moldea el cerebro, no solo durante la infancia, sino durante toda la vida adulta.
Una de las evidencias más impactantes proviene del ámbito clínico. Pacientes que han sufrido accidentes cerebrovasculares o traumatismos craneales han mostrado mejoras funcionales gracias a la reorganización de zonas sanas del cerebro que asumen funciones previamente controladas por regiones dañadas. La terapia ocupacional y la rehabilitación neurológica se basan en este principio: repetir tareas específicas para estimular el recableado neuronal.
Aunque más activa en la infancia, la plasticidad cerebral no desaparece con la adultez. De hecho, es esta capacidad la que permite seguir aprendiendo, adaptarse a nuevos entornos y recuperarse de experiencias difíciles. Aprender a meditar, cambiar un hábito, incorporar una rutina de ejercicio o incluso leer regularmente puede generar transformaciones reales en la arquitectura cerebral.
Un ejemplo paradigmático es el de los taxistas londinenses. Un estudio de la University College London (UCL) en el año 2000 demostró que los conductores con años de experiencia memorizando el complejo mapa urbano de Londres presentaban un hipocampo más desarrollado que el promedio. Este hallazgo confirmó que el aprendizaje sostenido modifica la forma del cerebro.
El aprendizaje sostenido modifica la forma del cerebro
Sin embargo, no toda plasticidad es positiva. El cerebro también puede reorganizarse de manera desadaptativa. Un ejemplo es el dolor crónico, donde ciertos circuitos se refuerzan de forma patológica. Lo mismo ocurre en algunos trastornos de ansiedad o adicciones: el refuerzo repetido de ciertas conductas o pensamientos deja huellas físicas difíciles de revertir. La neuroplasticidad, por tanto, no es un proceso neutro: puede contribuir al bienestar o al sufrimiento, según cómo se active.
Por eso, los expertos insisten en la importancia de cultivar hábitos que promuevan una plasticidad saludable. El ejercicio físico regular, una dieta equilibrada, el descanso adecuado y los estímulos intelectuales diversos son esenciales para mantener la flexibilidad cerebral. Según la Harvard Medical School, mantener la mente activa ayuda a preservar las funciones cognitivas en la vejez y puede reducir el riesgo de enfermedades como el Alzheimer.
También la salud mental se beneficia de esta capacidad cerebral. Las terapias psicológicas, especialmente las de orientación cognitivo-conductual, han demostrado ser capaces de generar cambios observables en la actividad cerebral, lo que confirma que modificar patrones de pensamiento y comportamiento también altera el cerebro en un sentido físico. Estas transformaciones abren nuevas posibilidades para tratar trastornos como la depresión, el trastorno obsesivo-compulsivo o los traumas complejos.
Eso sí, la neuroplasticidad tiene límites. No todo puede aprenderse en cualquier momento ni todo puede regenerarse. Factores genéticos, ambientales y de edad condicionan esta capacidad. Aun así, el descubrimiento de que el cerebro es capaz de cambiar —y que lo hace constantemente— ha transformado nuestra concepción de la mente y del desarrollo humano. No somos estructuras fijas: estamos siempre en proceso de reconfiguración.
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Fotografía: Ethic.