Por: Luis Armando González. 17/01/2024
Dedico estas líneas, con agradecimiento y respeto, a quienes vivieron y fueron artífices de la historia real del país en las décadas de 1970 y 1980.
Al nomás despertarme, este 17 de enero de 2024, vinieron a mi mente, casi automáticamente, recuerdos de aquella mañana del 17 de enero de 1992, cuando desperté desvelado, pero contento, por lo sucedido la media noche del 16 de enero de ese año. En la noche del 16 y hasta la madrugada del 17 de enero de 1992, había estado, junto con mi familia y amigos, en las celebraciones, con motivo de la firma de los Acuerdos de Paz, que se realizaban tanto frente a la Catedral Metropolitana de San Salvador y el Palacio Nacional, en la Plaza Gerardo Barrios, como en la Plaza Libertad, frente a la Iglesia El Rosario.
Una de las celebraciones, la de la Catedral, tenía un tinte más hacia la izquierda progresista y democrática, y los sectores sociales y eclesiales que habían clamado, prácticamente desde los inicios de la guerra civil, por una solución negociada al conflicto. La otra, la de la Plaza Libertad, tenía un aire de derecha y a sus aspiraciones de suavizar todo lo sucedido en la década anterior, de modo que las huellas –como dice una canción que tuvo un éxito singular—se cubrieran con “perdón y el olvido”. No dejé que eso enturbiara mi alegría porque la guerra civil había a su fin; me moví, a lo largo de la noche del 16 y madrugada del 17, de una celebración a la otra, y viceversa, pues en los dos grupos me encontraba con personas que, con independencia de las diferencias ideológicas, también aspiraban, como yo, a vivir tranquilos, sin zozobras, incertidumbre y miedo.
Estaba alegre, como he dicho, porque la guerra civil había terminado no con la derrota de uno de los adversarios, sino con una negociación –respaldada en todo momento por las Naciones Unidas— entre las partes beligerantes, la cual quedó plasmada en unos documentos llamados “Acuerdos de Paz”.
Con la firma de esos documentos, se puso fin a la guerra civil iniciada, formalmente, en enero de 1981. Desde siempre entendí que el propósito principal de los Acuerdos de Paz era terminar con la guerra y propiciar una reforma política institucional que sentara las bases para la edificación de un ordenamiento democrático en este país en el que –no sé si por buena o mala suerte— me tocó nacer, crecer y llegar a adulto. Tuve claro, también, que este ordenamiento democrático requeriría de una reforma económica distinta a la neoliberal, de la cual, lamentablemente, los Acuerdos de Paz decían poco. Es distintos momentos escribí sobre esto, y de forma crítica, en la revista ECA; no obstante, nunca he dejado de creer que finalizar con la guerra civil por la vía negociada es uno los legados más importantes de los Acuerdos de Paz.
A la guerra civil se le puede llamar “conflicto armado interno”, “conflicto” (a secas) o “enfrentamiento armado”. Incluso, se puede negar que se haya dado en el país una guerra civil o un conflicto armado. Pero, más allá de las etiquetas o las negaciones, fácticamente, durante más de una década hubo grupos de hombres y mujeres en El Salvador que, con armas de distinto calibre, buscaban exterminarse; y hubo grupos de hombres y de mujeres, de niños, jóvenes y ancianos, que fueron afectados terriblemente, sin ser parte de estructura militar alguna, en su vida y patrimonio, por operativos, desembarcos, cateos, bombardeos, capturas, acosos y asesinatos.
Fácticamente, hubo personas concretas que, desde iglesias y universidades, hicieron todo lo que pudieron para que la guerra, el conflicto o el enfrentamiento terminara mediante una negociación; desde 1984, hubo reuniones de distinto nivel entre representantes de las fuerzas beligerantes para explorar esa posibilidad. Esta cobró fuerza después de 1989, a partir de varios hechos: el asesinato de los jesuitas de la UCA, la caída del Muro de Berlín (que suponía un punto de inflexión en la guerra fría), la inviabilidad del triunfo, a corto plazo, de unos de los bandos en contienda y la emergencia de grupos empresariales ansiosos de insertarse en la globalización.
Quienes, en el contexto descrito, se reunieron, dialogaron y debatieron –con el apoyo de la comunidad internacional— para negociar la finalización de la guerra civil fueron los artífices de los Acuerdos de Paz. Ese proceso, con independencia de cómo se lo etiquete o valore –o incluso se lo borre de los textos de historia— fue algo fáctico. Sucedió en la realidad. Lo mismo que sucedió en la realidad el fin de la guerra civil mediante la firma de los Acuerdos de Paz. No importa cómo se etiquete, se valore o se cuente esa historia; no importa que se destruyan u oculten los documentos “Acuerdos de paz” (o el documento “Informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación”): hay hechos históricos reales que sucedieron y que, por ello, hacen parte de los cauces reales en los que las personas, viven su vida personal y social, lo sepan o no. Lo hayan leído o no. Les moleste o no.
Hace unos días, leí en algún lugar –no recuerdo a dónde ni quién lo dijo— que después de los Acuerdos de Paz –o sea, después de 1992— habían muerto, asesinadas, millones de personas en El Salvador. Hice caso omiso de lo de “millones”, porque para eso habría que revisar las estadísticas de homicidios para ver si suman millones desde 1992 hasta 2024. En lo que sí pensé es en las muchas cosas que han sucedido en el país desde el 16 de enero de 1992: entre otras cosas, muertes en accidentes de tránsito, un par de terremotos (2001) y un montón de temblores, varias tormentas tropicales, auge de la criminalidad pandilleril y crimen organizado, contrabando de armas y vehículos, tráfico de drogas, varias elecciones presidenciales, de diputados y de consejos municipales… la lista puede seguir.
Ahora bien, que esas y otras cosas hayan sucedido “después” de los Acuerdos de Paz no significa que estos sean la “causa” de todas ellas. Hay que cuidarse de la falacia de la “causalidad por sucesión temporal”, es decir, la falacia que consiste en afirmar lo siguiente: dado que A es anterior a B, A es causa de B. Ciertamente, en el mundo en el que nos movemos los seres humanos, una causa (un hecho o un suceso A) precede en el tiempo a su efecto (un hecho o suceso B), pero no todo lo que precede en el tiempo a un efecto (un hecho o suceso) es su causa. Se trata de una trampa lógica bastante ramplona, pero no por ello menos eficaz para manipular a quienes, con las prisas de todos los días, no tienen el tiempo para detenerse a meditar sobre lo que escuchan o leen.
En fin, si algo he aprendido a lo largo de los años es que una cosa son los hechos históricos reales y otra la narrativa (el registro y lo que se cuenta) sobre esos hechos. Los primeros marcaron la vida real de quienes los vivieron y, si son de envergadura, influirán en la vida (opciones, posibilidades) de quienes no los vivieron directamente. La narrativa tiene que ver con el conocimiento, el recuerdo, el agradecimiento, la rendición de cuentas y las lecciones que se puede aprender de lo que hicieron o no hicieron quienes nos precedieron.
En un mundo ideal, la narrativa histórica (la historia, con minúscula) debería permitir recrear-comprender-explicar conceptualmente (y simbólicamente) lo sucedido en la Historia (con mayúscula). En el mundo real, este propósito tiene que enfrentar, en distintos lugares, una y mil dificultades. Y no pocas de esas dificultades tienen que ver con los afanes políticos de adaptar las narrativas históricas a intereses particulares. Dado que no se puede destruir la historia fáctica ni se la puede modificar, se alteran o destruyen documentos, monumentos o símbolos. Como estoy convencido de que ese proceder es de larga data, no me extraña ni conmueve. Más bien, no puedo ocultar la comicidad que me provoca el ver o escuchar a personas felices por creer que destruyendo un monumento o quemando un libro de historia, la historia real va a ser cambiada o borrada.
Al inicio de este texto, digo que lo dedico a quienes fueron artífices de la historia real del país en los años setenta y ochenta. Lo cierro dedicándoles también estos versos de Joan Manuel Serrat:
Detrás, está la gente
Detrás de los héroes y de los titanes,
detrás de las gestas de la humanidad
y de las medallas de los generales.
Detrás de la Estatua de la Libertad.
Detrás de los himnos y de las banderas.
Detrás de la hoguera de la Inquisición.
Detrás de las cifras y de los rascacielos.
Detrás de los anuncios de neón.
Detrás, está la gente
con sus pequeños temas,
sus pequeños problemas,
sus pequeños amores.
Con sus pequeños sueldos,
sus pequeñas campañas,
sus pequeñas hazañas,
y sus pequeños errores.
Detrás del Quijote y de Corín Tellado,
de Miss Universo y del Escorial.
Detrás de Hiroshima y del Vaticano,
detrás de la víctima y del criminal.
Detrás de la mafia y de la policía.
detrás del Mesías y de Wall Street.
Detrás del Columbia y de la heroína.
detrás de Goliat y de David.
Cada uno a su manera
cada quien con sus modos,
detrás estamos todos,
usted, yo y el de enfrente.
Detrás de cada fecha,
detrás de cada cosa,
con su espina y su rosa
detrás, está la gente.
San Salvador, 17 de enero de 2024
Fotografía: Celebración del fin de la guerra civil salvadoreña, frente a Catedral y el Palacio Nacional, 16 de enero de 1992. Fuente: https://www.bbc.com/mundo/noticias-america-latina-38613136