Por: Elena Herrero-Beaumont. 16/03/2022
Cuando el académico Manuel Muñiz (León, 1983) decidió aceptar en enero del 2020 el cargo de Secretario de Estado dentro del Gobierno de Pedro Sánchez, algunos se extrañaron. Con su doctorado en Oxford, parte de su educación en Harvard y su firme apuesta por la agenda transatlántica, Muñiz encarnaba como pocos políticos españoles el cosmopolitismo y liberalismo anglosajón que tanto se ataca estos días. Pertenecer a un Gobierno liderado por el PSOE y Podemos representaba un choque de principios. O no. En 2015, antes de que hubiera un consenso institucional, Muñiz ya había comenzado a denunciar la fractura del contrato social en Occidente como origen de los populismos y a subrayar la necesidad de «reconstruir la legitimidad de nuestros sistemas políticos desde abajo» como vía más eficaz para la disolución de estos extremismos. Esa vocación política le llevó a aceptar el cargo y a mantenerse en él durante un año y medio hasta que, después de «una experiencia cargada de claroscuros», dimitió en julio del 2021 para volver a la universidad como Provost de la Universidad IE. En su despacho mantuvimos una conversación sobre la guerra de Rusia contra Ucrania y el nuevo orden internacional.
En mayo de 2021, cuando aún eras Secretario de Estado para la España Global, publicaste un artículo donde destacabas la oportunidad que se abría en España con la nueva Administración de Joe Biden para potenciar una serie de elementos como los valores democráticos, el intercambio comercial, la seguridad colectiva y el multilateralismo. ¿No resulta algo irónico que, a pesar de este cambio, hayamos acabado en una guerra cuando durante la presidencia de Donald Trump –que atentaba contra todos esos elementos– no estalló ningún conflicto bélico?
Encuentro afortunado que tengamos una Administración como la de Estados Unidos en un momento de crisis tan marcada que pide cooperación trasatlántica a todos los niveles. Me parece que la respuesta frente a la invasión de Ucrania ha sido muy coordinada y acertada, lo que es el fruto del tipo de Administración que hay en la Casa Blanca, que ha reafirmado su compromiso con la OTAN y su relación privilegiada con la Unión Europea. De hecho, en estos momentos la Administración norteamericana está catalizando gran parte de la respuesta, pero dejando que los europeos en gran parte lideren. Esto es muy acertado y está produciendo a todos los niveles una respuesta histórica por su velocidad y su escala frente a la agresión rusa. De hecho, son muy reveladoras la contundencia y escala de la respuesta a la que Rusia se ha tenido que enfrentar. Los norteamericanos, los británicos y la OTAN estaban convencidos de que se iba a producir la agresión semanas antes de que de facto se produjera –recuerdo con total claridad la última conferencia de seguridad de Munich donde el mensaje que trasladaban los altos cargos de Estados Unidos, Reino Unido y de la OTAN era que la orden de invasión se había dado ya y que se iba seguirían las etapas que ahora se están siguiendo–. Sobre eso había certezas. Donde no había certezas era en la contundencia de la respuesta. No hay precedentes en una operación de sanciones económicas de la escala que estamos viendo. Hay un proceso de desmantelamiento de toda la interdependencia que teníamos con Rusia, y eso es un producto de una relación transatlántica muy cohesionada.
Pero ¿cómo ves la variable previa de Donald Trump en todo esto? Hay gente que argumenta que, a pesar de todo lo que dices, con Trump no hubo una guerra.
La figura de Trump y su Administración se enmarcan dentro de un proceso mayor de erosión de la arquitectura internacional liberal. Trump fue una de las voces internas al orden occidental que aceleró esa descomposición, porque su política exterior era abiertamente revisionista de elementos fundamentales de esa arquitectura. Hace dos días leía una entrevista a John Bolton, ex consejero de seguridad, donde afirmaba que si Trump hubiera tenido un segundo mandato habría retirado a Estados Unidos de la OTAN. El discurso de Trump sobre el multilateralismo y su cuestionamiento del rol de la ONU era claramente parte de una erosión de la arquitectura multilateral. Su discurso doméstico interno, contrario al cosmopolitismo norteamericano y la diversidad, atacaba la legitimidad de instituciones importantísimas, desde la judicatura hasta el papel de los medios de comunicación. Todo esto es una revisión de la arquitectura liberal. Desde mi punto de vista, si Trump hizo algo no solo no fue garantizar la resiliencia de ese andamiaje, sino debilitarlo. Que la agresión a Ucrania se haya producido después creo que responde mucho más a cuestiones internas rusas que al hecho de quién está en la Casa Blanca. De hecho, habría sido sustancialmente mejor [para Putin] haber tenido a un presidente nortemaericano cuestionando la OTAN o la Unión Europea como un adversario estratégico, porque eso te permite dividir la respuesta a tu agresión. Este es un argumento que ha hecho él, pero que para mí tiene mucho más de accidental que de estructural.
«Lo que Rusia está haciendo va en contra de la posición de China en el ámbito internacional de los últimos veinte años»
Hablas de Rusia y China como ese bloque de autocracias, bloque iliberal, pero otras voces dudan de que China pertenezca de manera tan decisiva a ese conjunto porque tiene tales lazos comerciales con Occidente que no le interesa romper. ¿Qué opinas?
Este es el argumento clásico de los liberales en el ámbito internacional. La lógica económica y la interdependencia económica desaconsejan de forma tan radical cualquier conflicto que desactive su posibilidad. Yo soy de la opinión de que la política se sobrepone a la economía sistemáticamente y que, por tanto, la razón entre China y Estados Unidos –entre China y el orden occidental– se va a regir no tanto por lógicas económicas sino lógicas políticas a futuro. De hecho, el caso ruso es muy emblemático: las medidas económicas que estamos implementando no responden a una lógica económica, es perjudicial para todos. Ahora estamos en pleno debate sobre la exclusión de la energía de los mercados europeos (que se terminará produciendo); todo eso es costoso para las partes y se produce por una lógica política. Siendo conscientes de que prima lo político, la pregunta es cómo se va a posicionar China en todo esto. Los chinos no tienen ninguna voluntad ni deseo de abandonar a Rusia en este conflicto porque tienen todo el interés de que Estados Unidos se vea comprometido en Europa y distraído con los asuntos europeos, lo que les deja más espacio en Asia, pero están incómodos por la agresividad de la operación porque atenta frontalmente contra la integridad territorial de un país, principios que China ha defendido históricamente en el marco de las Naciones Unidas. Están navegando un espacio que les produce cierta incomodidad, pero hay un principio claro que es el de un alineamiento con Rusia, y los chinos no les van a dejar caer. No van a implementar las sanciones y medidas que se están aplicando contra Rusia. Eso es muy revelador, porque si fuera otro país hubieran actuado de otra forma. Lo que Rusia está haciendo va en contra de la posición de China en el ámbito internacional de los últimos 20 o 30 años.
Me llaman la atención dos frases de tu último artículo: «En un mundo de bloques uno debe elegir a sus socios» y «No es sostenible entender la invasión de Ucrania como el acontecimiento más trágico desde la Segunda Guerra Mundial y no estar dispuesto a cortar lazos económicos con los agresores».
El escenario central de este conflicto es una guerra difícil, prolongada y muy cruenta; una ocupación difícil y atroz, es decir, un sufrimiento importantísimo que implica violaciones de derechos humanos, un éxodo de inmigrantes, etc. Es algo de la escala de lo que vivimos en Siria. Hay otro escenario: que las sanciones económicas tengan efecto y que la campaña sobre el terreno en Ucrania vaya tan mal para las fuerzas rusas que Rusia se retire, pero eso supone una amenaza existencial para Putin y para las 100 personas que controlan la mayor parte de la economía y de la institucionalidad rusa –y yo lo veo más improbable–. Esto es tan grave que, desde mi punto de vista, vamos a desmantelar toda la interdependencia que tenemos con Rusia: la económica, la diplomática, la cultural, la educativa. Esta ha sido mi opinión desde hace semanas. A nuestro mundo corporativo (e incluso político) le ha costado ver la inercia que tiene este proceso, el remanente de interdependencia que tenemos hoy, las pequeñas bolsas que aún tenemos van a ser insostenibles moralmente y políticamente en días.
¿Deberíamos haber dejado esa interdependencia con Rusia mucho antes? ¿Hemos priorizado nuestros intereses económicos por encima de los valores democráticos y liberales?
Esto es un poco severo. Es una valoración excesivamente dura porque lo que subyace a la teoría de la interdependencia y a la voluntad de conectarte económicamente con estos lugares es que abre canales de diálogo y de convergencia económica, cultural y política. No se trataba solamente de ir y vender cosas. Había una vocación de que, a través de estos procesos, los países terminarían convergiendo políticamente. Eran avenidas de construcción de lazos. ¿Qué es lo que nos demuestra Rusia? Que, en algunos casos, esa política no ha producido los resultados. Si una invasión como la de Ucrania es posible con la interdependencia anterior, tenemos que desarmarla entera. Porque lo que no podemos seguir haciendo es, de manera directa o indirecta, financiar a un régimen capaz de comportarse así con sus vecinos. Hay una comprensión repentina de que este modelo no está produciendo la convergencia que querríamos ver en un vecino como Rusia.
¿Qué hacemos entonces ahora con China?
Ojalá estuviéramos en un mundo donde las relaciones comerciales convergieran en sociedades que comparten valores. Lo que yo creo es que el desacoplamiento con China se está acelerando marcadamente y, desde mi punto de vista, esto va a ser muy difícil de revertir.
¿Eso iría en línea con la idea de que antes va la política que la economía?
Aquí hay dos elementos. Uno más práctico y pedestre que es que estamos en un proceso de competencia muy directa con China en sectores estratégicos, sobre todo tecnológicos (y otros). Esa competencia empieza a ser altamente problemática, en parte porque China tiene un marco regulatorio, un marco de ayudas de Estado que favorece claramente a sus empresas, con unas barreras de entrada muy significativas. Tenemos un problema de competencia desleal en la relación, y eso pide medidas. Después hay un fondo normativo, de modelo político y de valores, y una comprensión de que en China se está construyendo un modelo político diferenciado del nuestro, en parte apuntalado sobre tecnologías emergentes y la capacidad de la Administración de utilizarlas para controlar la población y reprimir la disidencia que dibuja una relación mucho más dialéctica en lo normativo. Yo creo que había una gran lectura en Occidente que era que, con la convergencia económica en China, se va a producir en última instancia una convergencia política porque va a generar una clase media con unas demandas de representación y de libertad, y eso va a producir que se precipite una transición democrática. Eso no solo no se está produciendo, sino que parece que retrocedemos en derechos y libertades y en la huella de lo público en la vida social y económica china. Por tanto, nos movemos de un escenario de interdependencia y convergencia a un escenario de fractura, divergencia y contención. Esta es la lectura que se ha hecho en las grandes capitales de todo el mundo, y desde luego en Estados Unidos. Mi tesis aquí es que nos vamos, y Estados Unidos se está preparando para una colusión estructurada y sostenida en el tiempo con China y todos aquellos países que se alineen con esa forma de ver el mundo. Si tú eres una empresa, hoy en día tienes que tener en cuenta este riesgo político o regulatorio. Todo esto las compañías ya lo están descontando.
«No sabemos cómo sostener una democracia deliberativa sin una clase media asentada»
Y esto nos lleva al proteccionismo, algo que atenta contra el principio liberal de libre comercio.
Te vas a un mundo de bloques más dividido donde hay un riesgo geopolítico y regulatorio mucho mayor, donde tienes mercados que están más contenidos. El paso que yo no doy y que otros autores como Applebaum dan, es que yo creo que la apuesta inicial era honesta y merecía la pena. Había una vocación de generar prosperidad, y en muchos casos esa interdependencia sí que deriva en una convergencia política por esa mayor prosperidad.
Así que antes de la invasión de Rusia a Ucrania, ¿creías que la economía estaba por encima de la política?
Como muchos otros, estaba convencido de que a través de la economía se producen transformaciones políticas y que merece la pena la apuesta. Ahora en retrospectiva podemos decir que nos equivocamos con Rusia. Ahora es fácil decirlo. Lo difícil era verlo hace 20 años cuando abrió McDonald’s; la ilusión que generó en el mundo occidental porque estaba esta tesis famosa de que dos países que tienen McDonald’s no van a la guerra. Este era un consenso en las capitales del mundo. Que la interdependencia evitaría la guerra. Pues ahora se ha visto que en algunos supuestos no.
¿Ves a un 80% de la población española capaz de respaldar un aumento de nuestro presupuesto en Defensa como ha ocurrido con los alemanes?
Parte de la respuesta a esa pregunta va a depender del tipo de liderazgo que se ejerza y de la pedagogía con la que se explique la importancia de lo que se está haciendo. La respuesta que se está dando al conflicto es correcta, pero va a generar unos costes a los ciudadanos –el coste de la energía, sin ir más lejos–, va a generar incertidumbre y dañar parte del proceso de recuperación. Hace poco estuve en una conferencia donde se decía que, por cada aumento del 10% del precio del crudo, hay que reducir un 0.3% el crecimiento del PIB español. Ahí hay una matemática de coste económico para la población, pero tenemos que ser conscientes de que esto es infinitamente mejor que no poner resistencia y que mañana tengamos una Rusia liderada por Vladimir Putin cuya influencia se extiende hasta Europa central. Este es el riesgo al que nos enfrentamos. La apuesta estratégica de Putin era que Europa es una región corrupta, cansada, hedonista, sin fe, donde los derechos de las minorías y los homosexuales alimentan un proceso de perversión social. Nosotros le estamos demostrando que eso no es así, que hay una enorme fortaleza en la diversidad y que somos capaces de responder con enorme contundencia a lo que está haciendo. Hay que explicarle a la población europea y española que estamos defendiendo nuestros valores y principios, que son muy importantes; que son importantes los derechos de nuestras hijas y su porvenir, la libertad de expresión, la parte del mundo donde sí hay integración económica y cultural, intelectual y académica. Y eso se hace tomando las medidas que se están tomando. Mi esperanza es que se entienda. En Alemania ha habido un vuelco radical: país más pacifista que Alemania hay pocos. Por otro lado, los suecos están enviando armas a Ucrania y Suiza ha implementado sanciones contra el sistema financiero ruso. El argumento moral y de principios es absolutamente evidente. La labor del liderazgo político, intelectual y empresarial será explicarle a la ciudadanía que esta es la respuesta adecuada.
Decías en tu artículo que el peligro también lo tenemos dentro. Hace 10 días, Bildu, Izquierda Unida y los anticapitalistas se negaron a condenar la invasión de Ucrania en el Parlamento europeo. Tú que has estado en el Gobierno de Pedro Sánchez, ¿cómo afrontabas ese tipo de posturas?
Desde la defensa de la institucionalidad y de nuestros principios y valores. En España, como en muchos otros países, tenemos fuerzas políticas en los extremos del espectro político que, de una forma u otra, con un lenguaje u otro, o teniendo como objetivo una parte de nuestra institucionalidad lo que hacían era lanzar mensajes que cuestionaban ese andamiaje institucional. Por ejemplo, que en España se constituye un golpe de Estado con la moción de censura de Mariano Rajoy; o que la constitución del Gobierno de Pedro Sánchez, como cuenta con el apoyo de la periferia y de los nacionalismos, era ilegítima; o que el Estado de Alarma fue un golpe de Estado encubierto; o el cuestionamiento de la independencia de la judicatura de nuestro país (que, por cierto, es abiertamente falaz, pues tenemos una de las mejores judicaturas más formadas y más independientes y es de los pocos árbitros institucionales potentes con los que contamos en el andamiaje institucional); o los propios ataques a la Corona y a la Jefatura del Estado.
«La política, pese a este lenguaje tan pesimista sobre las instituciones, ha funcionado en los últimos años»
El hilo conductor de esta línea argumental es que el sistema es corrupto, que no funciona, que produce resultados antidemocráticos e ilegítimos, y eso está cargado de falacia. España es una democracia plena, perfectible. Como todas las democracias tiene defectos, pero los Gobiernos y las Cortes en este país se constituyen legítimamente y el Estado de Alarma se constituye con una vocación de gestión de una pandemia a todas luces. No hay criminalidad en la gestión sanitaria de nuestro país: la criminalidad implica dolor, querer causar daño. Todas estas frases y este lenguaje tan cargado, al final, aunque unos y otros crean que es un arma política legítima en democracia y que solo daña al que ocupa las instituciones, lo que produce es un daño a nivel institucional. Y esto te lleva a lo que pasó en Washington el 6 de enero de 2021. A mí eso me preocupa; me preocupó mucho estando en el Gobierno, me preocupó antes y me preocupó al salir. De hecho, mi carta de dimisión indicaba que me iba particularmente preocupado con esto. Ahora, a nivel sistémico, si esto es lo suficientemente importante y generalizado como para llevarnos a una respuesta frente a una agresión externa evidente, cargada de iliberalidad y autoritarismo –que es lo que estamos viendo en Ucrania– va a depender mucho de cuánto logremos sanar nuestra sociedad, reconstruir nuestro contrato social y recuperar bolsas muy importantes de nuestra población que están asentadas en la protesta y en la queja. Porque nuestra sociedad, y esto sí es real, ha producido una distribución del crecimiento de la riqueza y de la prosperidad muy desigual en las últimas décadas. Desde hace mucho tiempo, muchos venimos pidiendo mayor equidad, mayor justicia y mayor inclusión para reconstruir la legitimidad de nuestros sistemas políticos desde abajo.
Comentabas que precisamente ese es el objetivo que tienen los fondos de recuperación, tanto en Estados Unidos como en la Unión Europea. Si se gestionan bien, claro. ¿Cómo ves en el actual contexto bélico el potencial de estas ayudas otrora prometedoras?
Es una oportunidad generacional. Para mí, la mayor fuente de optimismo es el margen de maniobra fiscal que tienen España y los países de su entorno. Si uno saca una foto de la coyuntura actual, yo creo que nuestro país no ha tenido el margen fiscal y la capacidad de gasto y de inversión que tiene en su historia reciente. Estamos hablando de 70.000 euros en transferencias en los próximos tres años más otros 70.000 en créditos blandos. Si a eso le sumas el actual margen fiscal y que hemos implementado programas de sostenibilidad de la economía, si le sumas que estos estímulos no son aislados sino que se están implementando de la misma manera en Francia, Alemania, Estados Unidos (nuestros principales mercados), si a eso le sumas el ahorro en Bolsa que se produjo con la pandemia que aún no ha terminado de desplegarse completamente, si a eso le sumas la recuperación del turismo en nuestro país –que es el 13% de nuestro PIB–… la coyuntura macro es extraordinaria. Tenemos los recursos para sanar muchas de las brechas que se han ido abriendo durante los últimos treinta años. Cuando empezamos a hablar en el 2015 de que estábamos viviendo una fractura del contrato social, que había gente que estaba fuera del consenso político porque no encontraban representación y legitimidad en el sistema, algunos lo consideraron de extrema izquierda, otros nihilista y otros revolucionario. Hoy es un consenso. Es un consenso del FMI, del Banco Mundial y de la Comisión Europea. El diagnóstico es por fin compartido, y eso es fuente de optimismo.
Pero volviendo a los grupos iliberales dentro de Occidente, ¿qué se puede hacer? En su nuevo podcast, Pablo Iglesias se empeñaba hace unos días en justificar el ataque de Rusia. Por otro lado, Vox va a aprovechar toda la cuestión energética y el daño que va a producir a los colectivos, sobre todo los más vulnerables. Estos grupos no están de acuerdo con que la institucionalidad sea buena para el sistema.
La pregunta clave que hay que hacerse es cuál es el origen de la polarización y de que parte de nuestro electorado (y de nuestros conciudadanos) encuentre una respuesta política a lo que le preocupa. Hace tiempo que el vaciado de nuestras clases medias –centro de nuestra distribución de rentas–, la congelación o incluso la caída en las rentas en el medio, el vaciado del centro del espectro político, está correlacionado con esas posturas iliberales. De hecho, no sabemos cómo sostener una democracia deliberativa sin una clase media asentada, y somos conscientes de que, cuando se produce esa precarización del centro, la báscula política varía de un eje de derecha-izquierda a un eje de fuerzas iliberales-autoritarias-nacionalpopulistas, frente a un eje de fuerzas cosmopolitas y liberales. Esa reconfiguración del espectro se ha vivido mucho en América Latina, que ha sido por desgracia un espacio político con una fragilidad de sus clases medias tremenda y con la consiguiente polarización política. Y ahora la estamos viviendo en algún país europeo. Si ese diagnóstico es correcto, entonces una de las cosas que tenemos que hacer es resolverlo. Crear un modelo de crecimiento más equitativo, más distributivo y más justo. Eso saneará estas brechas. Hay quien dice que no, que no es una cuestión económica, que esto es un análisis muy marxista y que hay otros factores como la balcanización del debate público por las redes sociales. Yo creo que son factores que juegan un papel, pero si tuviera que poner el énfasis en algo lo situaría en esta variable económica.
Has estado en la política y ahora en la academia…¿con qué te quedas?
Ha sido una experiencia cargada de claroscuros. El elemento de mayor valor, que es el que me llevó a aceptar el cargo cuando se me ofreció, es que trabajas por tu país y por el bien común. Esto me lo imprimieron en mi comprensión del mundo en Estados Unidos, y lo sigo viendo en estos términos: uno tiene la obligación de trabajar por su país si cree que puede aportar. Sobre todo si te has beneficiado de muchas oportunidades a lo largo de la vida. Yo he sido una persona muy afortunada, he tenido oportunidades de formación y de desarrollo profesional enormes. Luego, es verdad que la vida pública en nuestro país está cargada de servidumbres, que son un producto en parte de la polarización porque la polarización, desde fuera se parece, pero desde dentro se absorbe y se vive en ella. El lenguaje que se utiliza en política contra las instituciones es muy severo. Este constante asedio a la legitimidad institucional yo lo vi en comparecencias parlamentarias, donde dije que me parecía un ejercicio de irresponsabilidad política utilizar el lenguaje de esta manera. Ese ha sido el elemento que más me ha marcado. Pero la política, pese a todo, pese a este lenguaje tan pesimista sobre las instituciones, en los últimos años ha funcionado. Si uno va tomando cada uno de los hitos de los últimos dos años (la pandemia, el brexit y, ahora, la guerra) se da cuenta de que la política ha sido capaz, pese a todo, de abordar estos retos.
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Fotografía: DW