Por: Frédéric Martel*. Horizontal. 15/09/2017
El concepto posverdad y los alternative facts vinieron a agitar las aguas del periodismo actual junto con las fake news, aunque quizá sea una «falsa» agitación. ¿Cuál es la mejor manera de enfrentar este problema?
Los escritores y periodistas de mi generación se quedan boquiabiertos cuando escuchan hablar de fake news o de alternative facts. Se sorprenden cuando la portada de la revista Times se cuestiona en letras grandes y rojas sobre un fondo negro: «Is Truth Dead?»[I] [¿La verdad ha muerto?].
Y es que en realidad nadie vio venir este debate, más grave aún: nadie vio venir el problema. Con la sorprendente elección de Donald Trump, en noviembre de 2016, nació el tema de la «posverdad» (la expresión se popularizó en un artículo de TheGuardian en 2016 y entró en los diccionarios en 2017).
Siguiendo esta propuesta, los hechos serían más intangibles y a toda verdad podría oponérsele una verdad alternativa, es decir, hechos alternativos. El consenso científico sobre el calentamiento global se volvería por lo tanto un punto de vista discutible; la violación o el acoso sexual, asuntos a debatir antes de ser sancionados; la homofobia también podría ser aceptable, al igual que el antisemitismo o la islamofobia; así como, si damos crédito a los lobbies, los efectos nocivos del tabaco o de la contaminación atmosférica por los coches podrían ser relativizados (el historiador estadounidense Robert Proctor mostró claramente en su libro Golden Holocaust cómo los empresarios del tabaco habían propagado falsa información minimizando el riesgo de cáncer vinculado al consumo del cigarrillo y habían manipulado a los científicos desde, por lo menos, los años cincuenta). Ahora las investigaciones serias de los grandes periódicos estadounidenses son criticadas por estar repletas de fake news, y quien lo dice es, ni más ni menos, ¡el presidente de Estados Unidos en su cuenta de Twitter! Lo irónico del asunto es que quien critica con más severidad las fake news es su principal apologista, el mismísimo Donald Trump…
Hemos visto también que la campaña presidencial en Estados Unidos estuvo «contaminada» (es un eufemismo) por una gran cantidad de información falsa: falsas cuentas de Twitter o Facebook, teorías de complot, fotomontajes y troles; eso sin hablar de la sospecha de injerencia extranjera y de la difusión de información sospechosa en Estados Unidos, tal vez por parte de servicios especiales rusos.
En Inglaterra, la desinformación tuvo su apogeo durante el referéndum acerca del Brexit; y en Italia, durante el referéndum sobre las reformas constitucionales de Matteo Renzi. Podemos tomar otros ejemplos, como el referéndum del proceso de paz en Colombia, que se perdió debido a que la oposición y la Iglesia católica denunciaban, entre muchas otras cosas falsas, los riesgos que implicaría la puesta en marcha del «enfoque de género» de ganar el «sí» (recordemos, sin embargo, que los diplomáticos del Vaticano habían apoyado el proceso de paz con su presencia en las negociaciones de La Habana, y que el papa Francisco había recibido en el Vaticano a los negociadores). Y, finalmente, las elecciones presidenciales en Francia, en abril y mayo de 2017, estuvieron cargadas de una alarmante proliferación de noticias falsas.
Ciertamente las fake news son tan viejas como el mundo y, aun cuando la expresión es nueva, no se trata de un fenómeno reciente. Los historiadores nos confirman que estas fake news siempre han existido. Basta con releer la prensa comunista de los años setenta y ochenta para darnos cuenta de que las mentiras eran constantes, despreciando los hechos. Los rumores han existido también desde siempre. Y la propaganda del régimen castrista en Cuba –recogida por los medios oficiales en todas partes del mundo–, la de Milosevic sobre la guerra en Yugoslavia, o más recientemente Chávez en Venezuela o Bachar el-Assad en Siria no es nueva tampoco [lo mismo que la de sus contrapartes]. Por no mencionar el estatus de los «hechos» en la China de Xi Jinping. La mentira de Estado es una vieja tradición.
¿Qué podemos hacer al respecto? Si el diagnóstico es correcto, las soluciones propuestas son, en cambio, más arriesgadas –y aquí es donde se complican las cosas–.
Examinemos primero el papel de los actores digitales. Cabe reconocer, aun cuando sea francamente insuficiente, la iniciativa de las redes sociales como Facebook y Twitter que trabajan hacia una mayor «moderación» en la cantidad de posts y un incremento de la personalización de los contenidos con la correlativa disminución de cuentas anónimas –normalmente escribimos menos barbaridades cuando firmamos con nuestro verdadero nombre–. Mark Zuckerberg, el fundador de Facebook, publicó en febrero de 2017 un largo manifiesto abogando por comunidades «mejor informadas». Es un primer paso.
Pero, y lo sabemos, está en cada uno de nosotros actuar y no difundir información falsa. Y todavía más importante es que en la escuela los maestros enseñen a los alumnos a «leer mejor» la web, así como la importancia de la privacidad y de los datos personales para dar paso a la alfabetización digital. La llamada digital literacydebe ser una prioridad nacional.
Por su parte, algunos medios multiplican artículos y herramientas de fact-checking que consisten en verificar los datos. Existen también algunas iniciativas que proponen decodificar y evaluar la calidad de los medios, como es el caso de los decodificadores, incluyendo el Décodex del periódico Le Monde. Estas iniciativas parten de un análisis acertado que, por desgracia, en la práctica se revela contraproducente.
El Décodex, por ejemplo, hace la lista de los medios confiables, pero hay tal cantidad de juicios de valor en esas listas que los argumentos se vuelven en contra de Le Monde. Mientras que Valeurs Actuelles es considerado como un sitio poco fiable debido a que su director editorial fue condenado por incitar al odio racial. El problema está en que el argumento no se sostiene, porque la mayoría de los directores de periódicos, en algún momento, han sido condenados por difamación o injuria, Le Monde incluido.
L’Humanité, por ejemplo, está clasificado a la izquierda de la izquierda por el Décodex, y Le Figaro a la derecha. No estoy seguro de que necesitemos un instrumento así para llegar a un juicio tan banal. En cambio, Le Monde, no está clasificado ni a la izquierda ni a la derecha –sería por lo tanto el único en ser objetivo (en tanto que cualquier lector de derecha puede pensar legítimamente que se trata de un periódico de izquierda)–. En el caso de Le Monde Diplomatique, el Décodex lo clasifica solamente como «a la izquierda», mientras que podemos pensar que está, como l’Humanité, a la izquierda de la izquierda. Como vemos, estos juicios del Décodex no son hechos, sino eso: juicios de valor.
Tomemos ahora el caso de Le Figaro, que también se erige dando lecciones, y blande cada mañana su independencia en su primera plana, e incluso en el encabezado, con esta bella cita de Beaumarchais como lema: ‘Sin la libertad de condenar no hay elogio halagador’… fórmula que el periódico olvida, desafortunadamente, en cuanto empieza a hablar de las empresas de Serge Dassault, su dueño, y la confiabilidad se diluía cuando cubrió la campaña de François Fillon, su preferido para la presidencia.
En realidad –y es ahí donde se encuentra la dificultad– la objetividad no existe. Hoy tenemos un verdadero problema en muchas escuelas de periodismo porque la objetividad se convierte en la única regla. Se hace campaña por una información bruta, un fact-checking generalizado, como si los hechos existieran en esencia. ¡El periodismo de opinión representa para estos fact-checkers el enemigo!
Sin embargo, en toda publicación de datos, en toda cifra, hay desde el origen una apreciación, una elección, una editorialización. Por ejemplo, la revista The Economist, que se precia de ser objetiva, de basarse únicamente en datos y cuyos periodistas no firman los artículos para garantizar un anonimato idealizado, no está por ello menos sesgada hacia la élite británica liberal y la city. Esto hace que el periódico se vuelva bland (como se dice en inglés), monótono y soso, pero no lo hace necesariamente más objetivo.
Si siguiéramos al pie de la letra los fact-checkers, juzgaríamos los artículos de André Malraux, Albert Camus, Umberto Eco o George Orwell como no confiables y, no obstante, forman parte del debate; al igual que los artículos de Elisabeth Levy, Natacha Polony o Eric Zemmour.
El escritor italiano Roberto Saviano, autor del célebre Gomorra, defiende su trabajo frente a los periodistas. En el texto «The Non Fiction Novel», publicado con la reedición de ZeroZeroZero, milita por un periodismo de literatura de «no ficción» que no consiste en proporcionar información basada únicamente en los hechos, sino en «contar y re-trazar la verdad». Añade: «Es tiempo de aceptar el hecho de que la realidad supera a la imaginación y nuestro deber es ser su portavoz, su micrófono. Y ustedes son mucho más capaces de alcanzar esta meta si tienen el valor literario y logran evitar ser encorsetados por las prácticas que imponen los periódicos».
El fact-checking nos hace creer en una verdad moral superior cuando a veces el propio fact-checking es también un juicio moral, o al menos brinda la oportunidad de juzgar. No debemos olvidar la precariedad de la información.
La pluralidad no se va a conquistar con la multiplicación de los «décodex», sino más bien con la multiplicación de puntos de vista, con una mayor diversidad de opiniones y tal vez también con la diversificación de los perfiles de los periodistas, quienes por desgracia tienden a disminuir dramáticamente, pues las escuelas de periodismo se formatean cada vez más y se estandarizan hacia un periodismo más bland, soso, aséptico, sin compromiso y muy aburrido.
Definitivamente, creo que hoy necesitamos, además de los artículos factuales, un «periodismo de ideas», como lo preconizaba el escritor Albert Camus en un artículo del periódico Combat. Junto a los artículos basados solamente en los hechos, hace falta una interpretación, un compromiso, un periodismo de convicciones y de ideas cuya regla no sea nada más la objetividad o la imparcialidad, sino también un punto de vista argumentado, firmado por los periodistas que asumen un posicionamiento pero que dicen también desde dónde hablan. Cito a Camus: «Esto equivale a pedir que los artículos de fondo tengan fondo y que las noticias falsas o dudosas no sean presentadas como noticias verdaderas».[II]
Por todo lo anterior, más que creer en el fact-checking creo en lo que se llama hoy «periodismo de gran formato». Por cierto, es extraño que debamos darle tal nombre a esta forma de periodismo que siempre ha existido y que sigue siendo en la actualidad la grandeza del New Yorker, por dar un ejemplo. Escribir no significa solo verificar los datos, aunque haya que hacerlo. Se trata de «contar la vida» a detalle y esto requiere trabajo, grandes formatos, tiempo y también mejor remuneración a los periodistas. Intuyo que la cuestión de las fake news está tan ligada al incremento del poder de las redes sociales como a la pauperización de los periodistas. Los blogueros no remunerados, los freelance pagados por click y los becarios contratados por periodos indefinidos son también el problema de la calidad de la información. Hace falta que inventemos nuevos modelos económicos para el periodismo, sin ello no podemos pretender combatir seriamente los alternative facts.
Para concluir, recordemos la advertencia que hace la filósofa Hannah Arendt en su profundo ensayo «Verdad y política»,[III] en el que analiza –en los años setenta–, la diferencia entre las opiniones y los hechos. Arendt defendía tanto unos como otros, pero insistía en un punto: existe la «veracidad de los hechos» más allá de toda controversia o discusión.
Este texto fue difundido por France Culture el 26 de marzo de 2017 desde la Feria del Libro de París. Fue corregida y actualizada para su publicación en francés.
[I] «Is Truth Dead?» en la primera plana de Time Magazine del 22 de marzo de 2017.
[II] Albert Camus, «Le Journalisme critique», reeditado en «Actuelles» (Folio).
[III] Hannah Arendt, «Vérité et politique», reeditado en La Crise de la Culture (Folio).
Traducción: Marcela González Durán
*Frédéric Martel es doctor en ciencias sociales por la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales (EHESS) de Francia. Periodista y autor de “Cultura Mainstream”, “Global Gay” y “Smart. Internet(s): una investigación”.
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