Por: Brenda Duarte. CEMEES. 13/05/2020
Los migrantes son una amenaza a la seguridad nacional, o así son señalados por diversos países, siendo Estados Unidos el mejor ejemplo de ello. Bajo este argumento son rechazados muchas veces tanto por sus países de destino y tránsito como por sus países de origen; es en coyunturas como la actual que esta figura del migrante como amenaza alcanza su máximo esplendor, pues se parte de que los migrantes son los que permiten que el virus se mueva espacialmente, son los que tienen poca educación y conciencia sobre los peligros del Covid-19, son los que carecen de hábitos sanitarios, los que tienden a vivir en el hacinamiento, y un largo etcétera. Por todo ello no se han tomado políticas efectivas para proteger a la población migrante, de por sí vulnerable, ante la pandemia de Covid; al contrario, se han adoptado políticas que por lo general tienen un impacto contraproducente.
Una de ellas ha sido el cierre de fronteras con el objetivo de evitar la propagación de la enfermedad, lo que ha producido el incremento de la población varada en las fronteras, el aumento en las deportaciones y mayores riesgos para los migrantes en términos de salud. En este mismo momento en la frontera México-Guatemala hay personas varadas con intenciones de cruzar a México, así como centroamericanos en ciudades fronterizas como Tapachula que quieren volver a sus países y no pueden hacerlo. Con el fortalecimiento de la “seguridad” fronteriza, parece que no les queda más que esperar a que pase la crisis sanitaria, o bien, hacer un cruce de forma indocumentada con mayores riesgos de los que de por sí ya había. También podemos pensar en este punto con el caso de los 150 migrantes bolivianos, entre ellos mujeres y niños, que estuvieron más de una semana deambulando por el desierto en la frontera de Chile con Bolivia, hasta que la presión de la sociedad boliviana y el gobierno chileno fue tanta que las fronteras fueron abiertas para ellos.
Aunado a esto, nos encontramos con las medidas tomadas por el gobierno estadounidense en cuanto a deportaciones. Desde el 17 de marzo, las personas que ingresan a los Estados Unidos de forma indocumentada están siendo deportadas en un proceso con una duración promedio de 96 minutos, incluyendo a quienes cruzan con el objetivo de solicitar asilo. Son ya más de 10,000 migrantes los que han sido deportados en las primeras tres semanas de este programa de “deportaciones express”, el cual opera sin ningún protocolo de diagnóstico a la salud[1], lo que hace que no nos extrañe que ya se tengan registrados casos de migrantes deportados infectados con el Covid-19.
El aumento de las deportaciones por parte de Estados Unidos, el cierre de fronteras de países centroamericanos, y la suspensión de las solicitudes de asilo (tanto en México como en EUA) han traído como consecuencia una saturación en los albergues en México con migrantes mexicanos, centroamericanos, sudamericanos, caribeños y africanos, por lo que algunos de estos albergues ya tomaron la decisión de no aceptar a más personas. Tenemos así una población importante de mexicanos y extranjeros que no pueden acceder a albergues y que se encuentran varados en la frontera norte de México, esperando poder ingresar, o bien, en la frontera sur esperando volver a sus países.
Por lo tanto, las nuevas personas que van llegando a ciudades fronterizas ya no tienen en dónde quedarse, lo que facilita la aparición de campamentos irregulares que no cuentan con las medidas sanitarias necesarias para enfrentar a la pandemia. Para darnos una idea de las dimensiones de la población varada en las fronteras mexicanas, se presentan a continuación algunas estimaciones:
De acuerdo con datos del Instituto Nacional de Migración, para mediados de abril se estimaba que en la frontera norte de México estaban varados unos 12,500 extranjeros[2].
Para el caso de la frontera sur, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos presentó una estimación de 9,000 personas[3], que además están en condiciones de vulnerabilidad, sufriendo estigma y rechazo por parte de la población local y deambulando por las ciudades fronterizas o en campamentos temporales sin agua y jabón.
Tijuana es el caso más crítico en este sentido, ya que en dicha ciudad ha aumentado de forma considerable la concentración de población migrante vulnerable, la cual está compuesta por: 1) migrantes en tránsito en espera de ingresar a Estados Unidos, incluyendo extranjeros con procesos de solicitud de asilo que, sujetos al programa del Protocolo de Protección de Migrantes (también conocido como Quédate en México), esperan el proceso en México y cruzan a los Estados Unidos solo cuando tienen audiencias en la corte de inmigración, las cuales fueron suspendidas desde el 24 de marzo; 2) migrantes extranjeros en Tijuana en proceso de solicitar refugio en México, siendo que estos trámites están paralizados; y 3) Migrantes retornados de manera forzada desde los Estados Unidos[4]. Cabe subrayar que esta problemática se está suscitando alrededor del mundo: tenemos los casos de población varada en la frontera de México-Guatemala, Honduras-Guatemala, Marruecos-España, Chile-Bolivia, Venezuela-Colombia, y un enorme etcétera.
Por otro lado, hasta hace poco los migrantes en México solo tenían acceso a la salud a través de los albergues, las organizaciones de la sociedad civil, y los servicios de urgencias de los hospitales generales; por fortuna, hace aproximadamente una semana el gobierno federal anunció que ahora cualquier persona puede acceder a los servicios de salud del Estado, por lo que ahora los migrantes pueden acudir al IMSS o ISSSTE. No obstante, debemos recordar las condiciones en las que dicha población está viviendo, caracterizadas por el hacinamiento y la carencia de servicios básicos. En este contexto, se complica el exigir a la población migrante (y otras poblaciones desprotegidas) que mantenga la sana distancia y se lave las manos constantemente. Las concentraciones de migrantes en las fronteras se convierten así en focos rojos para la propagación del Covid-19.
Incluso para quienes se encuentran en un albergue nos enfrentamos a un gran problema, pues en estos lugares no hay un sitio en donde una persona contagiada pueda aislarse para evitar contagiar al resto de las personas. Asimismo, no hay ningún programa de detección de personas infectadas por Covid-19 en los albergues. Más aún, las organizaciones caritativas de la frontera norte también están atravesando por una crisis, dado que el cierre de la frontera México-Estados Unidos a partir del 21 de marzo a todos los movimientos no esenciales ha impedido el paso de donaciones en especie que llegan desde aquel país, además de que muchos voluntarios, al ser adultos mayores, están optando por quedarse en casa.
La población migrante que se encuentra en su país de destino también está pasando por dificultades derivadas de la crisis del Covid-19. Tenemos así el caso de los migrantes latinoamericanos que actualmente están en Estados Unidos o los venezolanos en Ecuador, por dar un par de ejemplos. Los migrantes son quienes continúan trabajando y no pueden quedarse en su casa para hacer home office: en Ecuador son los venezolanos quienes hacen las entregas a domicilio, lo que los expone más, y en Estados Unidos son los mexicanos y centroamericanos quienes continúan sus labores en el campo y en el sector de los servicios y otras actividades esenciales para el funcionamiento del país. De acuerdo con el Departamento de Salud de Nueva York, el 34% de los fallecidos por Covid-19 en la ciudad son latinos[5]. Siendo que en dicha ciudad hasta el día de hoy se contabilizaban 21,045 muertos por Covid[6]; de mantenerse esa proporción podemos estimar más de 7,000 latinos fallecidos en Nueva York.
Vemos así cómo las políticas migratorias de los países se han enfocado en evitar o prevenir la entrada de la enfermedad, dado que al migrante se le ve como una amenaza a la seguridad nacional: un agente transmisor. También observamos cómo el cuidado de la salud de los migrantes ha pasado a un segundo plano: la concentración de grandes poblaciones en las fronteras es un foco que favorece la propagación del Covid-19, pero no se han desarrollado hasta ahora políticas para proteger a esta población específica.
Algunos países, entre ellos Estados Unidos, han decidido inyectar dinero a sus economías y dar bonos a la población para apoyarles en su economía familiar, inclusive a los migrantes indocumentados. Sin embargo, en México no se ha adoptado ninguna medida de este tipo ni para ciudadanos ni para extranjeros, más que el acceso al seguro social por parte de no derechohabientes. Asimismo, tampoco se han lanzado planes de apoyo para los refugios, albergues y organizaciones de beneficencia que ayudan a los migrantes. Parece que de los migrantes solo nos acordamos cuando son elecciones o a la hora de pedirles que participen en el Programa 3×1 mediante el envío de remesas colectivas.
Nos encontramos así ante una pandemia global a la que en muchos casos se ha respondido con políticas nacionalistas. Tenemos una amenaza global (el Covid-19) y la respuesta de muchos países ha sido cerrar SUS fronteras y ver por SU seguridad. Esto hace que los migrantes sean aún más invisibilizados por los países de origen, destino y tránsito. Una vez más, su seguridad pasa a segundo plano y la idea del migrante como riesgo es la que impera.
Es necesario replantearnos cómo concebimos la seguridad nacional y sus amenazas, especialmente cuando estamos ante amenazas globales. Quizás una idea más cercana a la cooperación internacional con políticas migratorias integrales sería más humanitaria y efectiva en tiempos de crisis como la que vivimos actualmente.
Brenda Duarte es maestra en Ciencias Sociales por el Colegio de México. Opinión invitada.
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Fotografía: CEMEES.