Por: Revista Crisis. 10/08/2020
Mientras la pandemia sigue enseñoreándose por todo el planeta, en Argentina la cuarentena va a cumplir cinco meses y no sabemos aún si atravesamos el pico de contagios o tendremos que retornar a confinamientos más estrictos. Pero si el tiempo social transcurre en cámara lenta, el sistema político corre raudo hacia la nueva normalidad, que no es otra que la vieja polarización.
Tal y como aconteció cuando el peronismo debió abandonar el gobierno en 2015 luego de doce años de hegemonía, Juntos por el Cambio nunca imaginó que volvería a la oposición tan pronto e intenta acomodarse con torpeza. La división entre un sector dialoguista y otro muy confrontativo no sorprende, lo que llama la atención es que quienes polarizan sean los que impregnan el sentido de la coyuntura. Así como en 2016 Cristina Fernández y sus seguidores se debatían entre el ocaso y la centralidad, hoy son las huestes de Mauricio Macri quienes se ilusionan con volver luego de un eventual fracaso del gobierno —que se esfuerzan por provocar.
Se complican así los intentos de constitución de un centro político, orientado a priorizar las exigencias de la gestión por sobre las veleidades ideológicas. Los análisis periodísticos suelen depositar en la psicología, el ego o los modales de las y los dirigentes más representativos, la recurrencia en una dialéctica antagonista que impide los pactos entre elites. Pero lo que opera como un ácido para el enhebrado de verdaderos consensos, es el inmenso malestar que se acumula en la base de la sociedad y que nadie sabe muy bien por qué no estalla.
Y un día hubo acuerdo entre el Estado argentino y los acreedores externos. El alivio a un lado y otro del espectro político fue casi unánime, porque nadie estaba dispuesto a atravesar el desierto del default. La posibilidad de una bancarrota en la que todos perderían mucho permitió que ambos bandos aceptaran ceder un poco. Más que un win win como señalaron algunos comentaristas, el acercamiento fue “por el interés de todos”, según dijo en su mensaje de congratulación la titular del Fondo Monetario Internacional.
La estrategia propuesta por el ministro Martín Guzmán resultó ser conceptualmente consistente. Los resultados alcanzados por su actitud de “mala fe”, al decir de los fondos globales de inversión y de sus voceros locales, resultó más eficaz que el servilismo religioso del gobierno ecuatoriano de Lenin Moreno, que cerró su acuerdo de reestructuración casi al mismo tiempo que la Argentina. La falta de coordinación entre ambos estados sudamericanos es un signo de debilidad tanto más aciago, si se tiene en cuenta que del otro lado del mostrador se sientan los mismos jugadores.
Alberto Fernández puede dar por concluida la primera etapa de su programa con un importante triunfo político que consolida a la coalición gobernante. También fortalece su autoridad frente al establishment local que tendrá que agradecerle una gestión que remienda el estropicio macrista. Pero la idea de que “ahora tenemos el horizonte despejado” parece excesiva teniendo en cuenta que la reestructuración de la deuda nos deja al borde de la sostenibilidad. Y, sobre todo, que la etapa más ardua de la negociación será en el próximo capítulo, cuando nos toque jugar al póker con las carmelitas del FMI.
Luego del conflicto con Vicentin y de la propuesta de reformar la justicia, algo queda claro: cualquier iniciativa transformadora del gobierno nacional va a recibir el rechazo cerrado de la oposición macrista. También el conglomerado mediático y empresario más influyente está dispuesto a resistir la salida que el peronismo quiere imprimirle a la crisis. Además, hay sectores de la población hipersensibles ansiosos por salir a la calle y con una apasionada sed de enfrentamiento.
La emergencia sanitaria que le permitió al presidente comprometerse con el cuidado del pueblo, no alcanzó a ser estandarte de la unidad nacional. Y si bien le brindó altos grados de aprobación, también deja una tierra yerma para la lenta y durísima reconstrucción que le toca en suerte. Transcurridos ocho meses del gobierno de Alberto Fernández no parece haber margen para la ilusión.
“Termina la pandemia y comienza la discusión electoral”, advierten los operadores más excitados. Consciente como pocos de la temporalidad fugaz que rige a la política, AF le prohibió a sus seguidores construir “el albertismo”. Una renuncia que le resta potencialidad y lo condena a depender de sus aliados, pero al mismo tiempo lo ubica en una posición inédita, coherente con el modo en que llegó a la Casa Rosada. Un presidente que no es, ni pretende ser, el líder de su fuerza política. Un presidente que conoce su debilidad, en un país hiperpresidencialista.
El experimento se desarrolla en el marco de la peor crisis económica que recordemos. Todos los sectores de la sociedad le piden socorro a un Estado que está al borde de sus posibilidades. La pregunta no es qué puede un presidente, ni siquiera qué puede el gobierno, tampoco cuál es la capacidad del sistema político en general. El interrogante es por las capacidades estatales mismas, por el poder que posee nuestro ordenamiento social para garantizarle niveles mínimos de bienestar a la población.
Alguien, en un rapto de lucidez, dijo hace poco más de un año que se precisaba un nuevo contrato social. ¿Será demasiado tarde?
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Fotografía: Revista Crisis.