Por: Maxime Quijoux. 19/05/2023
A causa de la disminución en la afiliación y las divisiones internas, por mucho tiempo la decadencia de los sindicatos parecía algo inevitable. Sobre este telón de fondo, la unidad exhibida por la intersyndicale desde el comienzo de las protestas masivas contra la reforma de la jubilación, así como ciertos procesos de renovación, son históricos en varios sentidos. ¿El sindicalismo francés pasa por un renacimiento? Por Maxime Quijoux*. Traducción: Nicolás Gómez
Por primera vez en décadas, las celebraciones del 1° de mayo de este año unieron a todas las confederaciones sindicales en una importante manifestación. Luego de 12 semanas de manifestaciones, algunas de las cuales llevaron a entre 1 y 3 millones de personas a las calles de todo el país, la coalición de sindicatos que surgió para oponerse a los planes de reforma de la previdencia del presidente Emmanuel Macron continúa presionando al gobierno. De hecho, aunque finalmente se aprobó la ley que buscaba elevar la edad de jubilación de los 62 a los 64 años, las organizaciones de trabajadores aparecen como los grandes ganadores de esta serie de movilizaciones.
Conducido principalmente por las dos grandes confederaciones de trabajadores –la Confederación General del Trabajo (CGT) y la Confederación Francesa Democrática del Trabajo (CFDT)– la movilización de movimientos sociales de los últimos meses le ha dado un inesperado impulso al sindicalismo en Francia. La mayoría de las encuestas de opinión muestran un fuerte apoyo del público, que se confirma con un aumento en la afiliación desde el comienzo de este año. No obstante, pese a que la coalición parece ser una fuerza con liderazgo social capaz de movilizar a millones de trabajadores franceses durante varias semanas seguidas, por detrás se esconde una realidad política bastante distinta, que hace del movimiento de trabajadores francés una verdadera paradoja política y social.
La interrupción de la marcha hacia adelante del trabajo francés
A lo largo de su historia, Francia ha vivido varios grandes conflictos –la huelga general de 1936, la liberación del fascismo alemán, mayo del 68, la ola de huelgas de 1995– que ayudaron a conseguir significativas conquistas sociales, tales como las vacaciones pagas, el derecho a la negociación colectiva, la seguridad social y la reducción de las horas de trabajo.
Sin embargo, en Francia el trabajo organizado nunca ha ocupado una posición realmente dominante en las relaciones industriales. Por ejemplo, mientras que la CGT tuvo picos de afiliación en 1936, 1945 y 1968, Francia siempre se ha caracterizado por niveles de sindicalización mucho menores a los de otros países de Europa occidental. Tras llegar a casi el 30 % de la población luego del fin de la Segunda Guerra Mundial, desde entonces la sindicalización cayó de manera casi constante, antes de literalmente colapsar en los años 80. Con poco más del 10 % hoy en día –18,4 % en el sector público y 7,8 % en el sector privado–, Francia tiene las tasas más bajas de sindicalización en Europa, muy por debajo de los países escandinavos o Bélgica, pero también de países del sur del continente.
Estas diferencias pueden explicarse por un abordaje distinto del trabajo organizado: en Francia el sindicalismo se basa sobre todo en la participación militante y voluntaria, similar a un abordaje comunitario o político, a diferencia de países donde la afiliación se ve impulsada por el manejo exclusivo por parte de los sindicatos de beneficios para los afiliados, tales como el seguro de desempleo. No obstante, la dramática caída del sindicalismo en Francia reside principalmente en la expansión del sector de servicios, que ha llevado a la desaparición de los bastiones de trabajadores industriales.
Asimismo, la emergencia paralela del desempleo masivo y de gran cantidad de trabajos atípicos ha debilitado considerablemente los niveles de afiliación a los sindicatos y, así, el espacio de maniobra política de estos. En Francia los sindicatos están luchando por adaptarse a un mundo del trabajo que hoy en día se encuentra altamente fragmentado y continúa teniendo su base en el sector público y las empresas de más de 50 empleados.
Por último, los sindicalistas han quedado del lado más perjudicado tras una profunda revisión de sus responsabilidades y campos de intervención. Desde principios de los años 2000, varias reformas han debilitado las negociaciones en los niveles de sector y rama, en favor de acuerdos por empresa. Desde 2018, la fusión de los mayores cuerpos de representación del trabajo organizado en un único cuerpo, el Consejo Económico y Social (CES), ha llevado a una amplia burocratización del trabajo sindicalizado. Los representantes de los trabajadores aparecen cada vez más aislados y superados, obligados a negociar acuerdos de escasa relevancia o socialmente regresivos.
Una casa dividida
En este contexto, para los sindicatos es difícil oponerse a las políticas socialmente regresivas que han sido impulsadas por sucesivos gobiernos en los últimos 40 años. En efecto, las pocas victorias sindicales a nivel nacional, como contra la reforma jubilatoria de Alain Juppé en 1995 o el plan de desregulación del mercado de trabajo en 2006, fueron meras gotas en un mar de derrotas.
Enfrentadas a una esfera política ampliamente ganada por la lógica del mercado, las confederaciones sindicales francesas ya no son capaces de poner freno a las medidas de flexibilización del mercado de trabajo, la erosión de la protección social y laboral y los sucesivos aumentos en la edad jubilatoria. Pese a las regulares manifestaciones que llevan a la huelga a sectores enteros como educación, transporte o energía, y a cientos de miles de personas en las calles como en 2003 o 2010, ambas veces contra planes de reforma jubilatoria, los sindicatos han sido incapaces de frenar el proceso legislativo. Más serio todavía: en el otoño de 2018, el movimiento de los gillets jaunes o chalecos amarillos prescindió de ellos y los pasó totalmente por encima, consiguiendo rápidamente lo que querían y 13.000 millones de euros en bonos de parte del gobierno de Edouard Philippe.
Si bien estos fracasos pueden explicarse por un gobierno a menudo inflexible y que recurre a mecanismos constitucionales –por ejemplo, el artículo 49 inciso 3 para imponer una ley sin que se vote en la Asamblea Nacional– tanto como a la fuerza represiva, también tienen que ver con un sector sindical caracterizado por profundas divisiones entre facciones. Las dos confederaciones más importantes, la CGT y la CFDT, tienen una relación turbulenta que, en el mejor de los casos, tiende a mantenerlas lo más lejos posible y, en el peor de los casos, a involucrarlas en un conflicto interno, que en 2008 se exacerbó con nuevas reglas que transforman las elecciones de representantes de los trabajadores en un asunto estratégico para dichas organizaciones.
Desde hace mucho la CGT ha estado por el Partido Comunista Francés (PCF). Aunque ahora proclama una estricta independencia de toda agrupación política, mantiene una visión combativa de las relaciones de trabajo, que se caracteriza por una notable actividad huelguística, en especial en ciertos sectores donde persiste una tradición “clasista”, como estibadores, petroleros, ferroviarios o el sector energético. Un desprendimiento secular de la Confederación Francesa de Trabajadores Cristianos (CFTC), la CFDT, se presentó durante mucho tiempo como abanderado del socialismo autogobernado, para luego adoptar, a fines de los 70, una estrategia centrada en la negociación con empleadores y el Estado. Esta posición llevó a la confederación a firmar acuerdos polémicos, que en ocasiones desencadenaron profundos conflictos internos pero, sobre todo, rivalidades duraderas con la CGT.
El shock de unidad
Sin embargo, desde los años 90 algunos líderes sindicales han tratado de superar estos conflictos. Algunos, como Louis Viannet y luego Bernard Thibault, ambos secretarios generales de la CGT de 1992 a 2013, abogaban por “un sindicalismo unido”, buscando maximizar la unidad en luchas junto a otros sindicatos.
En 2010, un plan previo para elevar la edad jubilatoria ya había conducido a la creación de una amplia coalición sindical, que llevó a varios miles de personas a las calles durante varios meses. La elección de François Hollande y luego la de Emmanuel Macron reavivó las divisiones, en la medida en que la CFDT aparecía una vez más como el contacto preferido para los empleadores y el gobierno. En 2016, las negociaciones en torno a la Ley del Trabajo, que apuntaba a hacer más flexible el Código del Trabajo francés, se convirtieron en punto de cristalización de la división entre sindicatos “de protesta” y “reformistas”. En 2019, la CFDT no se opuso a los planes de reforma jubilatoria, que sin embargo llevaron a grandes protestas y al cabo fueron abandonados aduciendo la pandemia de COVID-19.
Así, el carácter excepcional de la movilización social de este año salta a la vista. Ha sido excepcional en su escala y duración, así como en su orientación estratégica: todos los líderes sindicales enfatizan el elemento de la unidad, que deja en segundo plano la cuestión de las huelgas, en particular las huelgas escalonadas. El objetivo declarado, en última instancia, es menos parar la economía –de lo cual los sindicatos dudan ser capaces, en particular a causa de la inflación—que ganarse la opinión popular.
Mientras algunos sectores decidieron parar la producción y hacer piquetes en sus lugares de trabajo –como los petroleros, los estibadores o los recolectores de residuos—el tímido llamado del 7 de marzo a “parar Francia” pone de relieve la reluctancia de la coalición sindical a lanzar el movimiento a una huelga escalonada de amplio alcance. De hecho, ciertos sectores que suelen estar a la vanguardia de las huelgas, como el de transporte, tiene dificultades para movilizar a sus afiliados.
Por el contrario, la estrategia unificada ha tenido un éxito innegable: además de las millones de personas en las calles durante 12 semanas, las encuestas de opinión muestran un masivo rechazo a la ley –el 93 % de la población trabajadora—y, en un nuevo desarrollo, un apoyo popular mayoritario entre la sociedad francesa al papel de los sindicatos. La significativa movilización en una multitud de pequeñas y medianas ciudades de todo el país ha fortalecido la base popular del sindicalismo, dispersando críticas surgidas en las protestas de los chalecos amarillos en el sentido de que los sindicatos estaban lejos de las comunidades.
Superando la paradoja francesa
El 14 de abril, el Consejo Constitucional de Francia aprobó la reforma jubilatoria de Macron, brindándole una victoria legal (aunque no política) al gobierno conducido por la primera ministra Élisabeth Borne. Si bien la convocatoria semanal a manifestaciones parece haber terminado, las protestas contra la reforma continúan desde entonces.
Ahora, adonde vayan, los representantes del gobierno se ven desafiados por piquetes, abucheos o caceroleos. La popularidad de Emmanuel Macron se ha desplomado, volviendo a niveles de la crisis de los chalecos amarillos. Organizaciones activistas como ATTAC ya están convocando a perturbar la realización de los próximos Juegos Olímpicos, programados para el verano boreal de 2024 en París.
Mientras el gobierno como un todo se mostraba impaciente por “dar vuelta la página”, al mismo tiempo los dos mayores sindicatos pasaban por un cambio significativo en su liderazgo, lo cual podría tener repercusiones significativas en la continuidad del movimiento social y, más allá de eso, en la crisis democrática en que Francia se ha enredado durante esta reforma.
Al final de una turbulenta conferencia realizada a fines de marzo en Clermont-Ferrand, por primera vez en su historia la CGT nombró a una mujer como secretaria general. Conocida por su activismo en temas de trabajo, feminismo y desigualdad, Sophie Binet expresó inmediatamente su determinación de combatir la reforma jubilatoria, alineándose con las posiciones de la coalición sindical que hizo de la retirada de la ley un prerrequisito esencial para cualquier conversación con el gobierno. Preocupada por establecer su legitimidad en la organización, ha expresado su apoyo a varios sectores involucrados en luchas, en particular aquellos más críticos de su predecesor.
Al mismo tiempo el secretario general de la CFDT, Laurent Berger, anunció que va a entregarle las riendas a Marylise Léon, secretaria adjunta de la confederación. La sucesora de Berger tiene un perfil similar al de Sophie Binet: mujer en sus cuarentas, fue gerenta de una consultora durante varios años, antes de unirse a la Federación de Química y Energía, donde abordó cuestiones relacionadas con el riesgo industrial. En la mesa directiva de la CFDT, a la que se sumó en 2018, está a cargo de coordinar las políticas de relaciones industriales, lo cual la ha llevado a desarrollar vínculos con organizaciones de la sociedad civil y, sobre todo, sindicatos.
Así, podemos esperar que esta reconfiguración en la cima de las dos mayores confederaciones sindicales de Francia, que en conjunto representan a más de 1.200.000 miembros en todo el país, también tenga repercusiones políticas. Enfrentadas a un gobierno y un presidente impregnados de autoritarismo gerencial, es razonable creer que los lazos forjados entre organizaciones sindicales durante el combate por la jubilación sentarán bases favorables para futuras luchas conjuntas. También podemos esperar que esta renovación generacional incorpore un mayor entendimiento de nuevos problemas sindicales relacionados con la precariedad, la desigualdad de género, la violencia de género y los problemas ambientales.
Sin embargo, sería ingenuo olvidar las deficiencias estructurales y las diferencias que caracterizan a ambas organizaciones. La fusión de los cuerpos de representación del trabajo ha debilitado considerablemente a las estructuras sindicales francesas y los efectos recién empiezan a verse. Más aún, sería equivocado creer que la CFDT ha abandonado su deseo de servir de intermediario privilegiado con el poder político y económico. De manera similar, el último congreso de la CGT vio el resurgimiento de corrientes que enfatizan un discurso de ruptura y confrontación con el orden capitalista. De hecho, persisten muchas diferencias políticas entre ambas confederaciones, empezando por la cuestión de la jubilación. Sobre este telón de fondo, parece difícil que pueda repetirse ad infinitum el éxito unificado de la movilización en curso.
Por último, el rechazo conjunto de todos los sindicatos a un posible acercamiento a la clase política parece debilitar cualquier perspectiva de una mejora sustancial en la situación del trabajo y del sindicalismo en Francia. Con todo, la estrategia unificada ha sido profundamente “legitimista”, respetando escrupulosamente todos los pasos institucionales de preparación de la ley. Al no crear oportunidades con aliados políticos, a la vez que respetan las reglas del juego parlamentario, los sindicatos se ven ante otra paradoja que tendrán que superar.
*Maxime Quijoux es sociólogo, politólogo e investigador del Centre Nacional de Recherche Scientifique (CNRS). Su investigación hace foco en las luchas de los trabajadores, el sindicalismo y las estructuras de representación democrática en las empresas.
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Fotografía: Anred