Por: Roberto Aparici y David García-Marín. el ortiba. 07/05/2020
En el año 1995, el sociólogo y filósofo Jacques Derrida (foto) pronunció en la Universidad de Buenos Aires una conferencia bajo el título de «Historia de la mentira». Esa charla impactó a aquellos que trabajaban en el campo de la manipulación informativa y sirvió para enfocar este objeto de estudio desde una perspectiva diferente, ya que en lugar de hablar de manipulación, Derrida situaba su análisis en la construcción de mentiras intencionadas desde el poder político y otros ámbitos. Desde su visión, todas las mentiras tienen su origen y su razón de ser. Se configuran a partir de fábulas que se construyen a su alrededor y que encantan a los que se aproximan a esa mentira que, a su vez, debe cumplir unos requisitos y presentar unas características determinadas que atrapen al lector y al espectador. En aquel momento, los estudiosos de este fenómeno cargaban el peso de la manipulación informativa exclusivamente en los medios de comunicación. No se le prestaba una dimensión filosófica ni de cualquier otra naturaleza que no fuese la comunicativa e informativa. En ese contexto, Derrida expresaba algo diferente, algo que toma enorme vigencia en estos momentos. La aproximación a la mentira que él planteaba en 1995 se convirtió en palabra del año en 2016.
En aquella disertación, Derrida hizo referencia a Nietzsche en El ocaso de los ídolos:
En El ocaso de los ídolos, Nietzsche llama Historia de un error a una especie de relato en seis episodios que, en una sola página, narra en suma, nada menos que el mundo verdadero, la historia del «mundo verdadero». El título de este relato ficticio anuncia la narración de una afabulación: «Cómo el mundo verdadero terminó por convertirse en una fábula». Por consiguiente, no se nos contará una fábula sino, en cierto modo, cómo llegó a tramarse una fábula. Tal como si fuera posible un relato verdadero acerca de la historia de esa afabulación y de una afabulación que, precisamente, no produce otra cosa que la idea de un mundo verdadero, lo que amenaza arrastrar hasta la pretendida verdad del relato: «Cómo “el mundo verdadero” terminó por convertirse en una fábula» (Derrida, 1995a).
Sin embargo, la historia de la mentira no es la historia de un error. Aquí no debemos hablar de errores, sino de mentiras intencionadas. Existen diferentes conceptos que pueden asociarse a la mentira, pero que no son exactamente sinónimos de mentir. El error, el fraude, la astucia, la invención poética, la construcción de una historia ficticia no son equivalentes a la mentira. La mentira no es incompetencia ni falta de lucidez, ni ausencia de ignorancia. Tampoco es un error accidental. El problema viene cuando todas estas dimensiones aparecen, de alguna forma, mezcladas de tal manera que resulta imposible diferenciar cada una de ellas.
Estas categorías son irreductibles entre sí, pero ¿qué pensar de las situaciones tan frecuentes donde de hecho, en verdad, se contaminan tan recíprocamente y no permiten una delimitación rigurosa? ¿Y si este contagio marcara a menudo el espacio mismo de tantos discursos públicos, sobre todo en los medios? (Derrida, 1995b).
Estas reflexiones de Derrida resultaron absolutamente proféticas y sirven para entender la realidad del sistema mediático-político de la actualidad, donde hechos y ficción, mentiras y verdades, contenidos contrastados y bulos circulan en régimen de isonomía (es decir, con una igual apariencia) no sólo en las redes, sino también en los medios tradicionales. Nos encontramos rodeados de mentiras y de mentirosos. En los últimos 20 años, la desinformación ha tomado unas dimensiones desproporcionadas. La mentira y las falsas noticias ya no son propiedad exclusiva de los medios, sino que se reúnen en una serie de combinaciones que sirven al acto mismo de mentir, que resulta siempre intencional. Para eso, la mentira recurre a diferentes técnicas, siendo una de las más sutiles la fusión de datos verdaderos con informaciones falsas. Los diferentes actores de la mentira (los políticos, las grandes corporaciones, los medios, algunos usuarios de las redes sociales, etcétera) deben armar una serie de elementos que los protejan, es decir, que hagan verosímil la mentira. Si la mentira no es verosímil, no funciona, deja de ser posverdad y se convierte en una mentira descubierta de entrada. La cuestión es hasta qué punto en esta sociedad de la información y la comunicación somos continua e intencionadamente engañados y en qué dimensión la posverdad forma parte del paradigma de nuestra época. En palabras de Gómez de Agreda (2018):
La mayoría de las falsas noticias pretenden principalmente eliminar los distingos entre el artículo y la línea editorial, entre la opinión y el paper académico, entre lo contrastado y lo especulativo. A partir de ahí, una vez suplantado el papel de la información rigurosa, cualquier cosa vale.
De la conferencia de Derrida, una primera idea sobre la mentira queda contundentemente clara. La mentira debe ir acompañada de intencionalidad. Se trata de una fabricación imposible sin el concurso de la intención; es decir, sin la determinación de mentir. Continúa Derrida (1995c) afirmando que:
Se puede estar en el error, engañarse sin tratar de engañar, y por consiguiente, sin mentir. […] Si según parece, la mentira supone la invención deliberada de una ficción, no por eso toda ficción o toda fábula viene a ser mentira; y tampoco la literatura. Ya se pueden imaginar mil historias ficticias de la mentira, mil discursos inventivos destinados al simulacro, a la fábula y a la producción de formas nuevas sobre la mentira, y que no por eso sean historias mentirosas.
El propio Derrida (1995d) concluye su conceptualización de la mentira señalando que:
En su figura prevaleciente y reconocida por todos, la mentira no es un hecho o un estado: es un acto intencional, un mentir. No hay mentiras, hay ese decir o ese querer decir al que se llama mentir: mentir será dirigir a otro (pues sólo se miente al otro, uno no se puede mentir a sí mismo, salvo sí mismo como otro) un enunciado o más de un enunciado, una serie de enunciados (constatativos o realizativos) que el mentiroso sabe, en conciencia, en conciencia explícita, temática, actual, que constituyen aserciones total o parcialmente falsas; hay que insistir desde ahora en esta pluralidad y en esta complejidad, incluso en esta heterogeneidad. Tales actos intencionales están destinados al otro, a un otro o a otros, para engañarlos, para hacerles creer (aquí la noción de creencia es irreductible, aún cuando permanece oscura) en lo que se ha dicho, cuando por lo demás, se supone que el mentiroso, ya sea por un compromiso explícito, un juramento o una promesa implícita, dirá toda la verdad y solamente la verdad. Lo que aquí cuenta, en primero y en último lugar, es la intención.
Así como la mentira no es error ni desconocimiento, sino fundamentalmente intención, la característica esencial de los mentirosos es que conocen la verdad y, al conocerla, la ocultan, la falsean y la recubren para invisibilizarla. Los mentirosos saben cuál es la realidad, saben lo que quieren decir sobre ésta y diferencian ambas dimensiones:
«Para mentir, en el sentido estricto y clásico del concepto, hay que saber la verdad y deformarla intencionalmente. Por lo tanto, es preciso no mentirse a sí mismo» (Derrida, 1995e).
En la cuestión del autoengaño (la mentira a uno mismo) hemos de realizar un parada. Mientras que Derrida defiende la imposibilidad del autoengaño a la hora de practicar la mentira, Hanna Arendt plantea una teoría que parece contravenir tal aseveración. Desde su punto de vista, la práctica contemporánea de la mentira exige cierta dosis de autoengaño:
En «Verdad y política» («Truth and Politics») aparecen varios signos de que ese concepto de mentira a sí mismo desempeña un papel determinante en el análisis arendtiano de la mentira moderna. Por cierto, Arendt ilustra esa mentira a sí mismo con anécdotas o discursos de otros siglos. «Sabemos desde hace mucho tiempo», observa, «que es difícil mentir a los demás sin mentirse a sí mismo» y «cuanto más éxito tiene un mentiroso, más probable resulta que sea víctima de sus propias invenciones» (Derrida, 1995f).
La misma Arendt (1972: 326) se encarga de confirmarlo cuando indica que:
Políticamente, lo importante es que el arte moderno del autoengaño puede transformar un problema externo en cuestión interna, de tal modo que un conflicto entre naciones o entre grupos repercuta sobre la escena interna. Los autoengaños practicados en los dos lados durante el período de la Guerra )ría son demasiado numerosos para enumerarlos, pero es evidente que son un caso especial. Los críticos conservadores de la democracia de masas a menudo subrayaron los peligros que esta forma de gobierno introduce en las cuestiones internacionales, sin mencionar empero los peligros propios de las monarquías u oligarquías. La fuerza de sus argumentos reside en el hecho innegable de que, en condiciones plenamente democráticas, el engaño sin autoengaño es casi imposible.
De alguna forma, podemos afirmar que Derrida anticipa algunos de los elementos esenciales que varias décadas más tarde acapararían la atención de los académicos en el campo de la información y la comunicación, ya bajo la denominación de posverdad. Con el fin de reflexionar sobre estos elementos, el filósofo francés recurre a las teorías que Arendt había trabajado en los años setenta. Arendt defendía la creciente universalización de la mentira y su expansión en contextos ajenos al político, campo este último donde se asentó siglos antes. En cierto modo, Arendt anticipa el poder manipulador y la capacidad de influencia de grupos de presión situados al margen de (pero en conexión con) los gobiernos:
La posibilidad de la mentira completa y definitiva, desconocida en épocas anteriores, es el peligro que nace de la manipulación moderna de los hechos. Incluso en el mundo libre, donde el gobierno no ha monopolizado el poder de decidir o de decir qué es o no es desde el punto de vista fáctico, gigantescas organizaciones de intereses han generalizado una especie de mentalidad de la razón de Estado, que antes se limitaba al tratamiento de los asuntos exteriores y, en sus peores excesos, a las situaciones de peligro claro y actual (Arendt,
1972: 324-325).
La mentira es peligrosa no sólo como representación del presente, sino también como actor interpretador del pasado. Nunca el prefijo pos- de posverdad estuvo tan bien justificado como en la construcción de una mentira sobre unos hechos que ya ocurrieron. La reelaboración, la reescritura, de la historia es otra de las grandes formas en las que se envuelve la mentira. Para evidenciarlo, recurrimos de nuevo a Arendt (1972: 321):
Ahora debemos volver nuestra atención hacia el fenómeno relativamente reciente de la manipulación masiva de los hechos y de la opinión, tal como se ha tornado evidente en la reescritura de la historia, en la fabricación de imágenes y en la política de los gobiernos. La mentira política tradicional, tan saliente en la historia de la diplomacia y de la habilidad política, generalmente se refería a secretos auténticos —datos que nunca se habían hecho públicos— o bien a intenciones que, de todos modos, no poseen el mismo grado de certidumbre que los hechos consumados. […] Las mentiras políticas modernas tratan eficazmente de cosas que de ningún modo son secretas, sino conocidas prácticamente por todo el mundo. Esto es evidente en el caso de la reescritura de la historia contemporánea a la vista de aquellos que han sido sus testigos, pero es igualmente cierto en la fabricación de imágenes de todo tipo, pues se supone que una imagen, a diferencia de un retrato a la moda antigua, no embellece la realidad sino que ofrece de ella un sustituto completo. Y ese sustituto, en virtud de las técnicas modernas y de los medios masivos de comunicación, es, por supuesto, mucho más patente de lo que fue jamás el original.
Estas consideraciones de Arendt nos hacen ver que las viejas formas de la mentira, sus antiguas conceptualizaciones, su cartografía y desarrollos han evolucionado a lo largo del tiempo, situándose en una nueva dimensión en la era actual de los datos y la hiperconexión. Nuestra era es también la de la concentración del procesamiento de datos en las plataformas tecnológicas que nos conectan con el mundo. Estas plataformas se sitúan en el eje del poder económico actual como principales receptoras del nuevo petróleo que ha encontrado la humanidad, los datos que, de forma voluntaria, los usuarios entregamos a estas empresas. A cambio, estas compañías nos ofrecen una ventana a la información, a la representación de la realidad sobre el mundo, y nos facilitan conexiones con nuestros seres queridos. Las grandes compañías digitales han sido capaces de monopolizar la provisión de determinados servicios como la creación de vastas redes de conectividad social y, por ello, se configuran como cárceles invisibles de los usuarios, que se resisten a abandonar tales plataformas a fin de mantener sus relaciones sociales y no verse abocados a un evidente empobrecimiento en términos comunicativos. Para )uchs (2015), el sistema de medios sociales digitales crea un estado de alienación hacia el usuario construido a partir de una evidente violencia simbólica bajo amenaza de aislamiento social y disminución de oportunidades en caso de abandonar estas plataformas sociales monopolísticas. A la vez, estas plataformas gozan de una importancia emocional en la gestión del día a día de los individuos que enmascara su dimensión mercantil. En esta situación, el sujeto se muestra completamente vulnerable ante todo lo que circula en los circuitos digitales. Tal como afirma Lanier (2018): «Internet, tal y como lo conocemos hoy, se basa en la manipulación y la modificación de las conductas sobre la base de las emociones».
Estas consideraciones deben tomarse como el punto de partida de un análisis profundo, meditado y multidimensional que continuaremos en los próximos capítulos. De cómo nuestra sociedad ha alcanzado un estado de mentira generalizado y sobre las diferentes perspectivas de análisis del concepto de posverdad reflexionaremos a lo largo de esta obra, cuyo capítulo final volverá a retomar las ideas de Derrida que aquí hemos anticipado.
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Fotografía: el ortiba.