Por: Carolina De La Torre. 20/04/2025
La inteligencia artificial no solo imita el arte, sino que lo despoja de su alma; en un mundo obsesionado con la eficiencia, ¿queda espacio para la verdadera creatividad?
Hayao Miyazaki, el genio detrás de Studio Ghibli, ha dejado claro en múltiples ocasiones su postura frente a la inteligencia artificial en la animación. Con una sensibilidad que roza lo filosófico, ha señalado que la creatividad auténtica no es solo una cuestión de técnica, sino de experiencia humana, de error, intuición y, sobre todo, de vida. Su reacción ante una animación generada por IA, en la que un cuerpo desmembrado se arrastra de manera inquietante, no solo fue de rechazo, sino de profundo malestar:
“Quienquiera que haya creado esto no tiene idea de qué es el dolor o cualquier otra cosa. Estoy absolutamente disgustado. […] Siento decididamente que esto es un insulto a la vida”.
Miyazaki entiende la creación como algo que trasciende la simple reproducción de imágenes. Para él, el arte es una extensión de la vida misma, y al ser tocado por la existencia, lleva consigo una individualidad, una manera de ver y sentir la vida imposible de replicar por una máquina. La IA no puede soñar, no puede recordar el tacto del papel al ser rozado por un lápiz ni el vértigo de la inspiración repentina. Puede imitar, sí, pero como un eco en una cueva, resonando con una precisión fría y sin alma.

Ejemplo de imagen generada con inteligencia artificia en “estilo Ghibili” (2025)
Byung-Chul Han ha abordado esta cuestión desde otro ángulo, describiendo nuestra era como “el infierno de lo igual”. En este mundo, todo tiende a parecerse entre sí porque todo aspira a ser eficiente, productivo, rentable. En la lógica del capitalismo, lo único que importa es la acumulación infinita de bienes y datos, y la creatividad no es la excepción. La IA se inscribe en esta dinámica: su propósito es replicar patrones, perfeccionar simulaciones, producir más de lo mismo con una velocidad y exactitud implacables. Pero, como señala Han, “todo es aplanado para convertirse en objeto de consumo”. En este contexto, el arte pierde su esencia disruptiva y se convierte en un producto más de la maquinaria de producción, una versión “pulida” y sin riesgos de la expresión humana.
Han también advierte sobre otra faceta de esta uniformidad: la autoexplotación. En su análisis de la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo, sostiene que el sujeto contemporáneo ha internalizado la figura del amo, convirtiéndose en su propio explotador:
El sujeto actual del rendimiento se parece al esclavo hegeliano, si bien con el detalle de que no trabaja para el amo, sino que se explota de manera voluntaria a sí mismo. Como empresario de sí mismo es amo y esclavo a la vez.
Aplicado al ámbito creativo, esto significa que el artista ya no solo lucha contra las exigencias del mercado, sino también contra su propia urgencia de producir incansablemente, de ser visible, de mantenerse en la competencia digital, atrapado en una paradoja donde la creatividad se somete a la lógica de la eficiencia.
En este panorama, la IA no es una herramienta neutral: es el síntoma de un tiempo que exige productividad sin descanso, donde incluso la imaginación es cuantificable, analizable, replicable. Pero, como Miyazaki nos recuerda, el arte verdadero no es solo el resultado final: es el trazo errante, la emoción inesperada, la lucha interna del creador consigo mismo. Es aquello que, precisamente por su imperfección y su humanidad, la máquina jamás podrá alcanzar.
Y sin embargo, la IA avanza no solo como un asistente, sino como una fuerza que amenaza con monopolizar la creatividad. Nos vendieron la promesa de la automatización como una liberación del trabajo, pero en su lugar nos ha arrebatado algo más profundo: el sentido de la creación como acto vital. En este mundo donde la eficiencia lo devora todo, la pregunta ya no es si la inteligencia artificial puede imitar el arte, sino si la humanidad está dispuesta a cederle su alma creativa.
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Fotografía: Chubutline