Por: Samantha Rose Hill. openDemocracy. 07/11/2020
Podemos gritarle la verdad al poder y nunca será escuchada, porque la verdad y la política ya no tienen nada en común.
“…cuán vulnerable es todo el entramado de los hechos en los que pasamos nuestra vida diaria; siempre está en peligro de ser agujereada por las mentiras de los individuos o despedazada por la mentira organizada de grupos, naciones o clases…” (Hannah Arendt, “Mentira en la política: Reflexiones sobre los documentos del Pentágono”.)
Cada vez que doy una conferencia sobre Hannah Arendt en estos días la gente suele reírse cuando digo que la verdad y la política nunca han tenido buenas relaciones entre sí, y que la mentira siempre ha sido una herramienta justificada en la contienda política. Sus risas revelan algo sobre el estado de las cosas en que vivimos.
Las noticias falsas no son nada nuevo en la política. Durante mucho tiempo, las campañas han sido dirigidas por los publicistas de la Avenida Madison, así que no debe alarmarnos que las mentiras se hayan vuelto tan abundantes y transparentes que casi las esperamos. Las mentiras se han convertido en parte del entramado de la vida cotidiana.
Pero parte del punto de vista de Arendt cuando escribió sus ensayos sobre “Mentira en la política” y “Verdad y política”, que son citados tan ampliamente hoy en día, es que nunca hemos podido esperar la verdad de los políticos. Aquellos que dicen la verdad existen fuera del ámbito de la política. Son forasteros, parias y, como Sócrates, sujetos al exilio y a la muerte. La mentira siempre ha sido instrumental para ganar ventaja y favor político.
¿Por qué ahora, de repente, denunciamos la aparición de noticias falsas? ¿Por qué las verificaciones de hechos (fact-checking) son una característica tan común de los debates políticos? ¿Por qué nos importa tanto la verdad en este momento concreto?
Nos preocupamos por la verdad porque hemos perdido todo lo demás.
No es porque mentir en política se haya convertido de repente en una fuente de indignación moral – siempre ha sido así. Nos preocupamos por la verdad porque hemos perdido todo lo demás. Hemos perdido la capacidad de hablar con fluidez; hemos perdido la capacidad de dar por sentadas las opiniones; hemos perdido la fe en la ciencia y en los expertos; hemos perdido la fe en nuestras instituciones políticas; hemos perdido la fe en el sueño americano; y hemos perdido la fe en nuestra propia democracia.
Y la triste realidad es que la verdad no puede salvarnos. Podemos gritarle la verdad al poder todo el día y nunca será escuchada, porque la verdad y la política nunca se han puesto de acuerdo. Este es el argumento de Arendt. No hablan el mismo idioma, pero eso no significa que no estén relacionados.
En “Verdad y Política”, siempre que Arendt habla de la verdad especifica a qué tipo de verdad se refiere: verdad histórica, verdad trivial, alguna verdad, verdad psicológica, verdad paradójica, verdad real, verdad filosófica, verdad oculta, verdad antigua, verdad evidente, verdad relevante, verdad racional, verdad impotente, verdad indiferente, verdad matemática, verdad a medias, verdad absoluta y verdad fáctica. No existe “la verdad”, sólo la verdad en referencia a algo en particular. Los adjetivos que le atribuye a la verdad transforman el concepto en algo complejo, sofisticado.
En Los orígenes del totalitarismo, son recurrentes diferentes formas de verdad en referencia a cuestiones específicas que Arendt argumenta – que las imágenes distorsionan la verdad, por ejemplo, o que la retórica política es un acto de distorsión por necesidad, una reconfiguración de nuestra comprensión común de la verdad. En política se escuchan frases como “la verdad del asunto es…”, o “sólo digo la verdad”. La verdad siempre se expresa en términos de proximidad, distancia y cercanía; nos acercamos y nos alejamos de la verdad; decimos “acércate a la verdad”, o decimos que “nada está más lejos de ella”.
La búsqueda de la verdad está relacionada con nuestra comprensión del reino común de la existencia humana, nuestra capacidad de aparecer en el mundo y compartir nuestras experiencias con los demás. La edad moderna nos ha enseñado que la verdad racional es producida por la mente humana; que debemos ser escépticos, cínicos y suspicaces, y no confiar en nuestros sentidos – tanto que ya no podemos confiar en nuestra propia capacidad de dar sentido a nuestras experiencias. Y esto ha ido en detrimento del entramado común de la realidad, de la fuente del sentido con el que nos orientamos en el mundo.
Los hechos y los acontecimientos son el resultado de vivir y actuar juntos, y el registro de los hechos y los acontecimientos se teje en la memoria colectiva y en la historia. Estas son las historias que contamos y las tradiciones que desafiamos o mantenemos, las que nos dan un sentido de durabilidad en el mundo. Necesitamos este tipo de verdad para tener una base común en la que apoyarnos, de modo que cada individuo pueda compartir sus experiencias y hacer que tengan sentido. Estos hechos y eventos constituyen lo que Arendt llama “verdad factual”. Se convierten en los artefactos de la convivencia, y es la verdad objetiva lo que más debería preocuparnos.
La verdad de los hechos corre un gran peligro de desaparecer. Está comprometida en una batalla con el poder político, y es la vulnerabilidad de la verdad fáctica lo que hace posible el engaño. Pero esto tampoco es nuevo. La verdad objetiva siempre ha estado en peligro. Es fácilmente manipulable y está sujeta a la censura y al abuso. Arendt advierte que la verdad factual está en peligro de “ser empujada fuera del mundo por un tiempo, y posiblemente para siempre”. “Los hechos y los acontecimientos”, escribe, “son cosas infinitamente más frágiles que los axiomas, descubrimientos, teorías, que son producidos por la mente humana.”
Los hechos pueden cambiar porque vivimos en el mundo siempre cambiante de los asuntos humanos. La gente puede ser borrada de los libros de historia. Los monumentos pueden ser derribados. El lenguaje puede cambiar, porque el significado es maleable. Nada de esto es nuevo tampoco. Siempre ha sucedido y continuará sucediendo, pero muestra “cuán vulnerable es toda la textura de hechos en la que pasamos nuestra vida diaria…”.
Cuando Arendt escribió esas palabras estaba respondiendo a las mentiras que dijo el presidente Nixon sobre la guerra de Vietnam, y que fueron reveladas en los documentos del Pentágono. Las mentiras a las que nos enfrentamos hoy en día son tan similares como diferentes. Se podría argumentar que es necesario desentrañarlas un poco para tejer nuevas historias, pero la conclusión de Arendt es la siguiente: si perdemos la capacidad de dar sentido libremente a nuestras experiencias y de añadirlas al registro de la existencia humana, entonces también ponemos en riesgo nuestra capacidad de hacer juicios y distinguir entre la realidad y la ficción.
La mentira política tiene el efecto de desestabilizar las instituciones políticas al destruir la capacidad de los ciudadanos de confiar en los políticos y hacerlos responsables.
Este es el asunto de la mentira en la política – la mentira política siempre se ha utilizado para hacer difícil que la gente confíe en sí misma o desarrolle opiniones informadas basadas en hechos. Al debilitar nuestra capacidad de confiar en nuestras propias facultades mentales nos vemos obligados a confiar en los juicios de los demás. Al mismo tiempo, y como Arendt vio durante la era de Nixon, la mentira política también tiene el efecto de desestabilizar las instituciones políticas al destruir la capacidad de los ciudadanos de confiar en los políticos y hacerlos responsables.
Necesitamos la verdad de los hechos para salvaguardar a la humanidad, como el conocimiento de los médicos que pueden ayudar a detener la propagación de la Covid-19. Y necesitamos ser capaces de dar por sentado algunas de estas verdades factuales para que podamos compartir el mundo en común y movernos libremente a través de nuestra vida diaria. Pero, hoy en día, la incertidumbre se alimenta de la duda y el miedo a la auto-contradicción. Cuando ya no podemos confiar en nosotros mismos, perdemos nuestro sentido común, nuestro sexto sentido, que es lo que nos permite coexistir.
La verdad no es política.
Si acaso es antipolítica, ya que históricamente se ha posicionado a menudo en contra de la política. Los que dicen la verdad siempre se han mantenido fuera del ámbito político como objeto de desprecio colectivo. Sócrates fue sentenciado a muerte. Thoreau fue encarcelado. Martin Luther King fue asesinado. Creo que por eso la gente se ríe cuando repito la observación de Arendt de que la verdad y la política nunca han estado han sido buenas compañeras. Sabemos que hay verdad en esa observación, pero aún así esperamos que la verdad nos salve. Es un grito desesperado y una súplica de reconocimiento. Es el sonido de una democracia en duelo.
Es importante recordar que Arendt escribió “Verdad y Política” como respuesta a la reacción que recibió de la publicación de Eichmann en Jerusalén. Lo que más le preocupó fue el tipo de propaganda política que utiliza las mentiras para erosionar la realidad. El poder político, advirtió, siempre sacrificará la verdad de los hechos por el beneficio político. Pero el efecto secundario de las mentiras y la propaganda es la destrucción del sentido por el cual podemos orientarnos en el mundo; es la pérdida tanto de los bienes comunes como del sentido común.
Como la misma Arendt se dio cuenta, decir la verdad en la esfera pública es muy peligroso. Ella pensó que estaba ofreciendo un registro de su experiencia, y compartiendo su juicio al escribir Eichmann. Pero lo que recibió a cambio fue una acusación contra su persona, y una letanía de mentiras que respondía a un libro que nunca había escrito. Sin embargo, el peligro perenne de decir la verdad hizo que Arendt estuviera más, no menos, decidida a oponerse a la mentira en la política. Reconoció que, si se empieza a negar a la gente un lugar en el mundo basándose en su opinión o en su experiencia de la realidad, se corre el riesgo de destruir el tejido común de la humanidad: el hecho de que habitamos la tierra juntos y formamos el mundo en común.
Cuando se le preguntó, hacia el final de su vida, si volvería a publicar a Eichmann en Jerusalén, a pesar de todos los problemas que le trajo, Arendt se mostró desafiante. Invocó, y luego rechazó, la máxima clásica “Que se haga justicia, aunque el mundo perezca”. En cambio, hizo una pregunta que a ella le pareció más urgente: “¿Dejar que se diga la verdad aunque el mundo perezca?”
Su respuesta fue: sí.
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Fotografía: openDemocracy.