Por: Luis Armando González. 16/07/2021
Hace unos meses publiqué un texto titulado “Lo tecnológicamente posible ¿es inevitable?” en el que critiqué la idea, ampliamente difundida, de que los usos, aplicaciones y resultados que se derivan de los avances tecnológicos –no sólo de los que están en macha en el presente, sino de los que nuestra especie ha generado durante los miles de años que lleva en el planeta— constituyen un mandato inexorable para los seres humanos; un mandato emanado directamente de la dinámicas tecnológicas, es decir, ajeno a decisiones personales de cualquier naturaleza. O sea, lo que emana de esas dinámicas como una posibilidad estaría llamado convertirse, con independencia de sus consecuencias y de los deseos o intereses de los seres humanos, en realidad. No habría nada que hacer, pues, en ese sentido. La tecnología, creación humana, se erigiría en una especie de fetiche, con una vida propia, autónoma, que impondría sus dictados sobre la vida de los individuos, sin que estos pudieran hacer nada para intervenir en lo que “ella” decide por su propia cuenta. El viejo Marx –si existiera la vida de ultratumba— seguramente miraría con sorna y desprecio a quienes están atrapados en las redes ideológicas de este “fetichismo tecnológico”. Casi es imposible no recordar sus vibrantes palabras al referirse al “fetichismo de la mercancía”:
“Lo que aquí adopta, para los hombres, la forma fantasmagórica de una relación entre cosas, es sólo la relación social determinada existente entre aquéllos. De ahí que para hallar una analogía pertinente debamos buscar amparo en las neblinosas comarcas del mundo religioso. En éste los productos de la mente humana parecen figuras autónomas, dotadas de vida propia, en relación unas con otras y con los hombres. Otro tanto ocurre en el mundo de las mercancías con los productos de la mano humana. A esto llamo el fetichismo que se adhiere a los productos del trabajo no bien se los produce como mercancías, y que es inseparable de la producción mercantil. Ese carácter fetichista del mundo de las mercancías se origina, como el análisis precedente lo ha demostrado, en la peculiar índole social del trabajo que produce mercancías”[1].
Por eso Marx es un clásico, y su explicación del fetichismo de las mercancías no deja de ser útil para explicar el fetichismo tecnológico del presente; después de todo, la tecnología moderna (con sus afamadas revoluciones) es una pieza fundamental del andamiaje capitalista y una buena cantidad de productos tecnológicos son mercancías. Por otro lado, como recomendada Marx, para combatir las “ilusiones ideológicas” nada es mejor que prestar atención a la historia real. Y esta lo que revela es que la tecnología es una creación humana y que sus aplicaciones, usos y consecuencias no son inevitables, sino que están mediadas por decisiones humanas, conscientes o inconscientes, que son las que hacen que lo tecnológicamente posible se convierta o no en realidad. En el escrito mencionado arriba, me referí a la tecnología (y la ciencia) implicada en las bombas nucleares y su uso: desde la explosión de bombas nucleares en Japón, casi al término de la Segunda Guerra Mundial, era tecnológicamente posible –para EEUU y la ex URSS— desembocar en un enfrentamiento nuclear que terminara con la vida humana (y otras formas de vida) en el planeta y esa posibilidad no se hizo realidad por decisiones que se tomaron en distintos ámbitos políticos.
A propósito de quienes alucinan con la tecnología celular y de Internet (o con la robótica), no hay punto de comparación entre estos avances y la ciencia y la tecnología desarrolladas en torno a la investigación de la energía nuclear y su uso, lo cual tiene por base las conquistas teóricas y empíricas de la mejor ciencia física que se ha elaborado jamás (al cierre del siglo XIX y en los primeros cuarenta años del siglo XX) llamada mecánica cuántica o física de las partículas elementales. Pero eso es otro asunto. Lo aquí se enfatiza es que los usos y aplicaciones de las armas nucleares no se realizaron en todas sus posibilidades –que incluían en el límite la destrucción de la vida humana en la tierra— por decisiones tomadas por los propios seres humanos.
Y estas decisiones –para realizar o no determinadas posibilidades presentes en las distintas tecnologías, no sólo la nuclear— han estado siempre presentes en las prácticas humanas. La tecnología más básica, como una piedra afilada y cortante, abrió distintas posibilidades a nuestros ancestros, por ejemplo, ser usada para defenderse de depredadores, cortarle el cuello a otro ser humano o colocarla como adorno en un altar para honrar a los muertos. Realizar o no esas posibilidades (u otras) no fue dictado por la piedra afilada en cuanto tal, sino que fue una elección de seres humanos dotados de un cerebro potente, que fue el que les orientó en elaboración tecnológica de la piedra como un instrumento afilado y el que les orientó en sus distintos usos.
Al hablar de una piedra afilada es inevitable no imaginarse las proporciones que, tras distintos ensayos y pruebas, se fijaron como un promedio adecuado: la que mejor se adaptara a la mano. Desde tiempos pretéritos, los humanos han (hemos) producido los más diversos instrumentos y recursos tecnológicos según el mismo criterio, lo cual no es absurdo: los instrumentos tecnológicos básicos para la vida son una prolongación de nuestras manos. Usarlos con ellas, llevarlos en ellas, guardarlos en un espacio del cuerpo (en la cintura con una cuerda o una tira de cuero, o en los bolsillos): se trata de instrumentos “pegajosos”, es decir, con las características físicas (amén de la necesidad que satisfacen) para ser inseparables de la persona.
Das piedras afiladas en adelante, la lista de instrumentos “pegajosos” fue ampliándose y adquiriendo, algunos de ellos, mayor complejidad tecnológica en su diseño y funciones: cuchillos, navajas, encendedores de cigarrillos, peines, máquinas de afeitar, relojes, radios, etc. A este rubro pertenece uno de los grandes inventos tecnológicos del presente: el teléfono celular, cuyos diseñadores, tras muchos estudios, cálculos y ensayos, pudieron llegar, en el tamaño, a las medidas promedio que son las que lo adaptan a las manos humanas y que se adaptan a los bolsillos de una camisa o un pantalón. Está hecho para estar pegado al cuerpo; no evolucionó, por una dinámica tecnológica intrínseca, para llegar al tamaño promedio que tiene: ha sido diseñado de esa manera a partir de finalidades fuertemente económicas (se trata de una mercancía). Desde su despegue como producto destinado al mercado (hay un pasado de usos militares), los ha habido (y los hay) de todo tamaño, pero cualquier observador atento se dará cuenta de que los muy pequeños o los muy grandes no suelen estar permanentemente en las manos de las personas.
Asimismo, los teléfonos celulares no están hechos sólo para conversar con otras personas; su diseño permite, con los pagos correspondiente, una integración con Internet y los recursos (plataformas, redes, aplicaciones e información) disponibles en ella. Esos recursos y sus contenidos también son diseñados por seres humanos, algunos de ellos (no pocos) también usuarios de la telefonía celular y las “redes”. Los estrategas del marketing digital, cuyas prácticas y forma de pensar, están insertas en una lógica económica mercantil-capitalista, buscan expresamente crear, a partir de estudios de psicología básica, los mecanismos de enganche entre las personas, el teléfono celular y determinados contenidos, mensajes, colores y sonidos de las redes. Y funciona: el teléfono celular y el uso de las aplicaciones de Internet (aplicaciones que permiten acceder a determinados contenidos, información, diversión y comunicación) se han convertido en algo pegajoso, y también peligroso no sólo en el plano de la seguridad (personas pegadas al teléfono y a las redes son una amenaza pública), sino de la salud mental.
Nadie está a salvo del peligro de caer atrapado, más allá de lo razonable y de lo no nocivo, en esa telaraña pegajosa: adultos, niños, niñas, jóvenes, mujeres, hombres, campesinos, obreros, sectores medios y altos. Una mirada atenta en centros comerciales, restaurantes, parques, autobuses y microbuses no puede no darse cuenta de cómo una diversidad de personas vive atrapada en un mundo aparte, que las desconecta de su entorno inmediato con el que reducen sus vínculos e interacción. Una mirada más fina, que se fije en los contenidos virtuales que atrapan a esas personas, se podrá encontrar con asuntos absurdos, como peleas de borrachos o personas que se caen en un charco de agua, que alguien ha compartido en “sus” redes.
Sin duda, que la tecnología celular y el Internet atrapen a las personas durante una parte importante de su día –que lo pegajoso de ambas lo hagan posible— no quiere decir que no haya opciones para salirse de la trampa o que las personas que caen atrapadas lo hagan porque hay un imperativo tecnológico que obliga a ello. Se trata de una posibilidad tecnológica que sólo se ha hecho realidad porque hubo esfuerzos expresos por parte de expertos en marketing y financistas empresariales que trabajaron (y se empecinaron) para que ello fuera y siga siendo así. También es una posibilidad que se ha hecho realidad porque millones de personas han renunciado a su condición de ciudadanas y aceptaron una condición de clientes y consumidores. Las elaboraciones ideológicas acerca de las bondades intrínsecas de los cambios tecnológicos y de la inexorabilidad de sus implicaciones les han pegado fuerte, anulando su capacidad de decir: “Basta, hasta aquí con el uso del celular y las redes”.
Por supuesto que se puede y se tiene que decir “basta y hasta aquí”. La necesidad de estar pegados permanentemente al teléfono celular y las redes es una necesidad –que apela a resortes emocionales y mentales demasiado humanos— creada por los diseñadores y empresarios vinculados a esos rubros económicos. Esa necesidad ha anulado otras, vitales, como la comunicación cara a cara, la simpatía y cordialidad con quienes nos rodean, el disfrute de la naturaleza, caminar sin la molesta presencia de alguien o algo que no vemos directamente, el silencio, la conversación con nosotros mismos, la lectura y la escritura en serio, es decir, que vayan más allá de unas cuantas líneas (muchas veces mal escritas) o unos cuantos párrafos. Seguir con la idea de que si algo es posible tecnológicamente sucederá, sin que quepa hacer algo distinto o resistirse, es dotar a la tecnología de un carácter mágico, fetichista, con lo cual se ocultan las decisiones reales que se toman (que tomamos) para la tecnología incida de cierta manera, y no de otra, en nuestras vidas.
[1] Marx, K., “El carácter de la mercancía y su secreto”. http://www.archivochile.com/Marxismo/Marx%20y%20Engels/kmarx0013.pdf
Fotografía: Revista zoom