Por: Agustín Valle. 18/06/2025
1- Es el primer genocidio transmitido en vivo y en directo, mundialmente visible mientras sucede, y esto marca un quiebre, un hito: la ruptura de un pacto moral que duró ochenta años, desde el fin del Holocausto, y convenía que un genocidio era algo tabú, que estaba mal, que no se podía estar a favor de una masacre genocida, una limpieza étnica, la destrucción de una ciudad, de un pueblo. Esto era un consenso sensible al menos en Occidente; por cierto que el caso de Palestina-Israel es al respecto también muy peculiar, porque el judaísmo es una religión de -Medio- Oriente que, a la vez, constituye una raíz central de Occidente. Borges: todo occidental tiene algo de judío y algo de griego. Israel es Occidente en Oriente… (¿será uno de los motivos del odio antisemita, que los judíos desmintamos la pureza occidental como negación de lo oriental?)
Después del Holocausto, después de la Shoa, nadie en Occidente se atrevió a asumir el genocidio como política. Asumir: justificar, propagandizar, declararse agente de la matanza, darle hasta épica, hacer cultura genocida (bromas, canciones, rituales) como vemos que hacen tantos soldados y colonos israelíes y fanáticos sionistas en otros lugares del mundo también. Solo en nombre de las víctimas de aquel genocidio pasado pudo asumirse la ruptura del pacto moral y cultural con que se zanjó subjetivamente. Solo a título de víctima se puede desmontar la regla armada para protegerte. Aunque ochenta años es una generación: están los descendientes de las víctimas. Pienso en mis antepasados, que vinieron a este remoto sur del mundo escapando de los pogroms: su legado llama a defender a los más frágiles contra las grandes máquinas del poder. Quienes hoy expanden su poder masacrando un pueblo, si lo hacen amparados por la shoa, habilitados por la shoa, entonces son beneficiarios de la shoa.
2- ¿Está lejos Gaza? Imágenes metidas en nuestra cama, nuestro baño, nuestro lugar de trabajo. ¿Qué mata el genocidio en sus espectadores? Dimensiones de quienes miramos, dañadas, disueltas, por este genocidio viralizado.
Nos acostumbramos a las imágenes del genocidio. Van formando parte del paisaje cotidiano, normal. Esto, claro, para quienes estamos dispuestos a ver. A todos se nos ofrecen burbujas que nos inmunizan a las evidencias que no queremos. Pero a quienes sí estamos dispuestos a ver las imágenes de niños siendo asesinados por balazos en la cabeza de francotiradores profesionales, o chicos que perdieron su familia entera y ahora viven a cada rato sin agua ni medicinas ni ni ni ni, o colonos sionistas asesinando palestinos desarmados, o un sinfín de imágenes del horror y la desproporción, imágenes crudas, precarias, filmadas en movimiento, las vemos envueltas entre imágenes de recetas de bastones de chia y zapallo, o del Diego hablando con Perfumo, propagandas de remeras o secuencias para lograr un abdomen perfecto en treinta días, calamidades locales, memes que nos hacen reír de garrones…
La espectaduría conectiva del genocidio no logra, por ahora, interrumpirlo, y en cambio normaliza sus imágenes en el régimen de ansiedad y aburrimiento nervioso generalizado. El embotamiento las pone en serie con cualquier otra cosa visible bajo el mismo patrón. Un genocidio que se termina tolerando por el tedio y el cansancio que produce el infinito de imágenes; una crueldad que se naturaliza como parte de lo que quema la cabeza. Algo más que reconfirma lo adverso del mundo; quizá lo más extremo. Una imagen horroriza unos segundos, un minuto, y el dedo digita su desaparición; así, el ojo actualiza su contenido, y la actualización que sostiene la conexión. Una espectaduría horrorizada donde el horror se anestesia en el armado de cadenas de percepción eslabonadas con criterio puramente conectivo, sin línea de sentido, sin hacer con eso experiencia alguna. Un horror sin experiencia. Que atrofia aún más la potencia experiencial, si como dice Bifo, tras cada gran horror, la humanidad da un salto de abstracción. El espanto del mundo -mediatizado en el celular- empuja más a protegerse del mundo -y apegarse al brillo de lo virtual-.
3- Como pedagogía global, el genocidio cumple una función en el estadío actual del capitalismo: declara que ya no existe más la semejanza. Un rostro ya no dice no matarás, como quería Levinas. Lo posible es lo técnicamente posible, y nada hay sagrado en la condición humana (ni sagrado ni supremo); no en cuanto tal. La humanidad -prácticamente- no existe: no hay nada en común. La capacidad de sentir -“en lo más hondo”- el dolor de los demás es contingente. Esto impacta en la autopercepción multitudinal de todxs en tanto humanos, pues sabemos que no encarnamos ni portamos nada sagrado, ni siquiera respetable, en tanto humanos.
Vale como advertencia: la humanidad efectivamente humana no es para todos. A algunos les toca el escarnio, puede caberles cualquier tipo de atrocidad y que sea aceptado, y hasta festejado; crueldad es cuando el dolor ajeno causa alegría, como cuando caga fuego el malo de las pelis yankis infantiles. Pedagogías de la crueldad que tienen una función productiva: establecen que la condición de semejanza humana es contingente, y por lo tanto, ¿alguien se va a quejar de la desigualdad?
El genocidio en vivo publicita hasta qué punto no somos iguales: ni semejantes, somos. Contentate con la desigualdad; agradecé que se le reconoce a tu vida algún valor. El genocidio viralizado refirma el fin de la semejanza y eso es productivo, produce la naturalización crónica de la desigualdad. En el fondo de la desigualdad, está la crueldad.
Y así se refuerza también cierto realismo, como otra premisa efectivamente verdadera, que afirma que el estado de cosas actual, las relaciones de poder, el modo de producción, el sentido del valor -de las cosas y la vida-, son fatalidad inamovible. Una multitud mundial horrorizada no logra incidir en un genocidio cotidiano. Así de poco nuestro es el mundo, así de poco podemos darle forma a la realidad: imágenes que afirman nuestra impotencia. El genocidio a cielo abierto es una jactancia del orden dominante. Sin embargo miles y miles se mueven, hacen cosas, agitan: molestan. Allí las imágenes ya no mediatizan -no nos dejan como espectadores envenenados y aturdidos nomás-, sino que median. Median entre una realidad y otra producción de realidad; un medio entre una acción y otra acción; entre un crimen y una subjetivación activa de testigo. La movilización les devuelve a las imágenes otro estatuto, ya no mero “contenido” -subordinado al dispositivo reproductor-, sino mecha, chispa, prueba, conmoción, estímulo a movimientos -físicosas, discursivos, anímicos- que interrumpen la totalización del horror.
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Fotografía: Lobo suelto