Por: El Cuaderno. 22/06/2020
Álvaro Valverde reseña el último poemario de Carlos Alcorta, ‘Aflicción y equilibrio’, reunión de veintún poemas largos en los que el poeta dialoga consigo mismo y con su padre.
Carlos Alcorta nació en Torrelavega en 1959. Es editor (director literario de Calambur), crítico y gestor cultural, pero, ante todo, poeta; autor de Condiciones de vida, Cuestiones personales, Trama, Corriente subterránea, Sutura, Sol de resurrección, Ejes cardinales, Ahora es la noche o Tiempo vivo. También del ensayo literario Casa sin puertas. Codirigió la colección de poesía Scriptvm y la revista Ultramar. Actualmente, coordina las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo y es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo. Desde 2012 edita un blog en la dirección carlosalcorta.wordpress.com.
En la citada Calambur publica ahora Aflicción y equilibrio, título que explica, luego se verá, en el último poema del conjunto. Un conjunto, cabe precisar, pequeño, pues sólo reúne veintiún poemas, eso sí, de extensión considerable, algo del todo lógico en función del tono meditativo que adoptan, donde discurso y reflexión se dan la mano. Un tono grave que tiene mucho que ver con las lecturas y afinidades poéticas de Alcorta, que, como se aprecia en las citas que aparecen en el libro, se dirigen principalmente al ámbito anglosajón. Y ya que menciono esos epígrafes, estos empiezan por Manrique, Ivo, Hustvedt y Voltaire y aluden a la verdad, la salud, el padre, los muertos y la muerte. Con todo, el padre es el principal protagonista, muy a su pesar, de la obra. La dedicatoria ya lo señala. A partir de ahí, asistimos a un diálogo del poeta consigo mismo y con su padre (este es un libro, diría, conversado, en segunda persona, hacia un tú cernudiano) donde la vida de uno y de otro, y de los dos a un tiempo, cobra el valor de objeto del pensar (porque esta es una poesía del pensamiento). De pensar sobre lo sucedido y de lo por suceder. «Siempre quise que mi vida significara algo», dice al principio. O: «He perdido ya demasiadas cosas/ en mi voluntaria batalla con el mundo». Y: «Uno no puede renunciar a lo que ha sido». También desde el comienzo se expresa la conciencia de que el viaje ha de hacerse, como se ha venido haciendo, por medio de la escritura: «Quiero ser —pensaba—, no parecer, por eso he buscado sentido/ a la vida a través de las palabras». Así lo justifica: «Es más vida la vida en la ficción./ Realmente vivimos más cuando lo escribimos». En otro lugar leemos: «¿Describen las palabras solo lo visible,/ lo que imaginas real o aquello que se vuelve /realidad al escribirlo?».
Vida y poesía caminan al unísono. «¿Quién pudiera ser de nuevo el autor/ de su primer poema?/ ¿Quién del todavía no escrito?». Eso sí, no se trata de irse por las ramas (a lo que tiende a veces la poesía): «ahora quiero hablar de experiencias reales». «Quiero hablar claro, sin las tretas de la literatura;/ sin palabras, solo con el silencio», «porque en su interior nacen los misterios/ más insondables».
«El lenguaje fue siempre un fiel aliado», reconoce. Y vuelve a apelar a la poesía para enfrentarse a las «catástrofes cotidianas». Y para evitar aislarse de los otros: «La distancia es un dulce somnífero». Nos aleja de la «desdicha humana». No abandona, sin embargo, la indagación introspectiva, pues «bajo las apariencias hay otra realidad». Ni el asunto de la muerte: «Nunca estás preparado para recibir a la muerte». Y añade: «He pasado muchas noches en vela/ recordando a mi padre y los terribles/ últimos días de su vida». En otro poema leemos: «El temor a la muerte da sentido a la vida».
Conviene subrayar que las meditaciones se mezclan con pasajes descriptivos, de la naturaleza mayormente. Una naturaleza doméstica, cercana, civilizada, en suma, como la del jardín. Versos que actúan, se podría decir, de contrapeso. Eso alivia cierta tensión metafísica y acerca al lector a una vitalidad gratificante. También permite al autor jugar con metáforas iluminadoras; de aves, pongo por caso («El olfato del buitre»). O de árboles. Y con la presencia del mar, un elemento fundamental de esta poesía escrita por alguien que ha vivido siempre a sus orillas.
A pesar de lo que afirmo, de esa notable carga conceptual, si algo no falta aquí son emociones y sentimientos. En este sentido, la poética de Alcorta se acerca a la de Unamuno, en esa fértil correspondencia entre el sentir y el pensar.
Ya se explicó que la experiencia iba a sustentar este andamiaje que al cabo se convierte en una casa, porque «una cosa son las palabras y otras los hechos». De ahí los hospitales, los ancianos, el sillón ergonómico, el funeral, el asma, la unidad de cuidados intensivos, y, en fin, todo aquello que sobrepasa el mundo de las ideas para aterrizar en la dura realidad. La nuestra de cada día. Porque «una madre no es una carmelita». Porque «el dolor, si adormece/ a la desesperanza, te renueva, si no, te mata». Porque «toda muerte es terrible y arbitraria y crea un vacío».
Evoca Alcorta al padre nadador en uno de los poemas más logrados del libro, ese en el que leemos (vuelvo a la noción de casa): «Me propuse escribir este poema / como quien construye la casa natural/ de la vida».
A él se dirige cuando dice: «Padre, nunca seré lo que tú hubieras/ deseado que fuera». Y: «pero puedo decirte/ que desde que fui padre comprendí/ por fin lo que supone ser un buen hijo».
Vuelve a reafirmarse en la escritura. Una y otra vez. En un ejercicio que tiene mucho de metapoético. Gracias a ella, confiesa, «has soportado la sordidez de una vida mediocre y rutinaria».
En ese uso del lenguaje que oscila entre lo coloquial y lo trascendente, resulta significativo, a título de ejemplo, la comparación entre un mes de octubre «especialmente extraño, irrespirable e indigesto» con un «potaje de garbanzos o una enchilada».
La anécdota elevada a categoría queda reflejada a la perfección en el poema «Sincronías» donde narra (hay mucho relato en estos versos) un antiguo accidente de tráfico en el que destroza el coche de su padre.
Hice antes alusión al poema final, que lleva el mismo título que el libro. Cito: «Hacer vida —esa es la intención/ con la que he escrito este libro— es vivir,/ no como si hubiera otra vida, sino como si todo/ lo vivido hasta ahora fuera insuficiente,/ es hacer de las lágrimas del duelo/ semillas que fecundan el futuro/ porque, con el dolor como aliado,/ la alegría florece con más fuerza». Y sigue: «Hacer vida es aprender a morir./ Pasada la aflicción, empieza el equilibrio». No es mala lección.
Selección de poemas
Metafísica o ideología
Hay miradas que dicen más que muchas
palabras, lo sabemos desde niños,
cuando suplían a las reprimendas.
Hay miradas que hablan sin decir, desconfiadas
y amenazantes, como las de los agentes de aduanas
o los proxenetas. Otras agrietan con su vigor
el barniz que embellece la inquietante realidad,
el hule bronceado de la piel.
Pudo haberlo insinuado de una forma
conciliadora, pero no se andaba
con miramientos, más acostumbrada
a convivir con animales que con personas.
Era de esas mujeres eficaces
y resolutivas que no malgastan
ni un segundo de su preciado tiempo.
No había más que detener la vista
en la enrejada cristalera
de su despacho o en el disuasorio
muro de contención que levantan sus títulos,
enmarcados lujosamente con
exóticas maderas tropicales.
Cualquiera que escuchara sus reproches
hubiera deducido que trataba con unos criminales
cuyos sentimientos languidecían
en un búcaro con formol
colmado de reliquias a la espera
de un pretexto de superior
jerarquía; que todo, menos el bienestar
propio, nos importaba un bledo.
La habitación cambió de pronto de color.
Adquirió ese tono sonrosado
que baña las mejillas cuando sentimos
vergüenza o nos sorprenden con las manos
en la masa. Nos quedamos sin palabras
cuando ella, escudándose en sus muchos
años de experiencia, afirmó estar cansada
de gente inhumana que acude a la consulta
para deshacerse de algo inservible,
como un televisor en blanco y negro,
porque ignoramos la capacidad
para sufrir de nuestras mascotas,
complacientes, hasta que ya no pueden
mostrar empatía o entusiasmo.
Sus ensayados intervalos
de mutismo y la cáustica mirada
con la que acentuaba la hostilidad
latente no auguraban nada bueno.
Pese a todo, no sentí necesidad
de disculparme por esa hipotética
crueldad de nuestros actos
ya que no compartía su peculiar sentido
del drama, una práctica que yo reservaba
para acontecimientos más trascendentales.
Se lo decimos al llegar a casa
y de sus ojos brotan lágrimas
mezcladas con imágenes que solo
serían viables si el futuro fuera
distinto. Yo no quiero hacer de doctor Amor
en los vestuarios o de paño de lágrimas.
Para pasar el trago da vueltas a la bola
del mundo, como si su mente fuera
un eje de rotación y sus manos pudieran
alterar las manecillas del tiempo.
Sin darse cuenta, arrasa pueblos, forma
desiertos, cataratas, nuevos océanos
con sus testimoniales gimoteos.
Parece un dios disgustado consigo mismo
que ha traicionado su naturaleza,
compasiva en esencia, según Rousseau.
Pronunciamos su nombre en voz baja.
Sabe que fue un capricho transitorio
de escolar solitario, por eso no aparenta
remordimiento por su enmascarada
deslealtad o ante las recriminaciones,
que considera injustas.
A su edad, es probable que las dudas
existenciales se resuelvan
jugando a ser un héroe
en la consola de la PlayStation.
Para mí, basta ya de hipocresía,
fue un estorbo al que terminé
habituándome, un mal menor
que afianzaba la paz en la familia
que a veces supo sacar lo mejor
de mí, sin pretenderlo.
No oigo las embestidas en la jaula
mientras comemos. El silencio acusa,
es un falso paréntesis donde se cristaliza
la culpa. En el silencio la imagen del ausente
trasmite una felicidad prestada,
la de una migración imaginaria
hacia un bosque meridional
inexpugnable para el cazador.
Él, mientras tanto, intenta prestar atención
al plato de garbanzos casi lleno
que le espera en la mesa, procura convertir
la desgracia en un orden pasajero,
para que no se haga costumbre.
Queda entonces su preocupación
reemplazada por un gesto involuntario
de bondad contagiosa.
Más que las emociones, ahora nos importan
los hechos, que todo vuelva a ser como antes.
Entre nosotros nada ha cambiado. En la mente
de un niño la muerte, más que un enigma,
es un mendrugo de pan que obstruye su garganta.
Ponte en su lugar
Diciendo esto, las lágrimas le iban regando el rostro en larga vena.
Virgilio
Pertenecía a esa generación de hombres que consideraban una cuestión de honor el hecho de no autocompadecerse. Que rehuían desdeñosamente las atenciones de cualquiera que se preocupara por ellos.
Paul Auster
Escuché muchas veces a mi padre decir:
«Es triste echar la vista atrás y darse cuenta
de que toda mi vida ha sido una equivocación.
He intentado vivir cada segundo
como si la felicidad fuera posible, imaginando
un futuro mejor, menos humillante,
pero pronto los hechos me indujeron
a pensar que la virtud de la paciencia
era una forma inútil de esperanza.
Fui desechando uno a uno todos mis sueños
a medida que iba perdiendo el optimismo
que ofrece la ignorancia y la realidad
los arruinaba sin misericordia».
Simulo prestarle atención,
oigo como si no fuera conmigo.
Mi mente no estaba dispuesta
a cargar con el peso de lo que esas palabras
significaban. En el universo
—a diario daban cuenta los periódicos
de hambrientos agujeros negros que lo engullían
desafiando las leyes de la física—
no hay segundas oportunidades
y yo, que comenzaba ya a dudar
de que la honestidad justificara
la sumisión y el fracaso, temía
las consecuencias de la filogenia.
Aún era pronto para saber que cada día
que pasaba lamentándose por lo que no tenía
podía darse por perdido, pero yo confiaba
en que esa fuerza intangible que alienta
la escritura equilibrara la balanza,
en que el poema me hiciera perder el miedo
a la eterna provisionalidad que orbita
alrededor del destino. «Tal vez sea una cosa
de familia, una trágica herencia a la que no pude
renunciar —añadía después de otra
desilusión, mientras una titubeante
lágrima dejaba en su envejecido
rostro la estela fugaz de una oruga
en el desierto—. Solo alguna vez,
pensando en vosotros, me sentí un hombre
afortunado, afortunado pero también escéptico,
porque siempre he sabido que nada cambia.
Dios no se acuerda de los pobres,
por eso nunca se acordó de mí.
Maldigo su falsa bondad,
sus actos infalibles en cada comprimido
que tomo, en cada ataque de asma que soporto».
El guirigay de unos gorriones jugueteando
entre las ramas de los cipreses, haciendo
filigranas inverosímiles, como si fueran
los protagonistas de un vodevil del diecinueve,
distraía las últimas horas de la tarde.
Desencantado, dirigía hacia el techo su mirada
perdida, poniendo fin al examen de conciencia.
Caía entonces en un sopor teñido
de melancolía del que no intentaba sacarlo,
menos por compasión que por cobardía,
porque, ¿cómo explicarle que ya no somos,
los de entonces, masa de trabajo mal pagada
con inquietudes revolucionarias
—son las ideas lo primero
que capitula ante la necesidad—,
sino una abstracción llamada mercado laboral,
carne de cañón, cruda infantería
que escucha con la misma indiferencia
las principios de Marx que los de Milton Friedman?
No siempre fue así
Es de esos hombres que todo lo quieren hacer solos.
Wisława Szymborska
Se balancea inquieto de adelante hacia atrás,
como un remero, con la mascarilla
de oxígeno encajada en su anguloso
rostro que antes fue más redondeado
—aunque nunca tuviera las mejillas rollizas—
buscando una postura que le permita
respirar mejor. Cuando al fin se tranquiliza,
mira a los presentes con su único ojo sano,
apenas con un poco más de vida que el de cristal.
Su mirada no encuentra un punto de apoyo,
se dispersa a la caza de un recuerdo
por el espacio infinito del techo
del cuarto, mira sin curiosidad,
igual que un astronauta antes de convertirse
en un fósil expulsado del tiempo
vagando ingrávido con movimientos inarmónicos
alrededor de miles de astros y planetas,
sin posibilidad de retorno o un suicida
que desde la Fernsehturm contempla por última vez un cielo
de enladrilladas chimeneas y porcelana antigua,
un cielo sin lustre, como el pelaje de un oso polar.
No es la mirada de un hombre vencido
ni la de un rebelde, sino la de alguien
que sabe que no le queda mucho tiempo
y siente lástima por quienes
nos quedamos aún aquí, tan frágiles
e indefensos en su imaginación;
es la mirada vaga, obediente, piadosa
que capta nuestro miedo, oculto
tras un antifaz, a reconocer
en quien amamos las señales
de la decrepitud irrevocable.
Dicen que lo peor de hacerse viejo
es depender de los otros, la ausencia
de intimidad y la condescendencia
aparente con la que te consuelan
mientras agujerean ese cuerpo
que ya no puedes controlar
con sondas y catéteres,
como si no fueras más que un chiquillo
enrabietado; el celo profesional con el que te auscultan
y enmascaran sus emociones
desnaturalizadas. Una vez me contó
que de joven también había escrito
algún poema. Era, a buen seguro,
más que una confesión, una mentira piadosa
—las escuchas también en boca de los internistas—
que buscaba la reconciliación.
Hubiera deseado
vencer mis escrúpulos de hijo pródigo
que regresa al hogar apesadumbrado
después de visitar lejanas tierras,
para dar un abrazo a su padre,
necesitado del cariño de los suyos;
para compartir un trozo de pan
y las maravillas del mundo
mientras cenamos, en la mesa
de la cocina, ahora que ya no se levanta
del sillón ergonómico, tan bruñida
y resplandeciente como la tapa
sin remaches de un ataúd de roble.
Cadáver
No me gusta la palabra cadáver.
Suena hueca y aunque aluda a un cuerpo
cuyo rostro está moldeado
con una mueca eterna y cuyos ojos
inquisitivos bajo los párpados
cerrados ya no te observen,
me trasmite una sensación
de irreversibilidad desconcertante,
quizá asumible cuando es un muerto distante,
pero no cuando se trata de un familiar directo
o de un ser querido.
No me gusta la palabra cadáver.
Huele a leche agria, tiene un brillo pálido
como el de las imágenes que portan
los costaleros en las procesiones
o la que vulgarizan los rostros virginales
en una tienda de muñecas
de porcelana.
No me gusta la palabra cadáver.
Su tilde goteante entumece los labios,
no como la palabra amor,
que se hace agua en la boca al pronunciarla.
Antes, para mí, los muertos carecían
de solidez, no eran discernibles
como lo son las montañas o los árboles,
eran tal vez la mezcla de alguien que vivió
en nuestro propio vecindario
con algún héroe mitificado
en un lejano pasaje de la historia.
Pero el hombre que está ahí, sentado
en el sillón de siempre, con la manta
escocesa cubriéndole hasta los hombros
es mi padre y sigue siendo un hombre,
aunque lo que constituyó su esencia
se halla diluido en el desierto
de la noche y su mente esté desfigurada
por la certeza de la muerte;
aunque esté sordo y parezca satisfecho
y sus miembros se encuentren ya rígidos del todo
o no vuelva hacia mí su rostro
como hacía al oírme abrir la puerta,
cuando me acerco.
Dice un sabio chino
que solo un corazón viajero
es capaz de sentir dolor,
sin embargo yo, un terco sedentario
que con su marcha pierde las raíces
como un árbol injertado, me siento inconsolable,
un exiliado sin cuna ni patria,
mientras en el cuarto se desplaza la luz,
solo atenta a su propio horario, a sus razones.
No padecen los sentimientos
rigor mortis, son hojas de papel convertidas
en ceniza que se precipitan
al frío suelo de la habitación
y se adhieren igual que el musgo o las telarañas
a mi piel, a mi alma, y mantienen vivo
el recuerdo. Así ocurrirá cada
vez que traspase el umbral
en el futuro, como hoy, uno de mayo,
día en el que hubiera cumplido ochenta y cuatro.
Uno se decanta por no hacerse
muchas preguntas para preservar
su salud mental o por egoísmo.
Más que condolencias, o que ensalcen
entre salmos y oraciones sin alma
la gran persona que era, necesito
aceptar la realidad, vivirla
sabiendo que no volveré a verle.
En el espacio que antes ocupaba
reina ahora el vacío, pero solo de forma
física, porque él está presente en todos
mis actos, mientras cumplo con mis obligaciones
como un autómata o cuando imagino
que hay otra vida más allá de la muerte.
Ahora su poder incluso es más grande
que antes. Puede lograr que giren las agujas
del reloj en sentido contrario, que mejoren
las relaciones familiares, que echemos tierra
sobre aquellos recuerdos que nos culpabilizan
o, desde donde quiera que esté, dar
muestras de que sigue velando nuestros
sueños. Sí, es difícil de explicar,
pero la mente consciente jamás
podrá entender—pese al conocimiento
que ofrece la experiencia—
cuán obsesiva y tenaz es la fuerza
de la sangre si nace del insomnio.
Aflicción y equilibrio
Me niego a que se pudran estas venas
por las que mis padres y otros míos
navegan viniendo desde tan lejos;
Arturo Corcuera
Sin darme cuenta estaba pensando en ti de nuevo,
como si fuera a verte dentro de unos minutos
y todos los fragmentos del recuerdo
recuperados de repente,
desordenaran mi memoria.
Tengo algo importante que preguntarte.
Sé que hay preguntas que jamás deben
hacerse, lo dijiste muchas veces
y me amonestaste con frecuencia
cuando lo olvidaba con evidente
mal humor, pero siempre he tenido
la sensación de que ciertos secretos
inconfesables nos paralizaban
y reprimían nuestros sentimientos.
La sospecha constante de que una desgracia
familiar pudiera ocurrir
en cualquier momento me desvelaba
noche tras noche, hasta que renuncié
a buscar el origen de la angustia.
Dejé que el silencio se dispersara
entre medias palabras que decían
tanto como lo que callaban, aunque
resultaba violento comprobar
que provocaban en la mayoría
de las ocasiones una inmersión
suicida en el vacío de la emoción.
Todo podía haber sido de otra manera,
pero cuando un hombre ya no puede
ignorar las innumerables
llamadas de su propia sangre, debe
hacer frente a su destino. No hubo
ese filtro infernal que ayuda
a rendir la virtud de la mujer
sino deseo compartido bajo
las sábanas del cielo, una lección de vida
que aprendiste a la fuerza, un adictivo
acto de amor y sus repeticiones,
pero llegó un huésped inoportuno
que provocó asfixiantes noches
de insomnio y de arrepentimiento inútil.
¿Por qué me empeño ahora en intentar
comprender la conducta ajena
si nunca he padecido
una situación semejante,
si, además, ya no tiene vuelta de hoja?
¿Puedo ser juez y parte? Me hacía estas preguntas
en mi escritorio, ya casi en penumbra,
sin sacar conclusión definitiva
alguna, excepto,
quizá, que la temprana decepción
se convirtió en un rasgo
fundamental de su carácter,
y mientras escribía este poema
que aspiraba a encontrar respuestas
el césped del jardín absorbía la luz
que manaba de la naciente luna.
Esa era la única realidad
que no admitía réplica.
Hacer vida —esa es la intención
con la que he escrito este libro— es vivir,
no como si hubiera otra vida, sino como si todo
lo vivido hasta ahora fuera insuficiente,
es hacer de las lágrimas del duelo
semillas que fecundan el futuro
porque, con el dolor como aliado,
la alegría florece con más fuerza.
Hacer vida es aprender a morir.
Pasada la aflicción, empieza el equilibrio.
[EN PORTADA: Meandering river, de Louis M. Eilshemius]
Aflicción y equilibrio
Carlos Alcorta
Calambur, 2020
100 páginas
Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) es autor de libros de poesía como Las aguas detenidas, Una oculta razón (Premio Loewe), A debida distancia, Ensayando círculos, Mecánica terrestre, Desde fuera, Más allá, Tánger y El cuarto del siroco (los cinco últimos en la colección Nuevos Textos Sagrados, de Tusquets) o Plasencias (De la Luna Libros). Sus poemas están incluidos en numerosas antologías y han sido traducidos a distintos idiomas. También es autor de dos novelas: Las murallas del mundo y Alguien que no existe; un libro de artículos, El lector invisible, y otro de viajes, Lejos de aquí. La editorial La Isla de Siltolá publicó, en edición de Jordi Doce, la antología Un centro fugitivo; y la Editora Regional de Extremadura, Álvaro Valverde. Poemas (1985-2015), con dibujos de Esteban Navarro.
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Fotografía: El Cuaderno.