Por: TIQQUNIM. 25/09/2020
La democracia reposa sobre una neutralización de antagonismos relativamente débiles y libres; excluye toda condensación explosiva. […] La única sociedad repleta de vida y de fuerza, la única sociedad libre, es la sociedad bi o policéfala, que ofrece a los antagonismos fundamentales de la vida una salida explosiva constante, pero limitada a las formas más ricas. La dualidad o la multiplicidad de las cabezas tiende a realizar en un mismo movimiento el carácter acéfalo de la existencia, porque el mismo principio de la cabeza es reducción a la unidad, reducción del mundo a Dios.
Acéphale, n° 2-3, enero de 1937
Considero toda la gesta de las «vanguardias», en su supuesta sucesión. De ésta se desprende un mandato, un mandamiento. Un mandamiento que pide comprenderlas. Las «vanguardias» exigen ser tratadas de una cierta manera; y no creo que hayan sido nunca algo más, a final de cuentas, que esta exigencia, y la sumisión a esta exigencia. Escucho la historia de las Brigadas Rojas, de la Internacional Situacionista, del futurismo, del bolchevismo o del surrealismo. Rechazo comprenderlas cerebralmente, y levanto mi dedo en búsqueda de un contacto: no siento nada. O más bien, sufro algo: la sensación de una intensidad vacía. Observo el desfile de las vanguardias: nunca dejaron de agotarse en la tensión consigo mismas. Las hazañas, las purgas, las grandes fechas, las rupturas estrepitosas, los debates de orientación, las campañas de agitación y las escisiones son los puntos de referencia que llevan a su fracaso. Desgarrada entre el estado presente del mundo y su estado final hacia el cual la vanguardia debe conducir al rebaño humano, descuartizada en la sofocante tensión entre lo que es y lo que debería ser, extraviada en la autoteatrilización organizacional de sí, en la contemplación verbal de su propia potencia proyectada en el cielo de las masas y la Historia, fallando constantemente para no vivir nada, si no es por la mediación de la representación siempre-ya histórica de cada uno de sus movimientos, la vanguardia gira alrededor de la ignorancia de sí que la consume. Hasta que se colapsa, por debajo de todo nacimiento, sin siquiera haber alcanzado su propio comienzo. La pregunta más ingenua sobre las vanguardias —la de saber a la vanguardia de qué, exactamente, se considerarían— encuentra aquí su respuesta: las vanguardias están primero que nada a la vanguardia de sí mismas, persiguiéndose. Hablo aquí como quien participa dentro del caos que se desarrolla actualmente alrededor de Tiqqun. No diré «nosotros», ya que nadie podría, sin usurpación, hablar en nombre de una aventura colectiva. Lo mejor que yo puedo hacer es hablar anónimamente, no de sino en la experiencia que hago. La vanguardia, en cualquier caso, no será tratada como un demonio exterior del cual habría siempre que cuidarse. Existe, entonces, una comprensión vanguardista de las «vanguardias», una gesta de las «vanguardias» que no es en ningún momento distinta de la vanguardia misma. No se explicaría, sin esto, que los artículos, estudios, ensayos y hagiografías de los que siguen siendo objeto puedan invariablemente dejar la misma impresión de trabajo de segunda mano, de especulación supletoria. Se trata entonces de que se escribe sólo la historia de una historia, de que sobre aquello que se discurre es en este caso ya un discurso. Cualquiera que haya sido seducido un día por una de las vanguardias, cualquiera que haya sido colmado por su leyenda autárquica, no ha dejado de experimentar, al contacto de este o aquel profano, este vértigo: el grado de indiferencia de la masa de los hombres con su sitio, el carácter impenetrable de esta indiferencia y por debajo de todo esa insolente felicidad que los no-iniciados osan, a pesar de todo, manifestar en su ignorancia. Así, el vértigo del que hablo no es lo que separa dos consciencias divergentes de la realidad, sino dos estructuras distintas de la presencia — una que reposa en sí misma, y otra que se encuentra como suspendida en una infinita proyección más allá de sí. Aquí se comprende que la vanguardia es un régimen de subjetivación, y de ningún modo una realidad sustancial. Es inútil precisar que para caracterizar este régimen de subjetivación, será necesario previamente extraerlo; y que aquel que consienta con este desvío se expone a la pérdida de un gran número de encantamientos, y raramente en ser parte de una melancolía sin retorno. Visto desde este ángulo, en efecto, el universo brillante y virtuoso de las vanguardias ofrece más bien el aspecto de una idealidad espectral, de un montón maloliente de anteformas arrugadas. El que quiera encontrar algo aceptable en esta visión deberá entonces colocarse en una especie de calculada ingenuidad, bien hecha para disipar tan compactas brumas de nada. A esta comprensión sensible de las vanguardias responde un abrupto sentimiento de nuestra común terrenalidad.
TRES CONSIGNAS
En todos los dominios, el régimen de subjetivación vanguardista se señala por el recurso a una «consigna». La consigna es el enunciado cuyo tema es la vanguardia. «Transformar el mundo», «cambiar la vida» y «crear situaciones» forman una trinidad, la trinidad más popular de entre las consignas soltadas por la vanguardia durante más de un siglo. Se podría remarcar con cierta mala voluntad que, en el mismo intervalo, nadie más ha transformado el mundo, cambiado la vida o creado situaciones nuevas como la dominación mercantil en su devenir-imperial, es decir, el enemigo declarado de las vanguardias; y que esto, esta revolución permanente, el Imperio la ha llevado a cabo la mayoría de las veces sin rodeos; pero descansando en eso, uno se equivocaría de blanco. Lo que hay que observar es más bien el inigualable poder de inhibición de estas consignas, su terrible poder de sideración. En cada una de ellas, el efecto dinámico esperado da vueltas de acuerdo con un principio idéntico. La vanguardia exhorta al hombre-masa, al Bloom, a tomar por objeto algo que siempre-ya le comprende —la situación, la vida, el mundo—, a colocar ante sí lo que por esencia está alrededor de él, a afirmarse en cuanto sujeto frente a lo que precisamente no es ni sujetoni objeto, sino más bien la indiscernibilidad de uno y otro. Es curioso que la vanguardia nunca haya hecho sonar el mandato de ser un sujeto tan violentamente como entre los años 10 y 70 del siglo, es decir, en el momento histórico en que las condiciones materiales de la ilusión del sujeto tendían a desaparecer lo más drásticamente. Al mismo tiempo, esto enseña bastante sobre el carácter reactivo de la vanguardia. Es así que este mandato paradójico no debía, de ningún modo, tener por efecto arrojar al hombre occidental hacia el asalto de las Bastillas difusas del Imperio, sino más bien obtener en él una escisión, un atrincheramiento, un aplastamiento esquizoide del yo en un confín del yo mismo; un confín donde el mundo, la vida y las situaciones, en resumen, su propia existencia, sería en adelante aprehendida como ajena, como puramente objetiva. Esta constitución precisa del sujeto, reducido a contemplarse él mismo en medio de lo que le rodea, puede ser caracterizada como estética, en el sentido en que el advenimiento del Bloom corresponde también a una estetización generalizada de la experiencia.
IR A LAS MASAS EN VEZ DE PARTIR DE SÍ
En junio de 1935, el surrealismo llegó a los últimos límites soportables de su proyecto de formar la vanguardia total. Después de ocho años dedicados a tratar de mantenerse bajo el servicio del Partido Comunista Francés, una lluvia demasiado gruesa de agravios le hizo tomar nota de su desacuerdo definitivo con el estalinismo. Un discurso escrito por Breton, aunque leído por Eluard en el «Congreso de los Escritores en defensa de la Cultura» debía entonces marcar el último contacto de importancia entre el surrealismo y el PCF, entre la vanguardia artística y la vanguardia política. Su conclusión ha permanecido famosa: «“Transformar el mundo”, dijo Marx; “cambiar la vida”, dijo Rimbaud: para nosotros estas dos consignas son una sola». Breton no sólo formulaba la frustrada esperanza de un acercamiento, sino que también expresaba el hecho de la íntima conexión entre el vanguardismo artístico y el vanguardismo político, su común naturaleza estética. Así, de la misma manera en que el surrealismo tendió hacia el PCF, el PCF tendió hacia el proletario. En Los militantes, escrito en 1949, Arthur Koestler proporciona un testimonio precioso de esta forma de esquizofrenia, de ventriloquia de clase, que es tan notable en el discurso surrealista, pero con menos frecuencia reconocido en el delicuescente KPD de comienzos de los años 30: «Un rasgo particular de la vida de Partido, en esta época, era el “culto al proletario” y el desprecio a los intelectuales. Ésta era la aflicción y obsesión de todos los intelectuales comunistas que provenían de las clases medias. Se nos toleraba en el Movimiento, pero en él no teníamos derechos completos: se nos convencía de esto día y noche. […] Un intelectual nunca podría convertirse en un verdadero proletario, pero su deber era serlo tanto como fuera posible. Algunos intentaban renunciar a las corbatas, vistiendo chalecos de proletario y manteniendo las uñas negras. Pero tal impostura esnob no fue oficialmente fomentada». Y añade por su propia cuenta: «Y mientras que no había hecho otra cosa que sufrir de hambre, me consideraba a mí mismo como un retoño provisionalmente desclasificado de la burguesía. Pero cuando en 1931 me aseguré finalmente una situación satisfactoria, sentí que había llegado el momento de agrandar las filas del proletariado». Si hay pues una consigna, ciertamente informulada, y que la vanguardia jamás ha conseguido, ésta es: ir a las masas en vez de partir de sí. Es también frecuente que el hombre de vanguardia, después de haber ido a las masas por una vida entera sin nunca haberlas encontrado —ahí, al menos, donde él las esperaba— consagra su vejez a ridiculizarlas. El hombre de vanguardia podrá de esta manera, avanzando en los años, tomar la pose ventajosa del hombre de Antiguo Régimen y hacer de su rencor un negocio rentable. De esta manera, vivirá bajo latitudes ideológicas en efecto cambiantes, pero siempre a la sombra de las masas que se había inventado.
PARA SER TOTALMENTE CLAROS
Nuestro tiempo es una batalla. Esto comienza a saberse. Su puesta en juego es la superación de la metafísica, o más exactamente la Verwindung1 de ésta, una superación que sería en primer lugar un permanecer-junto. El Imperio designa al conjunto de fuerzas que trabajan para conjurar esta Verwindung, para prorrogar indefinidamente la suspensión epocal. La estrategia más retorcida puesta al servicio de este proyecto, aquella de la que hay que sospechar por todos lados en que sea una cuestión de «posmodernidad», consiste en impulsar una así llamada superación estética de la metafísica. Naturalmente, el que sabe a qué metafísica aporética la lógica de la superación querría traernos, y que por tanto percibe de qué manera solapada la estética puede servir en adelante como refugio a la misma metafísica, la metafísica «moderna» de la subjetividad imaginará sin pena a qué se quiere exactamente llegar, con esta maniobra. Pero, ¿cuál es esta amenaza, esta Verwindung que el Imperio concentra tantos dispositivos para conjurar? Esta Verwindung no es otra cosa que la presunción ética de la metafísica, y por ello también de la estética, en cuanto forma última de ésta. La vanguardia sobrevive precisamente en este punto, como centro de confusión. Por un lado, la vanguardia aspira a producir la ilusión de una posible superación estética de la metafísica, pero por el otro hay siempre, en la vanguardia, algo que la excede y que es de orden ético, que tiende entonces a la configuración de un mundo, a la constitución en ethos de una vida compartida. Este elemento es lo reprimido esencial de la vanguardia, y mide toda la distancia que, en el primer surrealismo por ejemplo, separa a la rue Fontaine de la rue du Château. Es así que desde la muerte de Breton, los que no renunciaron a reivindicarse del surrealismo tienden a definirlo como una «civilización» (Bounoure) o más sobriamente como un «estilo», a la manera del barroco, el clasicismo o el romanticismo. La palabra constelación podría ser más apropiada. Y de hecho, es incontestable que el surrealismo no ha dejado de vivir, tanto que estaba vivo, de la represión de su propensión a volverse mundo, a darse una positividad.
LAS MOMIAS
Desde el comienzo de siglo, no se puede dejar de reconocer en Francia, especialmente en París, un rico terreno de estudio en materia de autosugestión vanguardista. Cada generación parece dar a luz a nuevos prestidigitadores que esperan que sus juegos de manos les hagan creer en la magia. Pero naturalmente, de generación en generación, los candidatos al papel de Gran Simulador sólo terminan empañando su reputación, cubriéndose asimismo cada temporada con nuevas capas de polvo y palidez; perseverando en imitar a los mimos. Se me ocurrió, a mí y a mis amigos, cruzar caminos con esas personas que se distinguen a sí mismas en el mercado literario como los pretendientes más risibles al vanguardismo. En verdad, ya no tratábamos con cuerpos: eran ya espectros, momias. En ese momento, estaban preparando lanzar un Manifiesto por una revolución literaria; el cual sólo fue juicioso: su cerebro —todas las vanguardias tienen su cerebro— publicaba su primera novela. La novela se titulaba Mi cabeza en libertad. Era muy mala. Comenzaba con estas palabras: «Quieren saber dónde puse mi cuerpo». Diremos que el problema de la vanguardia es el problema de la cabeza.
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Fotografía: TIQQUNIM.