Por. Victor Ortega. 30/06/2025.
El libro La insurrección de los jóvenes en México (1967-1982) de Arturo Luis Alonzo Padilla de 2022, está vinculado a los viejos movimientos de oposición al estalinismo internacional, por su editorial, Altres Costa-Amic Editores, que opera desde 1940, fundada por Bartolomeu Costa-Amic, quién en 1936, encaró a Caridad Mercader, recibida por Vicente Lombardo Toledano, en una reunión del Partido Comunista Mexicano, indicando que su presencia señalaba los preparativos para el asesinato de León Trotsky. Lo que se ejecutó cuatro años más tarde.
También está conectado con el Colectivo Robin Goodfellow, fundado en 1988 y que tiene, a su vez, su origen en la revista Communisme ou Civilisation (1976-1988), que retomó algunas posiciones de la revista Invariance, de Jacques Camatte. El Colectivo Robin Goodfellow también publica en Costa-Amic Editores y parece que Alonzo Padilla es uno de sus miembros; también registró la Mesa redonda Izquierda Comunista Mexicana de noviembre de 2017 dedicada a Guillermo Rousset Banda, el Partido Mexicano del Proletariado y su revista Autogestión.
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Pues bien, entre las páginas 173-177 de La insurrección de los jóvenes en México aparecen las siguientes notas críticas sobre las versiones oficiales de la masacre de Tlatelolco:
[…] Las versiones de lo sucedido en la Plaza de las Tres culturas han evolucionado desde 1968. Al principio se pensó que el ejército había rodeado a los estudiantes con toda la intención de aniquilar el movimiento mediante las balas; que, en esa acción envolvente, los propios soldados se habían disparado entre sí directamente (Poniatowska, 1977).
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La versión oficial circuló con la publicación del libro de Luis Spota, La Plaza (1972). Dicho autor fue un columnista político oficialista, quien publicó la versión del Estado, disfrazada de novela periodística; en su libro se cuentan los hechos del 2 de octubre como si se hubieran producido por el disparo de estudiantes francotiradores contra el ejército…
[…] Al principio, en la sociedad mexicana se pensó que esta versión dada por el gobierno de Díaz Ordaz era totalmente una fantasía que se escribía sólo para calumniar al movimiento estudiantil y justificar la represión. Tanto la versión oficial como las estudiantiles habían visto el factor clave de toda la conjura del gobierno, el llamado «Batallón Olimpia», pero la versión estudiantil no atinó a suponer que esta «fantasía» del gobierno había sido construida realmente, con la salvedad de que se trataba de un montaje nada teatral, una especie de performance no actuado, en donde los francotiradores habían sido colocados, efectivamente, para simular que estos francotiradores eran estudiantes, cuando en realidad habían sido colocados soldados vestidos de civil por el Estado Mayor Presidencial. El Batallón Olimpia fue, en realidad, el factor con el que se pretendió simular que los estudiantes habían disparado.
Volver a las víctimas victimarios fue una operación que el poder quiso sembrar en la mente de la sociedad mexicana, sin ningún éxito. Una versión tan inverosímil que tuvo que esperar el análisis documental para desentrañarse.
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La apertura de los archivos del expresidente Gustavo Díaz Ordaz fue una excelente oportunidad para que los historiadores que legitiman el poder volviesen a la carga, tratando de explicar por qué Gustavo Díaz Ordaz ordenó la matanza. La misma no sería ahora producto de la pantomima que intentó sembrar el General Jesús Gutiérrez Oropeza, al pretender que sus soldados disfrazados de civiles eran estudiantes «irresponsables» que dispararon contra el ejército. Díaz Ordaz, en la narrativa de Enrique Krauze, fue un presidente engañado y confundido por sus ayudantes, que creería en la versión de que enfrentaba una conjura comunista, la cual se correspondía con los acontecimientos que se estaban dando en el contexto, como la celebración de la Conferencia Tricontinental, y la supuesta idea de que el secretario del PCM, Arnoldo Martínez Verdugo, quería utilizar a la CNED contra la Federación Nacional de Estudiantes Técnicos FNET del IPN en 1968.
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Recientemente, en 2017, apareció el texto de Juan Veledíaz en el que se trata el problema de la conspiración a la que se refiere Díaz Ordaz con relación a los grupos trotskistas en el ejército. Como apuntó José Luis Piñeyro, el ejército mexicano estaba preparado para contener los impactos de la revolución cubana.
Los militares graduaron en Fort Bragg, Carolina del Norte, a los primeros oficiales en contrainsurgencia, mientras que se preparaban fuerzas especiales en el ejército. El nerviosismo llegó al grado de que hubo reportes falsos del ingreso del «Ché» Guevara al país.
La versión de los trotskistas se remonta a abril de 1966. En esa ocasión, aprehendieron a Óscar José Fernández Bruno, a Teresa Conferta de Fernández (esposa del anterior) y a Adolfo Otilio Mavgani Gilly (Adolfo Gilly), de nacionalidad argentina, y a Gildardo Isaías Carranza, Leocadio Francisco Zapata Múzquiz, Sergio Garcés Estrada y a los hermanos Ramón y Martha Elena Salgüero.
Lo grave es que hablaban de infiltración, en el ejército, por parte del Partido Obrero Revolucionario Trotskista (PORT), afiliado a la IV Internacional, que había involucrado al coronel José María Ríos de Hoyos y a los mayores médicos Baldomero Rodríguez Tique y Antonio Villafuerte Moreno, así como a oficiales paracaidistas.
En entrevista, el capitán Maldonado Vega mostró la inconformidad en el ejército y acciones en relación con el movimiento estudiantil de la UNAM. Ríos de Hoyos fue reclutado para servir de informante en la DFS y, más tarde, infiltrar al propio movimiento estudiantil para obtener información. A eso se refiere Díaz Ordaz cuando habla de infiltración trotskista.
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La imagen de una conjura comunista sería clara, según Krauze, para Díaz Ordaz, desde la llamada «Marcha por la libertad» en septiembre de 1967, después de la cual ordenó la ocupación militar de Morelia.
Sin documento alguno que pruebe esta visión en el gobierno, Krauze, afirmándose en las memorias de Díaz Ordaz, sostiene que el presidente creyó que había una conspiración contra México porque los estudiantes habían profanado el Palacio Nacional con la imagen del Ernerto «el Che» Guevara, pintada en uno de sus muros, por lo que Díaz Ordaz exclamaría en sus memorias: “que no sienta yo que tocan a México. Porque la respuesta no tendrá límite ni fin”. Tras recibir las injurias del 27 de agosto, no le cabía duda de que tenía la razón; había que responder de inmediato, y la respuesta no debería tener “límite ni fin”.
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Trabajos posteriores han aportado pruebas de que esta supuesta creencia en una conjura comunista, apoyada por el exterior, no tenía ninguna base de sustento. La movilización estudiantil de 1968 no fue un movimiento organizado por un grupo en particular, respondió más bien a una dinámica espontánea que puso bajo cuestionamiento el estilo autoritario y la cerrazón del gobierno. Esta condición le hizo cobrar, entre los habitantes de la Ciudad de México, simpatía y popularidad, como lo muestran las imágenes documentales y de cine que se filmaron a lo largo del movimiento.
Raúl Jardón revisó los documentos de la Dirección Federal de Seguridad y de las agencias de inteligencia estadounidense en 1968, no hallando, en ninguna de ellas, pruebas contundentes de intervención de gobiernos extranjeros o de una conjura comunista armada.
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Como se ha venido encontrando en trabajos posteriores, sí existió una conspiración y ésta fue armada desde el gobierno federal de Gustavo Díaz Ordaz. Julio Scherer García tuvo la oportunidad de abrir los archivos del secretario de Defensa Nacional en el gobierno de Díaz Ordaz, Marcelino García Barragán. Los documentos dieron las claves para armar el rompe cabezas de la conspiración armada por el Estado Mayor Presidencial.
El ejército mexicano tendría sólo la instrucción de disolver el mitin en la plaza de las tres culturas, no de disparar. El propio García Barragán, secretario de la Defensa en el gobierno diazordacista, ignoraba que habían sido colocados en los días previos, en muchos de los departamentos vacíos en el conjunto habitacional, miembros del Batallón Olimpia con la instrucción de disparar, a una señal, contra el propio ejército y simular que los estudiantes lo habían hecho.
Posteriormente, esta versión ha sido reforzada por Carlos Montemayor en su texto Rehacer la historia, análisis de los nuevos documentos del 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco (2000) y por el documental llamado Claves de la masacre (Mendoza, 2012).
La versión de Spota, en su novela, puede ser modificada. Sí hubo francotiradores, habría que agregar, del propio gobierno contra su ejército. ¿Por qué Díaz Ordaz fraguó ese plan perverso? Un plan de estas características no pudo haber sido motivado por conspiración comunista alguna, como dice Krauze, pues, como posteriormente ha dado indicios Scherer García, si hubieses existido agentes extranjeros en el país, éstos habrían pertenecido, precisamente, al gobierno. Díaz Ordaz y el propio Echeverría fueron señalados por Phillip Agee, exagente de la Agencia Central de Investigación (CIA), de ser informantes de la misma en The Inside of the Company: CIA Diary (1975).
La represión al movimiento estudiantil de 1968 en la Ciudad de México no trajo un estallido armado inmediato como respuesta. La población de la ciudad y el propio movimiento estudiantil se silenció, aparentemente, con ese golpe.
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En 1988, Guy E. Debord publica Comentarios a La Sociedad del Espectáculo, un balance de la contrarrevolución histórica en curso tras la derrota del segundo asalto a la sociedad de clases. Ahí, el 68 mexicano aparece de la siguiente manera:
[…] Ya se han comenzado a preparar algunos medios de una especie de guerra civil preventiva, adaptados a diferentes proyecciones del futuro calculado. Se trata de “organizaciones específicas” encargadas de intervenir sobre algunos puntos según las necesidades de lo espectacular integrado. Para la peor de las eventualidades se ha previsto una táctica llamada en broma “de las Tres Culturas”, en recuerdo de una plaza de México en el verano de 1968, pero esta vez sin ponerse los guantes y, por otra parte, de aplicación anterior al día de la revuelta.
Y al margen de casos tan extremos, como buen medio de gobierno no se necesita sino que el asesinato inexplicado afecte a muchas personas o se dé con frecuencia: el solo hecho de que se sepa que existe esa posibilidad, complica rápidamente los cálculos en una gran cantidad de terrenos. Ya no hace falta que sea inteligentemente selectivo, ad hominem. La utilización del procedimiento de manera puramente aleatoria sería quizá más productiva.