Por: Diego S. Garrocho. 12/07/2021
«Educar es transformar con arreglo a un paradigma, a un modelo o a un proyecto de excelencia imaginable»
La escuela, al igual que la universidad, es un lugar de resistencia. O al menos debería serlo. Al contrario de lo que dicen los expertos en sinergias, resiliencias y nihilismos transdisciplinares, no creo que la escuela deba adaptarse a ninguna circunstancia si no es para mejorarla. La misión de cualquier propuesta educativa pasa precisamente por lo contrario: por ser capaces de proveer a los educandos de todo aquello que el contexto inmediato no puede procurarles. Educar es, en algún sentido, enmendar lo que ya existe en virtud de una perfección futura.
No existe educación posible sin la proyección de un ideal de humanidad. Y ese ideal, resulta vano hasta tener que argumentarlo, debe hacerse independiente a la circunstancia inmanente. La educación no se proyecta sobre lo que ya somos, sino que se dispone al servicio de aquello otro que deberíamos ser y que debe guiar la transformación del infante. Educar es transformar con arreglo a un paradigma, a un modelo o a un proyecto de excelencia imaginable.
Tal vez por este motivo llevamos demasiado tiempo equivocándonos. Cada vez que algún representante de la vanguardia pedagógica insiste en que tenemos que llevar la imagen a las aulas porque vivimos en el imperio de la imagen, está remando en dirección contraria.
El razonamiento correcto sería el opuesto: dado que vivimos en una dictadura virtual de las imágenes, la escuela debería protegerse como el refugio crítico de esa realidad imperante. No se trata de adaptar la educación a lo que existe, sino de proponer un modelo educativo que nos permita transformar esa realidad al servicio de una idea mejor de nosotros mismos.
Nuestra misión como educadores no radica enseñar lo que de suyo ya aprendería cualquier joven abriendo los ojos al mundo, sino que nuestro propósito se hace valioso cada vez que lo acercamos a contenidos insólitos a los que jamás llegaría por sus propios medios.
Creer que un boomer de cincuenta años puede enseñarle a un chaval de catorce habilidades digitales es tan ingenuo como desnortado. Y desechar la importancia del esfuerzo, la privativa humanidad de la memoria o incluso la dignidad de lo inútil, es tanto como abandonarnos al dominio de la crasa facticidad y la eficiencia.
La bulimia innovadora nos conduce a un rapto delirante y acelerado en el que el orden de los conceptos se asimila al mercado de electrodomésticos. Por este motivo, cada vez que alguien desecha una idea por ser antigua, clásica u obsoleta, está estableciendo, y puede sin saberlo, una analogía entre las ideas y las batidoras.
La escuela es ese lugar donde, todavía, puede seguir leyéndose a Garcilaso o a Rosalía de Castro bajo un pretexto suficiente: lo leyeron nuestros padres, los padres de nuestros padres y, ojalá, algún día, también lo hagan nuestros nietos.
Antes de llenarlo todo de pantallas seamos prudentes. Si la educación es capaz de igualarnos es porque propone un ideal compartido en el que sabremos reconocernos. Y que la escuela sea una comunidad de lectura e interpretaciones es tanto como convertirla en una comunidad de sentido. No es poco.
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Fotografía: The objetive