Por: Luis Armando González. 13/01/2024
Pensaba nombrar estas notas “Dos ventajas de la democracia”, pero la palabra “ventaja” tiene una connotación positiva que prefiero evitar. Por lo demás, me refiero aquí a la democracia moderna, es decir, a ese ordenamiento político que descansa en las elecciones periódicas, mandatos temporales en el ejercicio del poder –mandatos que son otorgados periódicamente por los electores—, separación de poderes y constituciones que legitiman todo lo anterior. Se puede decir mucho más de los regímenes políticos democráticos, pero lo esencial de ellos –en lo referido a cómo y quiénes gobiernan— está resumido en las líneas previas.
Se ha hablado hasta la saciedad –y se han escrito miles de páginas al respecto— sobre la propensión humana a abusar del poder cuando se tiene y a buscarlo, por todos los medios, cuando se lo desea. La expresión “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”, atribuida a Lord Acton, es, sin duda, una de las más citadas en los círculos en los que se reflexiona sobre (o se critica) la política, lo mismo que lo es en los ambientes filosóficos el socrático “sólo sé que no sé nada” o el cartesiano “pienso, luego existo”. Es de manual insistir en que la democracia fue inventada para controlar a quienes ejercen el poder, con distintos dispositivos para evitar que, cuando lo tienen, lo ejerzan sin miramientos (o, dicho técnicamente, de manera discrecional) o que busquen perpetuarse indefinidamente (hasta que el cuerpo aguante) en los principales cargos de conducción estatal. A partir de esto se llegó a decir, en otro dictum célebre, atribuido a Winston Churchill, que la democracia es “el menos malo de todos los sistemas políticos”.
A lo anterior cabe agregar un aspecto de la democracia –un aspecto curioso— del cual casi no se dice nada: este régimen político, con sus controles y restricciones, especialmente en lo que atañe a que quienes gobiernan se perpetúen en el poder durante periodos prolongados de tiempo –no “eternamente”, porque ningún ser humano es eterno—, protege también a los gobernantes. ¿De qué? De la envidia, de los odios y de las traiciones que, como enseña la historia, se ciernen sobre quienes ejercen el poder político, y que tienden a acumularse y a hacerse más perniciosas –y, en el caso de las traiciones, más eficaces— en la medida en que los gobernantes envejecen –con todo lo que ello supone de deterioro en su salud física y mental, y capacidad de mando— en sus cargos.
Abundan los ejemplos de gobernantes que, independiente de los recursos usados, lograron mantenerse durante largos periodos de tiempo –20, 25, 30 o 35 años— en la cima de sus respectivos aparatos estatales y que finalizaron sus días sin ninguna gloria (alguno con una puñalada artera, otro envenenado por un colaborador cercano, otro más abandonado a su suerte, por quienes decían ser fieles servidores, en su lecho de muerte) y con su honor vilipendiado por propios y extraños. Con sus exigencias de mandatos de gobierno limitados, la democracia cuida a quienes les toca en suerte (o, si se medita bien, tienen la mala suerte) de tener que dirigir a sus sociedades desde el Estado.
Es una lástima que este aspecto de la democracia no se a destacado lo suficiente; y que quienes aspiran a cargos públicos de primera importancia no sean conscientes de que los controles democráticos no sólo están destinados a limitarlos en sus excesos, sino también a protegerlos de vendettas, odios y envidias derivadas de esos excesos, entre los que está el de mantenerse más allá de un tiempo prudente en el ejercicio del poder.
En varios países de América Latina, en tiempos de los gobiernos militares, este último exceso fue atacado, primero, por la vía de los golpes de Estado; y segundo, por la vía de institucionalizar un mecanismo de relevo presidencial mediante el cual el presidente saliente (que había cumplido un periodo de mandato limitado) elegía al presidente entrante. En fin, en la política, ni siquiera los amigos y camaradas más queridos están dispuestos a aceptar que uno de los suyos esté al mando de manera indefinida. Y aun aceptando esto, es difícil que estén dispuestos a ser dóciles con alguien que, tras un ejercicio de poder prolongado, ha envejecido y enfermado. Más difícil es que no conspiren y establezcan nuevas lealtades de cara al relevo. Lo que acabo de escribir no es invento mío; el gran Maquiavelo ya dijo lo que se tenía que decir acerca las prácticas, usos y recursos de quienes tienen el poder o aspiran al mismo.
Hasta aquí el primer aspecto curioso. El otro aspecto de la democracia que merece ser destacado es el que se puede denominar el “factor derrota electoral”. ¿Qué decir al respecto? Pues bien, en la cultura de éxito y de triunfo predominante –el fútbol es el deporte que quizás expresa esto mejor ningún otro ámbito— la derrota no está en los planes de nadie; y cuando se da, ello se traduce en un auténtico drama. Esta manera de ver las cosas se ha traslado a la “competencia electoral” en la cual, incluso en elecciones en las que no se trata de todo o nada, quienes no obtienen lo que buscaban –la presidencia de la República, la totalidad de curules legislativos, la totalidad de gobiernos municipales— se consideran “perdedores” absolutos, y lo que es peor: su “derrota” en no pocas ocasiones los sumerge en profundas crisis no sólo personales, sino también institucionales.
No tendría que ser así. Y no lo sería si quienes participan en la competencia por cargos de elección popular tuvieran claro, en su inteligencia y sentimientos, que la posibilidad de derrota (de no lograr lo que pretendían o de sólo lograrlo parcialmente) es algo intrínseco a la dinámica (la ruleta rusa o la partida de dados) en la que están participando. El “factor derrota” siempre está presente en un proceso de competencia electoral; y ningún participante –incluso aquel que tiene, o cree tener, todo asegurado para ganar– puede obviarlo, asumiendo que está exento de que ese factor le pueda afectar. Hay sucesos de distinta naturaleza e intensidad que pueden incidir en el comportamiento de los electores en una jornada electoral. Esto otorga a esas jornadas una interesante dimensión de incertidumbre que, en algunas coyunturas, da lugar a resultados inesperados.
Naturalmente, puede suceder que lo más predecible y esperable se concrete, sin sorpresas. Pero estas últimas pueden aflorar. No importa: quienes pierden deberían de lidiar, con civilidad y tranquilidad, con su derrota. Esta no debería traducirse en crisis inmanejables y destructoras, pues es un factor con el que se tiene que contar cada vez que se participa en una elección. En eso consiste participar en un juego electoral: en tomarse en serio la posibilidad de perder y no considerar que siempre se va a ganar. Son demasiados los partidos políticos que, en El Salvador, en su historia reciente, jugaron en las elecciones sin tomarse en serio la posibilidad de perder. Son sólo un recuerdo, en algunos casos no tan grato.
En resumen, he tratado de destacar dos aspectos de la democracia que no se suelen resaltar, pero que puede ser útil no perder de vista. La democracia protege a quienes ejercen el poder y la democracia requiere, para funcionar bien, una competencia electoral a la que le es intrínseca la posibilidad de la derrota. O sea, los derrotados electoralmente, y no sólo los triunfadores, dan vitalidad a la democracia. Pero la dan cuando asimilan la derrota y se preparan para seguir jugando el juego democrático en las siguientes rondas.
San Salvador, 12 de enero de 2024
Fotografía: Blogs iadb