Por: Joan Benach. Rebelión. 04/03/2020
Un punto perdido en la envolvente oscuridad cósmica. Una casa, azul y pequeña, enternecedoramente solitaria, dijo asombrado el cosmonauta Aleksei Leónov durante el primer paseo espacial de la humanidad. Una Tierra única, donde habitamos, que debe hacernos recordar nuestro origen. Millones de años de evolución cósmica construyeron seres humanos hechos de polvo de estrellas, decía admirado el astrónomo Carl Sagan. Hoy podemos respirar, contemplar el cielo y compartir el placer de vivir en un planeta que aún sabemos único.
Hemos creado una civilización con logros y avances formidables. Avanzamos en la esperanza de vida y la mortalidad infantil, tenemos vacunas y tratamientos, aumenta el desarrollo económico y se reduce el analfabetismo, y la ciencia y la tecnología se desarrollan sin parangón. Inteligencia artificial y robots, infotecnología y ordenadores cuánticos, bioimpresión en 3D y fármacos para curarnos, el internet de las cosas, el big data y las ciudades inteligentes. Sí, somos formidables, capaces de todo. Jugamos a ser dioses y creemos que ya casi lo somos. Pero, un momento. ¿Es eso todo?
Acaso somos ciegos que, como nos enseñaba José Saramago, viendo, no vemos. Las situaciones destructivas, humillantes o alienantes abundan por doquier. Casi dos terceras partes de la población sobrevive con menos de cinco dólares al día, 2.500 millones de personas no disponen de un hogar en condiciones para vivir, abasteciéndose de agua potable contaminada. Gran parte de la población respira, bebe y se alimenta con tóxicos que dañan la vida. La desigualdad en salud es nuestra peor epidemia y un fiel espejo del desigual mundo en que vivimos. Vivimos, decía Fernández Buey, en una “plétora miserable”, donde lo mejor y lo peor ocurren al unísono, donde progreso y barbarie van de la mano. La explotación, discriminación y alienación de gran parte de la humanidad hace muy difícil vivir una vida merecedora de ser vivida, al tiempo que el mundo se autoconsume al malgastar el equivalente a 1,7 planetas. Un crecimiento sin fin, basado en las fuerzas destructivas que poseemos y una energía barata en vías de extinción, ha alterado tan profundamente el planeta que somos un peligro para la vida y para nosotros mismos. El planeta tiene fiebre. El hielo del mar Ártico se deshiela, los mares se calientan y acidifican, las selvas se deforestan y el desierto avanza, los corales y manglares mueren, un millón de especies ya ha desaparecido. El poeta Archibald McLeish señaló una vez que ya tenemos las respuestas, todas las respuestas, pero que nos faltan las preguntas. ¿Dónde vivimos? ¿Podemos admitir la anormalidad de vivir en un mundo profundamente enfermo? ¿Cómo nos sentimos? ¿Cómo hemos dejado que eso ocurra? ¿Quiénes somos? ¿En qué nos hemos transformado?
Generamos artefactos, productos, tecnologías… pero no somos dioses omnipotentes “creadores” de cosas, tan sólo transformamos, a veces con ingenio y maña, la materia de la naturaleza. Pero nuestro conocimiento no es sabio. Somos parte del mundo natural decía el ecólogo Ramón Margalef, el lugar donde vivimos, pero nos tapamos los ojos y los oídos. Querámoslo o no, nuestra vida depende de los demás y de la Tierra, la casa donde habitamos y habitaremos. Sabemos, pero no comprendemos cómo podemos y deberíamos vivir. Cuando teníamos dioses, no éramos dueños de las cosas. Ahora nos sentimos dioses y creemos dominarlo todo. Contaminamos y envenenamos lo que respiramos, bebemos y comemos, urbanizamos el mundo sin escuchar el pájaro, ver la montaña o sentir la brizna de hierba. El ser humano convivió en su medio natural y casi siempre respetó la naturaleza. Hoy destruimos nuestra casa sin siquiera saber que es nuestra, sin saber que sin ella no somos.
No vemos, no entendemos, no queremos tomar consciencia de la atroz crisis ambiental en la que vivimos. Peor: no comprendemos. No basta con disfrutar la luz eléctrica nos recuerda el fraile Frei Betto, hay que entender cómo y por qué se produce. Ser electricistas para ver con otros ojos como se enciende la luz y vernos. Ver esos hilos, saber lo que ocurre detrás es crear consciencia. Vivimos años decisivos, un “cambio de época”. Rachel Carson, pionera de la conciencia ecológica, señaló que formamos parte de la naturaleza, y que al hacer la guerra contra ella también la hacemos contra nosotros mismos. ¿Sabremos hacer frente al cambio climático y a la imparable crisis socioecológica que padecemos? ¿Frenaremos el ecocidio en marcha? ¿Generaremos un planeta dividido entre una pequeña elite, con bienestar y recursos, capaces de tiranizar territorios y personas al borde de la desaparición, o quizás el exterminio? ¿Podremos alcanzar una humanidad más justa en una Tierra habitable como planteaba Manuel Sacristán?
Lo primero es sentir y saber, lo segundo comprender. Sólo así podemos aspirar a cambiar y a cambiarnos. Para tener esa posibilidad, necesitamos crear una consciencia crítica capaz de reflexionar y proponer alternativas al actual capitalismo exterminador y generar movilización social y poder popular. La solución a la actual emergencia socioecológica exige un cambio de modelo económico radical, donde habrá que imaginar, diseñar y experimentar modelos de vida alternativos y asumir el atrevimiento de crear un modelo productivo y consumo más simple, justo y homeostático. Pero, sobre todo, debemos entender que somos parte de la naturaleza y que alejarnos de ella ha sido nuestra mayor tragedia. Hoy, la naturaleza es tan sólo un decorado que fotografiamos y luego olvidamos. Un lugar donde estamos pero que no habitamos, ni sentimos como propio. Somos hijos del sol con cuerpos de petróleo, no dioses con ilimitados poderes. Al perder nuestro hogar, perdemos nuestro albergue y morimos en la intemperie.
Tenemos los medios para mutar nuestra mente, pero necesitaremos mucho coraje, mucha inteligencia y mucha persistencia para hacerlo. Como señala el viejo adagio acuñado por Horacio luego recordado por Kant: debemos empezar, ¡atrevernos a saber! y con ello cambiar nuestro sentir y pensar. De las ideas y creatividad que generemos, de las capacidades y fuerzas globales con que experimentemos nuevas propuestas y realicemos acciones efectivas, de la conciencia de no ser dioses sino humanos ecodependientes, dependerá el futuro de la humanidad en la Tierra, nuestra Casa.
Notas:
(1) Publicado en la revista El Ciervo. Enero-febrero 2020. 779:11-12.
(2) Profesor, investigador y salubrista. Greds-Emconet (Grup Recerca Desigualtats en Salut. Employment Conditions Network. UPF); JHU-UPF Public Policy Center (UPF); GinTrans2 (Grupo de Investigación Transdisciplinar sobre Transiciones Socioecológicas (UAM).
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Fotografía: EcologíaVerde.