Por: Florencia Trentini, Nicolás Castelli. 28/01/2024
El gobierno nacional pretende decretar la intervención de los militares en la seguridad interna. Entre otros peligros contra las libertades democráticas básicas subyace la posibilidad de limpiar los territorios de posibles resistencias contra el saqueo de nuestros bienes comunes.
Desde el 10 de diciembre pasado, la Argentina padece la ofensiva más grande en los últimos 40 años de los sectores empresariales/corporativos contra las libertades democráticas y los derechos conquistados de la mayor parte de la población. El DNU y la “ley ómnibus” no dejaron un sector del trabajo sin afectar, salvo a los grupos económicos y corporaciones que pretenden cambiar la legislación argentina de forma autoritaria y violenta con el objetivo de modificar una correlación de fuerzas para saquear nuestros bienes comunes. Todo ante una sociedad disciplinada, empobrecida, precarizada y que ejerza la menor resistencia posible. Un “sueño húmedo” de largo anhelo para nuestras clases dominantes.
Ahora, por si fuera poco, trascendió que el gobierno de Javier Milei prepara un decreto para que las Fuerzas Armadas (FF.AA.) puedan intervenir en la seguridad interna. La idea es seguir el modelo que Estados Unidos intenta imponer a los países alineados con su política exterior. De acuerdo a este paradigma, grupos de pueblos originarios, o lo que el gobierno de turno considere bajo el rótulo “terrorista”, son equiparados a amenazas externas de otros Estados. Esto habilita una militarización para la represión de la protesta social, un derecho que este gobierno ya manifestó que pretende cercenar y si pudiera también eliminar por completo.
En sintonía con esta idea, se llevó a cabo la purga más grande en décadas en las FF.AA. con el pase a retiro de 23 generales para ser reemplazados por otros más jóvenes, inexpertos y permeables a la idea de ser “auxiliares de la policía”, un rol históricamente muy resistido entre las fuerzas por los resultados desastrosos que ya se vieron en Ecuador, Colombia y México. A esto también se le sumó recientemente el pase a retiro de 16 almirantes de la Armada.
¿Por qué involucrar a los militares en tareas de seguridad interna? Porque los mercados libres requieren de territorios libres de pueblos originarios, campesinos y de cualquier grupo, pueblo, organización o política que intente llevar a cabo sentidos y prácticas que desarrollen alternativas a las relaciones de producción y reproducción que este ataque neoliberal extremo impone. En definitiva, uno de los temas de fondo es la territorialidad extractiva del capital y su “libertad” para saquear todo lo que sea necesario convirtiendo grandes extensiones de nuestro suelo en zonas de sacrificio social y ambiental.
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Como se sabe, las crisis son caldo de cultivo para salidas autoritarias, algo que ya ocurre en Argentina con este gobierno de ultraderecha de Milei y el macrismo en el marco de una democracia liberal representativa deslegitimada. Pero este fenómeno tiene sus responsables y patrocinadores; y es aquí donde aparece una figura repetida en todos los gobiernos más retrógrados de los últimos 20 años: la actual ministra de Seguridad, Patricia Bullrich Luro Pueyrredón que ahora además tiene a uno de sus alfiles, Luis Petri, al frente de la cartera de Defensa.
Para poner en contexto histórico, cabe recordar que en 2017 se fue construyendo -desde el gobierno de Mauricio Macri y en la voz de la misma Bullrich, en ese entonces también ministra de Seguridad- la amenaza de terrorismo mapuche corporizado en la Resistencia Ancestral Mapuche (RAM), definido como “un grupo violento que quiere imponer una república autónoma y mapuche en el medio de la Argentina”. Asimismo, se buscó instalar la idea de supuestas prácticas anarquistas que desconocen al Estado y no respetan ninguna ley. Sin ninguna prueba más que una foto que circuló por los medios de comunicación donde se presentaba un “arsenal terrorista” compuesto por herramientas para trabajar el campo, se empezó a construir la idea del peligro del terrorismo y la necesidad de combatirlo.
Ese mismo año, mientras Santiago Maldonado se encontraba desaparecido, Bullrich sostuvo: “No vamos a permitir una república autónoma y mapuche en el medio de la Argentina; esa es la lógica que están planteando, el desconocimiento del Estado argentino, la lógica anarquista”. Una afirmación que escapa a la realidad, a la historia y al reclamo del pueblo mapuche, pero que resultó útil para seguir construyendo al enemigo peligroso que hay que exterminar.
En su vuelta al frente de la cartera de Seguridad, Bullrich, no solo volvió a la carga con su programa represivo al servicio de Washington y las grandes corporaciones, sino que protagonizó un papelón internacional, desmentido por el Poder judicial, en el que acusó un peluquero de Avellaneda, a un jugador de ping pong y un hombre que decía ser agente de la Embajada de Estados Unidos de planificar un nuevo atentado contra la AMIA. Un fallo de la jueza Capuchetti sostuvo que «no existen” pruebas y liberó a los detenidos.
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En este contexto de profundización de políticas represivas, hace tiempo que los pueblos originarios, en particular los mapuches, como también los jóvenes de los barrios populares, son representados socialmente como sujetos racializados, estigmatizados y criminalizados por los discursos de odio que irresponsablemente propagan ciertos políticos y operadores de los grandes medios de comunicación. Son enunciados que luego se hacen sentido en la subjetividad de una parte importante de la población que elige el miedo por sobre la razón y por sobre la empatía con las injusticias. En definitiva, son discursos que se vuelven sentido común entre quienes prefieren ser gobernados por las pasiones tristes, como el odio y el enojo, que anidan en todos nosotros.
En perspectiva histórica, la construcción de los Estados nación latinoamericanos estuvo fuertemente impregnada de ideas tomadas de un darwinismo social biologicista que sentó las bases para colaborar pasiva y/o activamente con la violencia estructural hacia estos sectores de la población, construídos históricamente como excluidos, marginales, subalternos y no-propietarios.
El filósofo Giorgio Agamben plantea la categoría de “estado de excepción” como una norma que permite pensar cómo históricamente distintas violencias se entrelazan justificando que ciertos sectores estén exceptuados de derechos. Para este autor, los momentos en los que se suspende el orden jurídico y se vuelve provisorio pasaron a ser la norma constituyendo una “guerra civil legal”. Esto es lo que sucede hace años en la Patagonia con el pueblo mapuche y que el actual gobierno nacional pretende extender a todo el país.
Pensar en el estado de excepción en relación con la noción foucaultiana de biopolítica, permite mostrar cómo esta excepcionalidad (permanente) es una forma normada de gobernar sobre las vidas. La politóloga Pilar Calveiro llama “prescindibles-peligrosos” a quienes pueden ser despojados de sus vidas sin que esto constituya un delito o sin que sea un escándalo para la gran mayoría de la población.
Casos de gatillo fácil como el de Lucas González o del asesinato del joven mapuche Elías Garay no son excepciones, sino la norma que opera sobre la “portación de cara”, de color de piel y del barrio en el que se vive. Son formas permitidas y avaladas de actuar ante el supuesto peligro que estos cuerpos estigmatizados y criminalizados significan para la seguridad de todes, de acuerdo a la visión que quiere imponer este gobierno de ultraderecha con la ministra Bullrich a la cabeza.
Los discursos de odio que legitiman la violencia racista no son nuevos en el continente latinoamericano. Sus orígenes también se remontan más atrás, a la época colonial. Sin embargo, permanecen en nuestro presente como parte de lógicas y mecanismos que persisten aunque el colonialismo ya no exista de la misma forma que hace cinco siglos. Es lo que el sociólogo Aníbal Quijano denomina “colonialidad del poder” y que se vale del racismo para legitimar relaciones de dominación. Estos mismos discursos fueron erigiendo históricamente un entramado de valores propios de nuestra sociedad que se constituyó sobre el mito de ser blanca, europea, patriarcal y civilizada; representaciones que es necesario desmontar para que los experimentos autoritarios y represivos no encuentran campo fértil donde crecer.
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Pero también es cierto que para que el modelo extractivista/exportador hegemónico avance, los territorios tienen que estar vacíos u ocupados por gente visible en tanto “terrorista” o “peligrosa”. Los territorios para el extractivismo fueron históricamente producidos. Así, Julio Argentino Roca pudo avanzar sobre el “desierto” poblado de indígenas porque el evolucionismo del siglo XIX justificaba la matanza de aquellos que no eran tan “humanos”, ni tan “civilizados”.
Más cerca en el tiempo, es necesario recordar que fue a partir de la primera oleada neoliberal de los años noventa donde, con el debilitamiento del rol del Estado, se agudizó el proceso de concentración y extranjerización de la tierra. Los Benetton, Lewis y Turner son un problema para el acceso y preservación de nuestros bienes comunes naturales como el agua, la biodiversidad o los minerales. Como también lo son Monsanto, la Barrick Gold y la soja transgénica.
Son las caras visibles de la territorialidad empresarial, privada y extractiva que militariza y limpia territorios; mata a los Santiago Maldonado y Rafael Nahuel y a cualquiera que defiende la tierra del avance de un modelo que devasta, erosiona, desertifica los suelos, privatiza lo que es de todos y atenta contra nuestra soberanía alimentaria y territorial. El viraje autoritario y racista de las derechas no ofrece nada nuevo en términos de contenido, pero representa un peligro grave a las libertades democráticas básicas.
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