Por: Guest Contributor. 17/05/2025
Traducido (Español) por: Mariela Arnst
Del patio de juegos a la política, el acoso nos afecta a todos.
Nota del editor: En marzo de 2025, resurgió una antigua historia sobre el supuesto comportamiento abusivo del recién nombrado primer ministro de Trinidad y Tobago. Las elecciones generales tendrán lugar a fines de abril, y muchos han estado utilizando el tema como una herramienta política, esquivando la realidad de que el acoso sigue siendo un problema urgente, cuyas complejidades a menudo no se abordan adecuadamente en las escuelas. Publicamos aquí el siguiente artículo de opinión para contribuir a un diálogo productivo y no político sobre el acoso como un problema social. La autora ha sido educadora durante más de 25 años, ha enseñado en todos los niveles, desde preescolar hasta adultos. Es facilitadora del Proyecto Virtues, iniciativa comunitaria que desarrolla programas para fomentar la formación del carácter en escuelas, hogares y comunidades más amplias.
Por Salma Pantin-Redhead
¿Qué se necesita exactamente para ser considerado un acosador? ¿Se puede llamar acosador a un niño de tres años que insiste en quitar juguetes a otro? ¿Y uno de cinco que pellizca? ¿Uno de seis que abofetea? ¿Uno de nueve que insulta? ¿O solo te conviertes oficialmente en acosador al llegar a la secundaria, cuando “molestar” se convierte en “agredir”? ¿De dónde vienen los acosadores?
¿Qué pasaría si, en lugar de etiquetar a las personas como acosadores, pusiéramos la etiqueta en el comportamiento? Porque eso es lo que realmente es el acoso: un comportamiento aprendido; y hay muchos “maestros” ahí afuera.
Existe una antigua leyenda cheroqui que cuenta que un abuelo le habla a su nieto sobre la vida. Le explica que dentro de cada uno hay dos lobos en constante batalla: uno es iracundo, codicioso y resentido; el otro es amoroso, bondadoso y compasivo. El niño pregunta: “¿Cuál lobo gana?” El abuelo responde: “El que tú alimentas”. Simple, ¿no?
No creo que alguien se proponga criar a un acosador o fomentar esa conducta, pero se ha vuelto tan común en nuestra sociedad que ni siquiera notamos los mensajes que enviamos. Recordemos que los niños no necesitan instrucciones: simplemente imitan lo que ven. Y esto es lo que ven con demasiada frecuencia: que sus faltas en casa se enfrentan con un bouff, una paliza, una “bofetada” o una golpiza, versiones modernas del castigo de arrodillarse sobre arroz de generaciones pasadas, lo que no sorprende en un país que aún lidia con un complicado legado poscolonial.
Estas respuestas no surgen de la falta de amor de los padres hacia sus hijos, sino de lo difícil que es criar y del hecho de que muchos progenitores recurren a estos métodos “probados” cuando están agotados. Algunos simplemente no conocen otra manera; hacemos lo que aprendemos.
Algunos dirán que los problemas actuales de disciplina en las escuelas se deben a que hemos “bajado la vara y malcriado al niño”. Me atrevo a discrepar. La regla y la correa aún están muy presentes en el entorno escolar. Los niños que “juegan a la escuelita” suelen pasar más tiempo empuñando una regla y gritando a sus “alumnos”, muñecas, peluches o incluso alguna mascota, que haciendo algo que se parezca a enseñar. Lo que realmente enseña la vara es a golpear para lograr obediencia, a pegar cuando la paciencia se agota, o a hacerlo simplemente porque se puede. Sin duda, hay problemas de disciplina en muchas escuelas, pero es un problema demasiado complejo como para resolverse solo con el regreso de los “viejos tiempos”.
Los niños también observan conductas abusivas disfrazadas de autoridad, con el respaldo de uniformes o títulos, personas que insultan, humillan o incluso golpean a quienes están bajo su poder. Ven los intercambios en redes sociales, caldo de cultivo ideal para la humillación pública, donde el acoso se oculta tras una pantalla y queda libre de consecuencias. Ven cómo se glorifica la dominación por cualquier medio, mientras que la paz y la amabilidad se ven como señales de debilidad o inutilidad.
Entonces, ¿a cuál de los lobos estamos alimentando como sociedad? ¿Y a cuál estamos dejando morir de hambre? En estas conversaciones sobre acosadores y víctimas, hay un tercer personaje importante, aunque aparentemente invisible: el espectador. Se podría argumentar que simplemente presenciar un acto de acoso es participar en ese acto, y ofrecer al acosador la audiencia que busca para inflar su ego. A eso se suman quienes aplauden, se burlan o incitan ese comportamiento. Estos transeúntes pasan desapercibidos: miran hacia otro lado o se van tan rápido que parece que nunca estuvieron. Quizás lo hacen para evitar que les digan “sapos” o para intentar protegerse a través del famoso beber agua y ocuparse de los propios asuntos.
Desde las cunas hasta los patios de recreo y la política, el acoso es un asunto de todos. Si aceptamos que es un comportamiento aprendido, entonces también debemos reconocer dos cosas: que se puede desaprender y que tenemos la responsabilidad de evitar que se aprenda, en primer lugar.
¿Y cómo lo hacemos? Empecemos por decir que no con un taller; o al menos, no solo con un taller. Talleres, programas, marchas… pueden servir para crear conciencia, pero no necesariamente cambian comportamientos. No tengo todas las respuestas, pero sí tengo una sugerencia sencilla en tres pasos, que podría implicar cambiar patrones que nosotros mismos hemos aprendido o heredado. Esto, irónicamente, requiere disciplina. Aquí va…
Cuando enfrentes una situación que despierte en ti el impulso de dominar, controlar o hacer daño:
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- Haz una pausa. Las personas que se detienen a pensar son poderosas; evalúan antes de actuar.
- Desiste. Elimina de tu repertorio palabras o acciones que causen dolor; reprograma tus respuestas
- Elige. Elige una mejor respuesta, una que busque educar, no castigar.
Todos tenemos la posibilidad de examinar nuestra conducta, admitir cuando nos equivocamos y comprometernos a evolucionar. Podemos optar por practicar y no solo citar esa idea tan repetida de “ser amables”. Así es como alimentamos al lobo que queremos que gane.
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Fotografía: Global voices. Canva