Por: Pablo Sessano. IBEROAMÉRICA SOCIAL. 23/07/2020
En principio está claro que preservar y defender la presencialidad y la convivencia son aspectos fundamentales y cualitativos que no merecen discusión, por ser el componente que da sentido a la escuela en sí como dispositivo y al proceso de socialización que habilita.
En entrada anterior decíamos que lo que tenemos que asumir y enfatizar teórica y prácticamente, es decir políticamente, es que la “nueva normalidad” es una etapa transicional, un momento bisagra del cambio de paradigma que no sabemos cuánto durará, ni sabemos que costos traerá aparejados, y que nos preocupaba especialmente la cultura y dentro de ella, la educación.
Pues bien, sabemos que la cultura de presencialidad y masiva o grupal, aquella que se cierra como propuesta, como hecho cultural cuando la gente se junta, quedara muy postergada y será de las últimas actividades que regresen cuando sea posible, por mientras, sin embargo, muchas artes se las ingenian para aprovechar los recursos virtuales y ensayar nuevas formas y formatos de crear, recrear, y llegar a la gente. En el campo de la música este formato no era extraño, aunque en modo alguno sustituto de los conciertos y las tocadas. Mas cerca del teatro y para diferenciar enfáticamente la experiencia teatral de todo intento sustitutivo, se habla de artes tecno-viviales “hay algo del vídeo – teatro que es una maravilla pero no es la experiencia teatral” , dice Jorge Dubatti1.
La experiencia colectiva que es el arte y la cultura que convoca el encuentro no puede ser sustituida por los encuentros virtuales, así como las amistades de Facebook nunca serán amistades reales, al menos hasta el primer encuentro.
¿Qué reflexión suscita esta circunstancia respecto a la educación, para ser más precisos a la educación formal escolarizada?
En principio está claro que preservar y defender la presencialidad y la convivencia son aspectos fundamentales y cualitativos que no merecen discusión, por ser el componente que da sentido a la escuela en sí como dispositivo y al proceso de socialización que habilita. La tecno-escolaridad solo puede concebirse como un oxímoron. Pero recuperar la presencialidad no puede ser un objetivo restringido, ni único, ni excluyente del sistema educativo en el marco de una emergencia que llaman sanitaria y debería llamarse socio-ambiental-sanitaria y que ha puesto en evidencia la lejanía que la educación instituida padece respecto de la realidad que, de repente aparece inaudita para ella, dejándola desnuda frente al incumplimiento de su propósito.
No soy un lector obsesivo, ni un buscador sistemático de información, con seguridad estoy siempre desactualizado, pero creo que el tema de la educación merecía reflexiones (y actitudes políticas) más relevantes en estos meses, he tenido paciencia de esperar a ver si alguien se preocupaba de ello y recién ahora a casi seis meses de pandemia y consecuente aislamiento social con suspensión de la educación presencial, comienzo a ver algunas notas más preocupadas por el futuro de la educación que preocupadas en la escolaridad futura. Efectivamente porque parece haber una gran preocupación por la continuidad y no por la ruptura: cuando hablamos de la educación en referencia a los procesos educativos que ocurren en las instituciones escolares, lejos de imaginar escenarios de rebelión y transformación, lo asumimos internalizado, inconfeso, como ese dispositivo estandarizado domesticador que I. Illich describía en “La Sociedad Desescolarizada”, como “protagonista del control social por una parte y de la cooperación libre por otra, [pero] poniendo ambos aspectos al servicio de la “buena sociedad” a la que se concibe como una estructura corporativa altamente organizada y de suave funcionamiento”, es decir un sistema que acompaña sin disrupciones el statu-quo y que hoy poco costaría mecanizar (virtualizar y mercantilizar del todo) corroborando la perversidad del instrumento convertido en fin como herramienta manipulable (Illich). Máquinas o servicios devenidos reproductores de necesidades innecesarias que terminan por segregar, generando exclusiones, piramidalizando los vínculos. Cierta escuela incluida y más hoy, si virtualizada, desde la cual ninguna transformación sería esperable, sino fuese por la presencia del colectivo docente que siempre y felizmente complejiza la cuestión garantizando mal que bien, la humanidad del fenómeno educativo, la pervivencia del sujeto pedagógico y la politicidad del proceso educador.
Con todo y con todos, y en cierto modo lógicamente, esa educación está siendo espectadora perpleja de la emergencia de los síntomas evidentes de la crisis civilizatoria. Y nada más. En un contexto que hace tiempo ha dejado de ser organizado y ha abandonado el suave funcionamiento.
Cuando uno escucha a los ministros de educación hablar de los esfuerzos para garantizar la escolaridad en pandemia y para refuncionalizar la postpandemia, no logra diferenciar ese trabajo del que podría requerir en el mismo sentido cualquier otro proceso productivo o servicio. Nada se ha dicho todavía de los contenidos de la educación, solo muy poco de la forma y siempre en línea con las innovaciones provenientes del mercado. El sistema educativo escolarizado solo espera el momento de re-iniciarse, de recuperar los programas cerrados abruptamente por el corte de la presencialidad, tal cual fueron suspendidos, acaso quizás, con alguna actualización tecnológica que de seguro no alcanzará para prevenir ante un, por cierto, muy posible, nuevo evento crítico. En este sentido, tanto sistema, poco se diferencia el educativo del productivo, lo cual en sí mismo es una tragedia.
Al decir de Jorge Dubatti, la pandemia -por su efecto aislacionista, es decir por carencia-, está mostrando lo significativa que es la cultura convivial, el convivio, la reunión en cuerpo presente, la proximidad, la reunión territorial en presencia física- el teatro en tanto acto social, convivio que es inherente a la humanidad. Un espacio donde la catarsis y la experiencia de la alteridad son centrales. Tal vez lo mejor de la escuela. Contra esa esencia socializadora conspira el aislamiento y el tecnovivio, es decir el vínculo personal pero remoto, a la distancia, el vínculo desterritorializado mediado por las máquinas que permiten la sustracción del cuerpo presente, por más creativo que resulte atenta contra lo constitutivo del vínculo social. Y de prolongarse, por extensión contra la democracia. Estamos experimentando un gran laboratorio acerca del valor de la convivencia. Pero todavía no comprendemos el sentido profundo del convivir, el vivir con otros, con lo otro y el valor que tiene en términos de sustentabilidad, especialmente en el contexto educativo y escolar y por eso no han devenido estos tópicos, entre otros pertinentes, materia prioritaria de la educación del momento.
Pero para no confundirnos. Está claro que, en este momento, el aislamiento es necesario, por lo pronto no hay mejor solución. La pregunta es, cómo aprovechamos el trance para procesar el valor de la convivencia, reencontrar el sentido de la convivencialidad que más que convivir es vivenciar-con. Cómo hacemos desde la escuela para hacer del momento que nos toca, uno en el cual reflexionar, no sobre la casuística coyuntural y mediática de la pandemia y la vida en cuarentena, sino sobre las causas profundas, sistémicas, estructurales y sistemáticas que generaron la pandemia y de paso sobre el propósito educativo y la pertinencia de la institución escolar que de poco vienen sirviendo a prevenir y comprender estos hechos. Tanto para transitar la trágica circunstancia como para abrir el obliterado debate sobre el futuro postpandémico en el área educativa. ¿Está sirviendo de algo la educación institucionalizada en este momento, más allá de garantizar su propia supervivencia, y acaso imaginar agiornamientos procedimentales y tecnológico?
El virus es un pedagogo que nos está intentando decir algo. El problema es saber si vamos a escucharlo y entender lo que nos está diciendo, dice De Sousa Santos.
¿Pero cómo entender el mensaje si la educación que ha sido parte del problema tiene serias dificultades para reconocerlo?
- “De hecho, el virus está trayendo una nueva crisis planetaria a la crisis planetaria de la humanidad en la era de la globalización. Sin embargo, esta complejidad sigue siendo considerada y tratada en cuestiones y sectores separados en todas partes.[…] ¿Debemos pagar, en víctimas adicionales, por el sonambulismo generalizado y la falta de espíritu que separa lo que está conectado? Y, sin embargo, el virus nos revela lo que estaba oculto en las mentes compartimentadas que se formaron en nuestros sistemas educativos, mentes que eran dominantes entre las élites tecno-económicas-financieras: la complejidad de nuestro mundo humano en la interdependencia e intersolidaridad de la salud, lo económico, lo social y todo lo humano y planetario”. Edgar Morin2.
Esa es la realidad, el tejido complejo que constituye la condición de nuestro mundo y que sigue omitida en los diseños educativos, en las atrincheradas disciplinas científicas, en la ciega confianza de los tecnólogos, en las omnipotentes visiones de los políticos. Y uno siente que se pierde una valiosa, única quizas oportunidad para desplazar contenidos inútiles, irrelevantes, obsoletos o reconsiderar cuales de entre las llamadas nuevas alfabetizaciones será mas necesaria ante las evidencias, cuáles se acercan mejor a las herramientas convenciales y cuáles en cambio a las manipulables. Porque, a no dudarlo….
- “A medida que avancemos en la desescalada y comencemos a abrir nuestras puertas, diferentes fuerzas intentarán convencernos de que debemos volver a la normalidad. Nos dirán que no hay motivos para temer – o al menos no tanto. El virus se volverá a minimizar e incluso habrá quienes lo negarán rotundamente. Se gastarán millones en publicidad para que podamos volver a sentirnos cómodos – con esa comodidad que proviene de la ignorancia motivada. Veremos anuncios en todos los formatos y en todos los sitios con una sola promesa: recuperar la normalidad. El sistema de consumo se siente en la “obligación” de acudir a “rescatarnos” para ayudarnos a borrar esa sensación de zozobra que se ha instaurado, para que nos volvamos a sentir inmortales, devolvernos a la vida que teníamos antes de la crisis, permitirnos recuperar las viejas rutinas y hacernos olvidar la tragedia. A cambio de esa promesa solo debemos entregar una cosa: la vida. Y es inquietante. Pero también hemos podido atisbar cómo sería el mundo cuando nos detenemos un poco y dejamos de correr en pos de mil obligaciones. Hemos vivido en una Gran Pausa que nos ha brindado una perspectiva nueva. Una vida en la que no necesitamos comprar para sentirnos bien. En la que no necesitamos gastar excesivamente para seguir alimentando un sistema defectuoso en sí mismo que no funciona para todos. Nos hemos dado cuenta de que las relaciones son más importante que las posesiones”.3.
La ventana sigue abierta, la pregunta es por la educación. ¿A cuál de estas percepciones abonara en la postpandemia, ahora mismo?
No creo que esté funcionando, nada indica que en los sistemas educativos la crisis haya corrido la agenda habitual, salvo en el hecho de garantizar continuidad, continuidad virtualizada que emula imperfectamente la relación pedagógica, continuidad inalterada del paquete de contenidos que con escasas disrupciones suscribe, convalida y reproduce las lógicas, los métodos y los valores que sostienen la civilización que ha dado origen a la pandemia, que es hija “natural” de la crisis ambiental, de la manipulación biológica y de la industrialización de la producción de comida, que no alimentos, en definitiva de la mercantilización de toda la vida.
Todo lo que se enseña en la escuela pondera esta saga alienante y colonializante tras un velo, roído, por cierto, de sacralidad cultural y meritocrática y en lugar de seres empoderados en la autonomía y con los saberes que permiten y facilitan autogarantizarse la vida sana y digna, producen seres autistas incapaces de imaginar siquiera que otras formas de existir son posibles.
Uno podría, quisiera, pensar que en las instituciones educativas se cocina a presión una rebelión de las conciencias, pero no. Los sistemas educativos se parecen más a freezers en los cuales conservar inertes los roles y las prescripciones prexistentes de modo tal de reactivar la maquinaria del sistema con la menor alteración posible. Orwell 1984. Y llama la atención, porque en la postpandemia y antes, en otras áreas de la organización social y la economía habrá, por fuerza mayor, cambios significativos. En la educación, donde nada impone restricciones al aprovechamiento de las circunstancias para rever las lógicas del mundo que creamos, del presente que sufrimos y del incierto futuro, nadie muestra intenciones de cambiar algo. Quizás se perciba peligroso aventurarse en esa posibilidad, seguramente lo es. Pero la defensa de la educación pública frente al avance privatista neoliberal, la defensa del rol de los docentes y su importancia social y pedagógica, la defensa de la laicidad y hasta los avances en temas de derechos humanos, de género, educación sexual integral, siendo importantes de nada servirán si no se ponen en cuestión las bases mismas del modelo social en su totalidad, empezando por el modo en que hacemos uso de los bienes naturales e intervenimos en los procesos de la vida, el sentido de la propiedad, la estructura patriarcal, la injusticia estructural inherente al sistema jurídico, una profunda critica al consumo, la revisión de las nociones de necesidad, colectividad, ética, la reorientación del propósito de la ciencia y de la política, la valoración de la paz y una profunda critica a toda violencia. Es decir, empezando por transformar lo que enseñamos, por el sistema educativo.
En el contexto presente, omitir aprovechar la oportunidad que un momento como este representa, por la caída de las anteojeras en la subjetividad de los individuos, causada por una situación inédita y dramática, y por la oportunidad política que permite justificar avances audaces y necesarios en las reflexiones y los aprendizajes que ofrece la educación institucionalizada, constituye una negligencia y es la más cabal demostración de la profunda colonialización que la lógica hegemonía ha producido en la subjetividad, el intelecto y la educación de los actores políticos y sociales de la educación. En un momento en el cual buena parte de la sociedad asume y admite que la postpandemia debe conducir a otros escenarios más sustentables en todo sentido, desde la educación institucionalizada no se hace nada. No se ve ningún compromiso explícito por parte del sistema educativo hacia la transformación de las prioridades que a nivel del conocimiento, y el empoderamiento social que presuntamente debería garantizar el acceso al mismo, parece exigir la crisis del mundo que vivimos y los derechos de las generaciones futuras.
Decíamos también en la entrada anterior, que la única forma de obtener un rédito positivo de esta pandemia sería garantizarnos que situaciones como esta no puedan volver a ocurrir. No parece que la próxima supuesta nueva normalidad vaya por esa senda, aun suponiendo que ocurriese un fenómeno de concienciación colectiva. La paradoja es que la humanidad tiene las herramientas para hacerlo, algo que el sentido común de todos reconoce; pero ha extraviado el sentido ético. Y es en este punto, cuando uno vuelve a preguntarse una y otra vez, asumiendo que la educación no es un sujeto autónomo sino el resultado del compromiso humano con la vida y de un colectivo humano con un propósito emancipador ¿qué papel debemos hacer que la educación juegue en estos contextos? pues si no la ponemos al servicio de las transformaciones necesarias, solo queda de ella el carácter de máquina manipuladora y hoy más que nunca, apenas, un rubro del mercado.
Como viene sucediendo con las evidencias de la crisis ambiental, el virus es un pedagogo al que políticos, pedagogos y los educadores no escuchan, no entienden.
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Fotografía: IBEROAMÉRICA SOCIAL.