Por: Francisco J. Ximénez U.* 30/11/2020
En la historia humana abundan los casos de personas que han asegurado haber conversado con los Dioses o con Dios. No es
cosa del pasado, ciertamente: contemporáneamente, hay quienes afirman haber escuchado sus directrices, cuya obediencia les ha llevado a tomar decisiones trágicas.
Lo que se da, tal como se colige del testimonio de los “elegidos”, es una plática íntima, absolutamente privada, de la
cual lo único que se tiene es, justamente, el testimonio de la persona que dice haber tenido la experiencia de un contacto –un diálogo, una plática– con entidades divinas. Dado el carácter sobrenatural de la experiencia, el sujeto que la ha vivido lo
revela al resto de humanos con gestos extasiados, mirada perdida en el infinito, temblores nerviosos y arrobamiento. Esto
es algo distinto al uso convencional que se hace de alusiones a lo divino, como cuando se dice “En Dios confiamos” o “Dios
bendiga a Estados Unidos”.
La certeza de haber “conversado” con Dios que manifiestan los sujetos de tal vivencia es de otro calado, vamos que es algo
inefable. Su testimonio y su seguridad, obviamente, no son prueba de que Dios o los Dioses existan, pero dado que a partir
de sus certezas se toman decisiones muchas veces sangrientas no hay que tomarse a la ligera su “diálogo” con entes divinos.
¿Qué posiciones cabe tomar ante estas personas? Cómo mínimo, dos. La primera es una postura atea, de rechazo a la
existencia real de seres divinos: Dios, Dioses, ángeles, arcángeles y demonios. La postura atea no niega que existan las
creencias sobre lo divino o las palabras con las que se nombran: lo que se niega es la existencia de entes divinos reales. Por tanto, si tales entes no existen, como física-química y biológicamente actuantes en el espacio y en el tiempo, entonces no es posible que una persona (cualquier ser humano) pueda tener un diálogo real (una conversación, una plática) con una entidad que no existe. Si una persona asegura haber tenido un conversación con seres divinos (Dios, Dioses, ángeles o arcángeles, o demonios), una de dos: o esa persona miente burdamente o esa persona tiene algún problema mental, temporal o permanente, que le lleva a tener la certeza de haber conversado con entidades inexistentes que son meros frutos de su imaginación.
Una segunda postura es la del creyente, por decirlo así, poco ingenuo. Acepta que Dios o los dioses, o sus equivalentes,
existen como entidades reales, pero inaccesibles e insondables para los humanos. Para estos creyentes, no es imposible el
“contacto” de una persona concreta con lo divino, pero ésta debe tener algunos rasgos morales poco comunes y que le abren la posibilidad acceder al “misterio” de lo sagrado, como se suele decir en su terminología. El creyente no ingenuo toma
precauciones cuando alguien proclama haber conversado con un ser divino: pudiera estar mintiendo o pudiera ser víctima de
delirios mentales.
La tercera posibilidad (que efectivamente se haya dado tal diálogo) sólo puede ser admitida a partir del talante, compromiso, entrega y espiritualidad de quien ha sido objeto de la gracia divina. De ese modo, los creyentes poco ingenuos se vacunan, aunque sea en una pequeña dosis, contra los charlatanes y los desquiciados.
El ateísmo tiene los mejores argumentos y pruebas a su favor. El creyente en Dios o los Dioses, aunque sea poco ingenuo, no está preparado para entender y contener a charlatanes y desquiciados que, fingiendo o creyendo haber recibido órdenes de Dios o los Dioses, han causado y causan dolor a sus semejantes. Ha habido personas de fe, buenas, entregadas y sacrificadas, pero eso no prueba que los entes divinos existan, sino que las convicciones morales de esas personas les llevaron a hacer el bien y a obrar con justicia, al igual que lo han hecho y lo hacen personas no creyentes, con convicciones morales igualmente sólidas. Hay una falacia: la de suponer que porque se cree en algo ese algo existe realmente. Se la puede formular de esta otra forma: si una persona afirma haber hablado con Dios, debe ser cierto que lo hizo y, en consecuencia, Dios existe o tiene que existir realmente. De aquí han surgido idealismos perjudiciales, porque lo que se está diciendo es que las creencias, las ideas, se convierten automáticamente en cosas reales… sólo por existir como creencias o ideas.
Se puede objetar que el ateísmo defiende una falacia opuesta: como no creo, no existe. Empero, los ateos, siempre contra la
corriente, han tenido que afinar sus argumentos una y otra vez, con lo que han evitado la trampa de esa y otras falacias. Lo suyo es “no creemos porque no hay pruebas firmes que nos permitan creer” o, mejor, “Dios o los Dioses no existen no porque no creamos en ellos, sino porque no hay pruebas firmes de su existencia real y lo que se sostiene para afirmar su presencia y
efectos violenta las leyes que gobiernan el mundo real. Como, por ejemplo, que entidades no físicas ni químicas ni biológicas
ni sociales influyen en fenómenos físicos, químicos biológicos y sociales”.
Como quiera que se vea el asunto, cuando una persona dice que habló con Dios o que Dios le dijo algo al oído se tiene que
pensar, como primera medida de precaución, que miente o que, si cree de verdad que Dios le habló, tiene algún tipo de trastorno mental. En ambos casos, que pueden darse juntos, se tienen motivos de sobra para preocuparse porque las personas que proclaman seguir órdenes directas de Dios están a un paso de considerarse a sí mismas como divinas, esto es, infalibles,
superiores y con potestad para imponer su voluntad a otros sin importarles las consecuencias de sus actos.
*Profesor jubilado de filosofía antigua y de teología medieval.
Fotografía: Vatican News.